(Reflexión sobre la situación y necesidad de la Nueva Evangelización)
Es hoy común la afirmación de que estamos en
una situación profunda de cambio. No es un cambio superficial sino abarcante y
profundo, que lleva gestándose tiempo y que tardará en manifestarse aún, aunque
ya esté dando señales de su presencia. A caballo entre dos culturas se mueve en
el tiempo presente. Ambas conviven y, según la diversidad de lugares y
personas, dominan aspectos de una o de otra. Lógicamente el fenómeno abarca
todo lo que conlleva una cultura: las formas diferentes de situarse ante Dios,
ante los demás y ante el mundo entorno. Con sus ideas respectivas, sus métodos
y sus lenguajes diferentes.
Tres
acontecimientos suelen señalarse en nuestro ámbito, decisivos a la hora de
marcar las diferencias: El Concilio Vaticano II, en el plano eclesial, en lo
político la instauración de la democracia —Constitución— y en lo cultural, la
integración en Europa. Aunque tiene fechas concretas, no han liquidado lo
anterior que, en sus niveles respectivos, sigue perviviendo con la novedad que
inauguran los tres acontecimientos. Estos, por no ser simples hechos sino
acontecimientos, influyen de forma constante más allá de sus fechas
respectivas, marcan nuestro acontecer diario y provocan tensión constante con
la cultura anterior. Al mismo tiempo se dejan influenciar una y otra y, sus
interacciones, provocan retrocesos o avances según los casos.
En nuestra
diócesis, creemos poder decir con honradez, conectamos más con lo que llamamos
“espíritu conciliar” que con el Concilio mismo. La razón está en que la mayoría
ni leyó los documentos conciliares ni los estudió (1). Con lo que el pretendido
“espíritu del Concilio” difícilmente podía ser legitimo sin una comprensión
adecuada de sus documentos. Era más bien una conexión con el fenómeno
postconciliar —hoy bien identificado por los estudiosos— (2)
pero que tampoco generalizó su influencia en lo mejor que tenía, como fueron:
la creatividad manifestada en la experimentación, la aceptación del pluralismo,
el interés por el hombre, el valor de la vivencia sobre la doctrina, la función
crítica ante el mundo, la primacía de la praxis, etc.
Así las cosas,
el cambio político en nuestro país, con su aconfesionalidad —posteriormente
manifestada en hostilidad contra la Iglesia en muchas ocasiones— enterraba
políticamente el régimen de cristiandad, nos dejaba sin poder político, mermaba
la influencia social, nos situaba iguales ante la ley como cualquier ciudadano,
suprimía privilegios, introducía el pluralismo confesional, etc. Nuestra
irrelevancia social ha comenzado a ser un hecho. Lo que ha provocado en muchos
añoranzas, victimismo, búsqueda de refugios y de seguridades.
Al mismo
tiempo, y en un plano cultural, la secularización se ha implantado ganando
terreno, ha dejado la fe sin apoyos externos, ha producido una crisis fortísima de identidad, ha derrumbado el universo simbólico en que nos
movíamos y ha privatizado la fe (3).
La mentalidad científico-técnica, dominante hasta ahora, o niega o pasa
simplemente de todo lo trascendente y, la emancipación del sujeto, ha agudizado
en muchos casos nuestro inveterado individualismo. Si a esto le añadimos los
estragos del capitalismo con el dinero como dios supremo, el consumo como
ámbito y la publicidad como profeta, el bienestar nos ha traído el hedonismo y
el progreso la comodidad y las seguridades.
Según los
autores que tratan de caracterizar la post-modernidad, las perspectivas no son
muy halagüeñas, al menos por lo que ya está entre nosotros en parte. Se nos
impone el imperio de lo débil —light—, del sentimiento sobre la razón, el
hedonismo y el dominio de lo corpóreo, la indiferencia sobre la tolerancia, del
esfuerzo (Prometeo) pasamos al éxtasis de lo propio (Narciso) y, junto a un
retorno a Dios —pero un dios también light— retornan con él los brujos (4). La crisis actual nos trae sorpresas
imprevistas.
Todo esto, en
su totalidad o en parte, coge a nuestras diócesis en una situación muy difícil.
La mayoría de sus sacerdotes son mayores lo que nos hace herederos del pasado y
más conservadores, con limitaciones importantes por su edad, achaques y
enfermedades —lo que impone lentitud y falta de riesgo— y, aunque animosos, sin
poder abarcar todo lo que el Pueblo de Dios demanda. Aunque se llenarán los
seminarios este año, tendríamos que pasar muchos años en la misma situación de
escasez. De nada sirve pensar en soluciones que no están en nuestras manos —ordenación
de casados o de mujeres— y que tampoco darían solución inmediata al problema
aunque pudiera ser futura. Si nos fijamos en el laicado de nuestras parroquias,
contando con lo mucho que se ha progresado, la pasividad sigue siendo la
característica más destacada y el “cristiano independiente” —sin vinculación
comunitaria alguna excepto el culto— muy
frecuente. Cierto que, en general hay religiosidad, pero es una religiosidad no
evangelizada. El culto va por un lado y la vida por otro. También continúa la
demanda de sacramentos, pero en gran parte por tradición o costumbre y, en
muchos, como objeto más de consumo que como celebraciones de la fe que
comprometan su vida, y tiene, como consecuencia principal, la ausencia de
“testigos” en la vida pública, social y política.
Cierto, que
todo ello nos hace preguntas y de un modo muy particular a los sacerdotes, por
la responsabilidad inmediata que tenemos en la formación y estímulo de un
laicado más adulto en la fe y más responsable. Pero bástenos ahora indicar
aquellas carencias que refuerzan la paradoja de la situación que vivimos a
cincuenta años del Concilio y asambleas sinodales donde se detectaron ya estos
problemas, se estudiaron y sobre los que se trazaron una líneas de actuación
que muchas están por revisar. Apuntar
que esta escasez, hecha de pobrezas
y carencias, ha reforzado un talante sufrido que si se traduce en paciente
espera de siembras laboriosas, es ya una respuesta fecunda a la situación, pero
que si se convierte en atonía, en acedia o en “ir tirando”, vacía de sentido la
vida y corre el riesgo de convertir en sin sentido el mismo ministerio.
Quizá la abundancia de secularizaciones entre nosotros esté poniendo de
manifiesto esta realidad profunda mucho más que lo llamativo de sus
consecuencias.
Pero nuestra
realidad no está configurada sólo por la escasez de nuestras pobrezas. Nuestras
carencias no pueden hacernos olvidar lo que también palpamos como ingrediente
necesario de la misma. Los cambios,
junto con la edad, nos han hecho acopiar un caudal de experiencia nada desdeñable,
que nos permite enfrentarnos a la situación con sosiego y profundidad y no con
la ligereza y el entusiasmo ingenuo del postconcilio. Estamos recuperando
lo que nunca debió perderse: nuestra propia
identidad y nuestra conciencia de pertenencia, el insistir en lo
esencial y no tanto en lo periférico y accidental, el resurgir de la
espiritualidad, no como refugio ante un mundo considerado hostil, sino como
motor imprescindible de nuestra vida y, desde luego, el interés evangelizador (5). Al mismo tiempo vemos como todo este
derrumbamiento de valores, roles y modelos trae consigo la aparición de otros
nuevos que, salvados de su ambivalencia, son matrices de un hombre distinto y
de una cultura diferente. La secularidad, salvada de su radicalización extremista
—el secularismo—, ha propiciado el descubrimiento de un mundo desacralizado,
que se rige por sus propias leyes, que no necesita agua bendita para ser bueno,
y de un hombre dueño de su destino. El valor del individuo ha traído consigo la
lucha y el posterior reconocimiento de sus derechos, los de la mujer, los del
niño, del enfermo, etc. Cierto que puede devenir en individualismo, pero, si se
impone el respeto al otro, quien sale ganando es el hombre en humanidad. El
respeto al pluralismo nos ha conducido a la tolerancia, a valorar a la persona
por encima de las ideas o creencias. En definitiva a ser más libres y a
reconocerlo con lo que se valoran las actitudes, se superan legalismo, etc.
etc. Valores muchos de ellos que están dentro de la mejor tradición cristiana.
En este ámbito
nos estamos desenvolviendo ya, con sus avances y retrocesos, con sus
afirmaciones y contradicciones. Podríamos seguir pero creemos que es suficiente
para justificar el punto de partida, mostrar la situación con objetividad y la
dificultad que conlleva. Donde se dan unas carencias notables y donde emerge un
mundo distinto. Donde el cambio es patente, creando una dificultad añadida a
las propias dificultades personales o colectivas, en el aquí y ahora de
nuestras Iglesias locales.
En esta coyuntura histórica —contradictoria y difícil
como toda historia— es donde ha surgido el interés por la evangelización. Se quiere
retornar al Evangelio y no dejar al hombre y a la cultura emergente sin
proponérselo. Porque estamos convencidos de que sólo desde ahí tendrá sentido
el cambio que palpamos. No es de ahora, llevamos muchos años ya en que se ha
ido generalizando y universalizando este interés por la Evangelización, aunque
últimamente hayan sido el Papa Juan Pablo II quien la propusiera como “nueva”
aprovechando el V centenario del Descubrimiento y la necesidad de recuperar la
memoria en la Comunidad Europea volviendo a sus raíces y el Papa Benedicto XVI.
Pero lo verdaderamente paradójico es que
surge cuando tenemos más escasez. Se nos pide más cuando somos menos y tenemos
menos. Queremos que hoy ocurra lo mismo que aconteció en los que oyeron, vieron
y palparon al Verbo de Vida, pero lo queremos cuando somos más mayores, cuando
tenemos menos influjo y relevancia, cuando tenemos más dificultad para aceptar
lo nuevo, cuando no nos acompaña el apoyo anterior, cuando quizá nos vemos
tentados a dimitir por el cansancio de la brega… Es aquí y ahora donde
surge este interés, es en esta situación y, lógicamente, solo los implicados en
la misma son quienes la perciben.
Todo esto puede
producir desánimo si se encara la situación nueva desde los postulados, formas
de vivir el sacerdocio, organización parroquial-diocesana, mentalidad etc. de
la situación anterior. Por ese camino no solo sentimos desánimo sino hasta
desesperación. El vino nuevo no puede echarse en odres viejos, a vino nuevo
odres nuevos. Por eso si la situación se encara desde nuevos postulados
(colegialidad, fraternidad, corresponsabilidad, comunión), nuevas formas de
vivir el sacerdocio (fuerte identidad, gozo de la pertenencia, espiritualidad
ministerial y no evasión, vivencia de la comunión eclesial y presbiteral)
nuevas formas de organizarse (desde comunidades corresponsables, revitalización
colegial del arciprestazgo, fraternidad sacerdotal efectiva), con nueva
mentalidad (que incorpore efectivamente el Vaticano II, que eduque en la
libertad para servir, que comprenda el sacerdocio desde su propia
sacramentalidad, que comparte responsabilidad con los laicos en fraternidad
etc.) entonces el vino nuevo encontrará odres nuevos que permitirán conservarlo
y distribuirlo en la gran fiesta de la salvación.
NOTAS.—
1. Documento O de la A.C.: Sólo un 12% lo
había hecho.
2. El
Postconcilio en España. Madrid.
3. Ideas
y creencias del hombre actual. González-Carvajal. Santander.
4. Idem.
Páginas 153 – 176
5. Acontecimiento,
nº 26.
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