Si existe la
situación paradójica, si ésta revela una estrategia del Espíritu tendente a
resolverla desde la voluntad salvífica de Dios, es imposible lograrlo sin
conversión en la situación misma. No es un invento nuestro ni la situación, ni
la necesidad de resolverla, en la línea del querer de Dios. Ni la situación es
la misma ni nuestra situación es la misma. Propio de la persona es ser y estar
en relación y, propio de la conversión, ser en Cristo y vivir para Él que por
nosotros murió y resucitó (9).
No podemos serlo de igual forma en esta
situación que en la anterior, ni ahora como cuando teníamos dieciocho años.
Cada situación concreta, nos está exigiendo la conversión al querer de Cristo,
en lo que la situación nos revela como querer suyo. El cambio que supone toda
conversión, del hombre viejo al hombre nuevo, pasa necesariamente por la
historia de este hombre y de esta novedad, haciéndole ser en Cristo como aquí y
ahora —situación— debe ser.
Si lo
contemplamos desde la perspectiva de nuestras iglesias diocesanas o de nuestras
comunidades parroquiales, llegamos a la misma conclusión. Son comunidades
cristianas, y una comunidad debe ser siempre realización histórica del ser en
Cristo, de la comunión en su Espíritu. En ellas se realiza la una y católica
Iglesia, pero pasando necesariamente por la historia de cada una que las
diferencia. La conversión exigida siempre en todas, para responder con
autenticidad a su único Señor, exige también que cada una lo haga en las
situaciones diferentes en que cada una está. Son muy distintos sus miembros y
no menos los destinatarios de su acción. En cada situación, cada comunidad debe
reafirmar su fidelidad al único Señor de todas. Lo que demanda una diversificación
de concepción, métodos y lenguajes. Por esta razón, entre otras, nunca estamos
convertidos definitivamente, ni personas ni comunidades; siempre tendremos que
estar en este proceso de conversión, porque nuestra historia es cambiante y la
situación diferente.
Insistimos, por tanto, en que no es suficiente hablar de
conversión o de la necesidad de convertirnos. O tenemos en cuenta la situación
—personal, social, familiar, cultural, etc.— o podemos estar creyéndonos muy
convertidos a Dios y no estar realizando su querer, lo que por su Espíritu dice
hoy a las Iglesias, lo que aquí y ahora quiere de cada uno de nosotros y de
todos. Esto es particularmente necesario en el clero. No podemos seguir siendo
sacerdotes de la misma manera que hace veinte años, ni hacer las mismas cosas
que entonces. La dirección pastoral de las comunidades es tarea nuestra y,
muchas veces también, en su totalidad o en parte, la realización de la acción
pastoral. Si nosotros no respondemos
fielmente a lo que el Espíritu en la situación demanda, todo lo emergente corre
el riesgo de quedar sin sentido y frustrar la hondura del cambio. Es
justamente, lo que nos ha acontecido ya en dos situaciones históricas en menos
de cincuenta años: el Concilio Vaticano II y las asambleas sinodales etc.
¿Cuántos de nosotros nos aventuramos en un proceso de conversión serio? Al no
implicarnos más que en lo imprescindible, la mayoría de los fieles o se lo
buscó por otra parte, o se desorientó, o se desanimó, o se limitó a repetir lo
que le daba seguridades renunciando a embarcarse en el proyecto que ambos
acontecimientos traían. Todo lo cual, creemos, exige una seria
reflexión por parte de los sacerdotes para que, reconociendo como somos, que
hacemos, por qué lo hacemos y para Quien lo hacemos, analicemos seriamente la
situación y, oyendo lo que el Espíritu nos dice a nosotros en ella, nos
embarquemos sin demora en lo que de nosotros demanda.
— La
conversión no es un acto sino muchos actos en un proceso abarcante.
Abarcante de mi totalidad —no se convierte solo la inteligencia o el
sentimiento— y abarcante de mi historia que es parte de mí mismo. Como somos no
una naturaleza seriada sino una existencia histórica está claro que la
conversión o se hace en mí historia y desde ella o no es abarcante de la
totalidad que soy. Por ello nunca
estoy convertido plenamente porque mi historia es cambiante, cada
situación demanda conversión. Tampoco hay una
conversión igual a otra está matizada por la persona siempre
distinta y diferente. Esto no quiere decir
que no haya una línea que marque la diferencia entre conversión y no conversión,
entre esta que hago hoy y la que haré mañana, la
unidad del proceso la de la opción fundamental y la propia existencia cristiana
que se trata de vivir en cada conversión y de desarrollarla. Pero si prescindo de la situación estoy prescindiendo de
mi vida real histórica que es relación con Dios, personas y mundo que en cada situación me obligan a establecer
nuevas relaciones, a reafirmar las existentes, a extenderlas en una
comprensión más exhaustiva.
— Esta
conversión abarca no solo mentalidad y convicciones –y actitudes y
decisiones- sino también organización y método
de nuestra vida, nuestras relaciones y nuestras cosas. Deben responder a lo que
el Espíritu demanda en la situación.
NOTAS.—
9. 2ª Cor. 5, 14-15.
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