Hasta ahora venimos insistiendo en la
necesidad de escuchar lo que el Espíritu nos dice en la situación presente,
aquí y ahora. No lo que dijo hace
cincuenta años, ni lo que pueda decir dentro de cien años. Responder sin más,
convertiría al autor en portavoz del Espíritu —tentación más que frecuente en
nuestros días— pero sería una pretensión no solo inmodesta sino también
presuntuosa, con el riesgo añadido de dogmatismo del peor cuño. Creemos que sólo en la búsqueda en común,
por la reflexión seria, la oración y el diálogo, podemos llegar a un
descubrimiento fecundo. Ahí está el reto y la necesidad de afrontarlo. Pero
dicho esto, no excluye que podamos recoger ya algunas pautas y descubrimientos
basadas, no en criterios personales, sino en la experiencia eclesial de
nuestras diócesis y de nuestras comunidades. No partimos de cero. Ahí está esa experiencia de las Asambleas
Sinodales y también en trabajos de grupos amplios, como el de muchos Consejos
Pastorales.
La
acción del Espíritu está, sin duda, allá donde fidelidad y actualidad se
encuentran. Es éste quizá
el primer significado de Pentecostés, también lo que aconteció en el Concilio
como tantas veces en la historia de la Iglesia, siempre que ésta, en la
fidelidad a su único Señor, ha tratado de actualizarse. No se trata de inventar la Iglesia. Se trata de ser fiel en el presente. Es
quizá también, lo más radical del ministerio: ser testigos actuales de
Jesucristo, pues sólo así podremos garantizar que la fe de nuestras comunidades
y personas es la fe apostólica, lo que los apóstoles oyeron, vieron y palparon
del Verbo de Vida. Pero testigos actuales. En el aquí y ahora de la situación. Lo que entraña por una parte, el despojarse
de lo viejo y, por otra, la asunción de lo nuevo.
Lo
viejo no es sólo lo inservible sino lo que no fundamenta el presente ni el
futuro, es lo perecedero de lo antiguo. Éste –lo antiguo- posibilita el presente y le da su fundamento.
Es su raíz y su memoria, sin él nos quedaríamos sin pasado y ciegos ante el
futuro. Dios es un Antiguo con la actualidad de lo eterno, fundante de todos
los tiempos. Pero Dios no es viejo. Tampoco lo son las personas, por muy
mayores que sean, pues llevan siempre, por serlo, la novedad sorprendente de su
misterio. Está claro que nos referimos a ideas, cosas, organizaciones,
prácticas, etc. , que por muy
tradicionales que sean, ya no entregan nada sino que velan, entorpecen,
desfiguran o frustran la única verdadera Traditio:
Jesucristo, el Señor nuestro.
Por
esto se impone el abandono de la rutina y, sobre todo, del espíritu rutinario. La rutina es como una máquina demoledora que
destruye todo interés y va cosificando todo lo que hacemos, aunque sean cosas
santas. Es hacer por hacer y porque siempre se ha hecho, cuando ya ni
fundamenta nada, ni dice nada a nadie y estamos convencidos de que no sirve
para nada. Es repetir lo viejo. El
espíritu rutinario no nace del Espíritu del Señor. Este nos hace “andar por
éste camino nuevo y vivo inaugurado por Jesucristo para nosotros” (10). Es
verdaderamente sorprendente este apego a repetir lo viejo cuando estamos en un
Testamento nuevo, con una doctrina nueva, (11)
una vida nueva, (12) un nuevo nacimiento, (13) un mandamiento nuevo, (14) en una Alianza nueva, (15) debido a la novedad del Espíritu que nos
hace hombres nuevos (16). Estamos
en una nueva creación donde pasó lo viejo, todo es nuevo (17).
En esta novedad está siempre el Espíritu
del Señor, nunca la rutina.
En lo viejo a desechar, pareja con la
rutina, está también la instalación. Esta tampoco procede del Espíritu del
Señor, sino de un mal espíritu. Es
lo contrario del seguimiento, lo opuesto a encarnación. Junto con la rutina, el
peor enemigo que tenemos de la evangelización. Instalarse es atrincherarse en
la seguridad. Construirnos un
monumental establecimiento y obligar a acudir, y pedir, a quien quiera algo de
él y nosotros nos acomodamos a despachar,
convirtiendo “las cosas santas” en objeto de consumo, a veces hasta rentables.
En vez de poner la tienda —algo liviano y móvil— en el campo de los hombres es
obligarles a venir al establecimiento. Cuando
la iglesia se instala pierde su evangelismo, de comunidad mesiánica pasa a ser
iglesia establecida, lo que supone un fracaso esencial en su misión (18).
Un contraste con los grandes testigos de la fe, tanto en el Antiguo Testamento
—Abraham, Moisés, Elías… como en el Nuevo-Pablo—, pero sobre todo con
Jesucristo, descalifica como creyente o cristiana ésta actitud.
De
la mano de la rutina y de las instalaciones vienen muchas cosas pero,
principalmente, la falta de disponibilidad. La disponibilidad es una actitud abarcante, que nos hace
prontos para secundar el querer de Dios, en lo que un mejor servicio del Pueblo
de Dios exige y para abandonar lo que lo impide. Siempre es necesaria pero hoy
más que nunca, dadas nuestras limitaciones y la escasez de sacerdotes tendente
a acentuarse en los próximos años. Si lo
más característico de la disponibilidad es la prontitud para el servicio, es
indudable que ésta actitud viene del Espíritu del Señor, pues, precisamente
la prontitud en el servicio divino, es la definición clásica de devoción.
Todo
lo anterior puede resumirse, sin
temor a equivocarnos, en que el Espíritu
pide a la Iglesia, y en ella a todos nosotros, que estemos y seamos libres para
servir. Y, esto, posiblemente lo tengamos asimilado —al menos teóricamente—
pero, si estamos instalados y cogidos por el espíritu rutinario, difícilmente
podemos llevarlo a efecto prácticamente. Para
ser libres para servir es imprescindible la pobreza. Esta no es moralidad
sobre gastos o pertenencias —austeridad— ni virtud que nos conduzca por la
recta razón. Es un carisma necesario en
la Iglesia de Dios para que sea comunidad mesiánica, que establezca el ideal
del Rey Justo, saliendo de los establecimientos y asumiendo la causa de los
pobres, que su Señor ya ha asumido, hasta que impere su justicia. Éste es
el carisma necesario para que podamos estar y ser libres para servir. A este respecto también se impone una reflexión
seria en todo el clero —mayores y jóvenes— pues el ámbito donde nos
desenvolvemos —sociedad consumista— nos atrapa en su mal espíritu. Pero,
además, la mayoría procedemos de familias humildes y no ejercemos otra cosa que
el ministerio en un pueblo y una tierra pobre. ¿Cómo es posible la acumulación
y la riqueza, unas veces de hecho y otras de deseo? ¿Cómo es posible la
desigualdad, que a unos permite escasamente lo justo y, a otros, la realización
de todos sus caprichos e instalaciones? Aquí se impone una reflexión muy seria
y una actitud muy diferente.
Pero
no basta despojarse de lo viejo. Lo que hoy dice también el Espíritu a la
Iglesia es que asuma lo nuevo. Es en el “novum”
de la historia —signos de los tiempos—, no en las repeticiones agotadas, donde lo
está diciendo, donde está indicando el camino a seguir para salir
airosamente de la situación, dándole toda su hondura al cambio. Lo cual supone
no solo la transformación interior del hombre de la mente y el corazón, el no
acomodarse a las apetencias de este mundo, ni recaer en el temor sino también
abrir los ojos a la realidad del hombre a salvar y compartir con él lo que
tenemos. Acercarse por el servicio desinteresado, a este hombre diferente que
nace y a su cultura asumiendo sus valores.
Si
tomamos como referencia tres tendencias ya consolidadas —la
secularidad, el respeto a la persona y el pluralismo— está exigiendo una Iglesia más comunitaria, la valoración del laico y
mayor diversificación.
Una
iglesia más comunitaria demanda que, en sus personas e instituciones, en su
organización y estructura, responda al Espíritu de comunión que la define y
constituye y, esto, es imposible sin una mayor y mejor participación de todos y
corresponsabilidad. Aunque
hemos progresado en estas líneas, todavía el clero sigue siendo una superclase
dirigente que mira con sospecha al laico. Casi todo se decide y dirige por los
curas y en función de ellos. Esta actitud, entre otras cosas, infantiliza al
laico —sus grupos, asociaciones y parroquias— con dependencias pueriles —unas
afectivas, otras jurídicas, otras dictatoriales— originando un círculo vicioso
en el que el seglar no inquieta al sacerdote y, éste, no estimula al laico.
Muchos se extrañan aún, cuando oyen que “existe una auténtica igualdad entre
todos, tanto en la dignidad como en la acción de construir el Cuerpo de Cristo,
que es común a todos los creyentes” ¡Y son palabras del Vaticano II! (LG. 32a).
El dolor producido en tantas tensiones domésticas, es revelador de ésta anómala
situación. Una iglesia tan clericalizada no puede romper la pasividad del
laico. La situación está exigiendo participación y corresponsabilidad.
La
valoración del laico es una consecuencia de la profundización en la comunión
que es la Iglesia y, al mismo tiempo, una consecuencia de la secularidad, no un parche ni una instrumentalización de
la situación por la escasez de sacerdotes. Su igual dignidad cristiana está muy
lejos de ser asumida por los clérigos. Y, sin embargo, sus carismas, servicios
y ministerios, pero principalmente su pertenencia al mundo, lo hacen
imprescindible en la situación presente si se habla de secundar al Espíritu en
lo que llamamos nueva evangelización.
El valor creciente del individuo, el respeto
a la persona, circula hoy como un dogma incuestionable. El interés por el
personalismo, aunque solo sea como reacción a la masificación, está poniendo de
relieve que el interés por lograr una fe
personal adulta en la evangelización,
debe estar por encima del interés por una fe sociológica masiva que no afecta
más que a lo periférico de la persona. Esto exige una jerarquización de
valores, dedicaciones, medios y tiempo en función de ésta prioridad. Es esta
una cuestión más que importante y que implica a muchas más. Al ser la fe de la mayoría
de los diocesanos una fe sociológica, resulta que lo que más tiempo nos ocupa a
los sacerdotes está en función de lo que ésta demanda. Este pueblo, sociológicamente religioso, celebra una fe que no está
asumida personalmente y unos sacramentos que exigen una fe personal en función
de la cual están pensados. El contrasentido
es manifiesto pues esa religiosidad está por evangelizar. El respeto a las
personas y el reconocimiento al valor de las mismas, por su originalidad e
irrepetibilidad, está demandando una evangelización de personas y arbitrar los
medios para conseguirlo.
Este respeto a la persona y la defensa de
los valores y derechos del individuo, nos hace hoy convivir respetuosamente con
quienes no tienen ni nuestra fe, ni nuestra vida, ni nuestras creencias,
originando un pluralismo, de derecho y de hecho, reconocible hasta en el
interior de nuestra comunidad diocesana, donde convivimos con ideas muy
dispares, y diversidad de tendencias. Precisamente
por esa plural situación de personas, grupos, parroquias o zonas, es necesario
diversificar el culto, la catequesis, la formación, las prácticas, etc. para
que respondan a la pluralidad de situaciones. Este pluralismo no está
reñido ni con la confrontación ni con el discernimiento, es más, son actitudes
necesarias para evitar que se desvirtúe. Creemos necesario evitar, en este
punto, dos riesgos. Uno, oponerse
emotivamente a todo lo nuevo que, lógicamente, está por experimentar, pues
nos conduciría a un integrismo furibundo. El mayor pecado que hoy podríamos
cometer sería ser un freno a la evolución. Otro, aceptar un pluralismo que desdibuje la identidad del creyente en
una pluralidad de creencias, conductas, estilos de vida y prácticas en la que
la fe de nuestra Iglesia, quede reducida a una vaga referencia o, la Traditio, quede sin efecto porque lo que
se entrega no es lo que a nosotros nos han entregado. La aceptación del
pluralismo está exigiendo la revisión constante y el discernimiento, a la luz
del Evangelio vivido en la tradición eclesial.
Asumir los valores de la cultura emergente
significa fijarse más en el destinatario y, consiguientemente pasar de una
formación “bancaria” —que transmite los contenidos prefabricados, que favorece
la pasividad, que instrumentaliza ideológicamente a la persona y no deja aparecer
sus capacidades y valores— a una formación más personal, centrada en el
destinatario, haciéndole asumir el proceso de educarse en la fe y participando
en él. Lo cual exige, ciertamente, nuevos métodos y nuevos lenguajes. Reducir
el cambio solo a esto sería imperdonable pero a nadie se le oculta su
importancia. Si, además, tenemos en cuenta la mutua convivencia de lo antiguo
con lo nuevo, nos obliga a pensar también en pluralidad de métodos y de
lenguajes que tendrán que convivir durante largo tiempo. Todo lo cual nos
remite a la imagen del cura
“multiuso” llamada a desaparecer. Habrá que pensar, dada la escasez,
en una mayor movilidad de los que estamos, para que cada uno dedique en la
iglesia local sus capacidades, lenguaje adaptabilidad, etc. a aquello para lo
que está capacitado, mirando siempre el bien de los destinatarios, el Pueblo de
Dios, pero no considerado en su totalidad sino en éste sector, éste ambiente
estos grupos, estas funciones, etc., concretas que deberán ser atendidas en pluralidad
de parroquias y no solo en una.
Aunque pueda parecer decepcionante, no hemos
indicado más que unas cuantas actitudes necesarias en el hoy y aquí de nuestras
diócesis. Lo hemos hecho intencionadamente, sin descender apenas a
concreciones, para mantenernos fieles a lo que nos propusimos: no suplantar lo
que es descubrimiento y trabajo de todos. Estamos convencidos de que si nos
sentamos a reflexionar y dialogar sobre lo que la situación demanda y el
Espíritu del Señor quiere, encontraremos caminos de fidelidad y soluciones a
nuestra escasez, pues Él está más empeñado que nosotros en que encontremos
salida a la situación.
NOTAS.—
10. Hebreos 10, 20
11. Marco 1, 27
12. Romanos 6, 4
13. Juan 3, 3-7; Pedro 2, 9
14. Juan 13, 34
15. Lucas 22, 20
16. Romanos 7, 8
17. Efesios 2, 15
18. El Evangelio en el tiempo. I. M. Chenú. 387
No hay comentarios:
Publicar un comentario