Vamos a recoger en este trabajo todas las citas que hemos encontrado a lo
largo de los cuatro evangelios, sobre las miradas de Jesús. También hemos
incluido algunas otras de discípulos y gentes diversas porque nos remitían a
las de Jesús. Como podrá apreciarse enseguida son muy varias. Pero, a través de
ellas, lo primero que nosotros descubrimos es que Jesús era un hombre normal,
que, aparentemente, miraba como cualquier otro hombre, pero a la normalidad le
da un sentido y una profundidad especial que revela a su persona. En esas
miradas, sean manifestando un enfado sean mostrando una alegría, se está
diciendo Él. Además va buscando siempre el interior de las personas.
Pero estas miradas no son un simple recuerdo de lo que hizo o como se
mostró. No. Él no es un muerto. Murió verdaderamente, pero ha resucitado. Por
tanto está vivo. En su resurrección ha sido recuperada su vida y, en ella, su
historia. Hasta el punto que podemos decir con verdad que hoy nos sigue mirando
como lo hizo en su vida histórica. Mira a los hombres con la misma atención,
amor y ternura como lo hizo siempre, buscando con determinación el bien de
estos. Si la mirada se entiende de una forma física, como se entiende en
nuestra existencia histórica, necesitaría unos ojos para ver, como se necesitan
unos oídos para escuchar. Pero esta no es la forma que corresponde a una
existencia resucitada. Jesús ha resucitado, por tanto no podemos atribuirle una
mirada que necesite unos ojos para ver y una luz para iluminar. Pero, lo mismo
que aquí revelaba a su persona, ahora también lo hace. Por un lado ejerciendo
una atracción poderosa y, por otro, ejerciendo un empuje que nos lance en un
dinamismo constante –por su Espíritu- hacia Él.
La actitud fundamental del hombre creyente, consiguientemente, no será la
de permanecer indiferente ante quién le ve sino la de responder viéndole a Él.
Lo que San Agustín resumió en la expresión “videntem videre” (ver a quien me
ve). Toda nuestra vida está bajo su mirada y, al mismo tiempo, hace que Él esté
bajo la mirada nuestra. No captado con nuestros ojos naturales, pues su
condición gloriosa no lo permite, pero sí con la mirada de la fe. Es una mirada
sobrenatural que sin fe es imposible. Su mirada siempre fue hacia el interior
de la persona, sobre todo si estaba necesitada. Hoy, lo mismo que entonces, nos
mira. Estamos bajo una mirada que pone toda su atención en lo que en nosotros
ve. La fe nos hace experimentar la atracción que provoca cuando somos
conscientes de que nos mira.
Su mirada, lo mismo que vemos entonces, está siempre llena de ternura
porque, resucitado, sigue siendo el mismo. Seguimos dándole lástima, como
durante su existencia histórica, cuando nos ve desorientados o apartados,
desentendidos de la relación que siempre quiere establecer con nosotros. Como ovejas que o no tienen pastor
o, a los que siguen, no son buenos pastores.
Procura mirar nuestro interior, llegar a lo profundo, al corazón, donde se
cuecen las decisiones, nuestros afectos, sentimiento y nuestra mentalidad.
Cuando es captada por la fe, ésta se siente arropada por la ternura de quién
nos mira, al mismo tiempo experimenta el atractivo gozoso de quien se siente
mirado y, en esa mirada, acogido y querido.
Su mirada complacida en el encuentro de la fe lleva consigo la fuerza del
Espíritu que en su dinamismo envuelve toda nuestra existencia que queda
expropiada y sustituida por la de aquel que nos mira. Vemos al que ve y
existimos por el que es.
Muchas veces se ha representado la presencia en todas partes de la Trinidad
Santísima como un ojo imponente encerrado en un triángulo. Y la verdad es que
da un poco de miedo. Parece que es una presencia que tiene todo bajo su mirada
y control. Es como una mirada severa, juzgadora de todo, que no permite ningún
ocultamiento ni desvío, como apuntando y registrando todo lo que hacemos y lo
que dejamos de hacer para, en su día, sancionar todo lo nuestro. ¿Es esta la
mirada del Dios Padre en quién creemos? Nos parece que no, aunque algunas
veces, aún la misma Escritura use antropomorfismos que nos lo pinte así. ¿Por
qué no puede ser así? Porque, cuando nos ha mirado, y sigue mirándonos, lo ha
hecho humanamente lo ha hecho en su Hijo y por su Hijo, que se hizo Hombre
precisamente para poder mirarnos cara a cara en la verdad de la carne, compartiendo
todo lo nuestro menos el pecado. Nos mira como somos y nos invita a mirarle
como Él es, humanado en el colmo del amor y de la ternura. “Tanto amó Dios al
mundo que le entregó a su Hijo” (Jn. 3, 16). El Dios que nos mira lo hace en el
Dios Hombre, compadeciéndose de nuestra suerte, sintiendo lástima por nuestra
condición y nuestros desvaríos. Mostrando en su mirada toda la ternura propia
de un Dios que ha querido compartir nuestra condición y que en la carne nos ha
revelado al Padre no al juez.
Esa mirada no sólo existió “in illo tempore”, en aquel tiempo, sino que
sigue existiendo porque el Hijo encarnado, glorificado en su resurrección, no
se ha desentendido de su carne y, en ella, está también su mirada, presente en
nosotros por su Espíritu. El Hijo es la mirada humana del Padre y el Espíritu
es su dimensión divina. Ésta se presencializa por la fe, nos revela al Dios que
es Amor y nos proyecta en su dinamismo hacia la comunión con Él que buscaba con
su mirada.
Esa mirada, como también nos revelan algunos textos, puede contener en
algunos casos, ira. Es la ira de Dios que también se manifiesta en Jesucristo
pero, tal y como se manifiesta en Jesús no tiene ningún parecido a la ira
humana. En nosotros se produce cuando nos afecta un mal que no podemos evitar.
Entonces surge esta pasión que siempre conlleva violencia. Ante todo no es
violencia contra algo que le afecte a Él personalmente es, siempre que se
produce, como nos narran los textos, hacia todo lo que perjudica al hombre y no
es haciendo algo contra el hombre que hace un mal. Lo que ocurre en el que se
dice que sufre la ira de Dios no es que Dios le castigue enviándole algún mal
sino que, al no responder al amor y la ternura de su mirada y no propiciar el
encuentro de la fe, se priva del amor y la ternura de Dios. Esto es estar o
sufrir la ira de Dios. Es estar en el vacío –estar sin- del amor y la ternura
de Dios. No sufre un mal porque Dios se lo mande, sufre ese vacío porque él lo
quiere y Dios no puede impedirlo sin atropellar su libertad. Por eso hoy como
entonces hay una mirada de Dios con ira siempre que se perjudica al hombre y,
consiguientemente, experimenta el vacío
del amor que Dios quiere provocar siempre al mirarnos. Un vacío tan grande como
es el amor del que se priva.
Esta mirada de Dios, humanada en el Hijo, llegará un día al final por el
dinamismo del Espíritu. Esto sucederá en la parusía. Entonces se verá con toda
claridad, como toda nuestra existencia ha estado bajo esa inefable mirada
amorosa y como, por su Espíritu, Dios ha ido escribiendo toda la Historia de la
Salvación hasta conducirnos a la vida eterna.
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