¡Cuantas veces,
siento la necesidad de pedir! Creo que es lo primero que se me viene a los
labios y al corazón cuando trato de relacionarme con Dios. Expresiones como:
“Señor, ayúdame”, “Señor no me dejes”, “Dios mío, échame una mano”, etc., etc.
es una lista inacabable. Luego que me salen estas peticiones me entra como un
remordimiento primero porque sea lo primero pedir y segundo porque me parece
que es como una falta de confianza con Dios, como si no tuviera confianza en
Él. Y estas contradicciones entre lo que hago y lo que me remuerde me llenan de
confusión.
Veo claramente
que la Escritura está llena de peticiones dirigida al Señor, de muy diversa
índole. También Jesús oraba con peticiones concretas, no sólo dando gracias. Es
toda una tradición la que hay en nuestra Iglesia que llegó incluso a condenar a
quienes negaban el valor de la oración de petición. Pero luego me fijo en la
práctica, en la mía y en la de la mayoría de la gente, y me hace dudar
seriamente de muchas cosas.
La primera es
que, muchas veces, nuestra oración parece consistir en informarle de lo que nos
pasa. “Señor, escúchanos”, “atiéndeme, no ves lo mal que lo estoy pasando”, “a
mi familiar o amigo van a operarlo”, “el paro se está cebando en nuestras
familias”… Y me pregunto, ¿el Señor no conoce lo que me está pasando?, ¿no
conoce mis entradas y salidas, cuando me siento o me levanto, como dice un
salmo? Nos dirigimos a Él como si no estuviera enterado. Por eso deduzco que la
oración de petición no puede consistir en informarle de lo que nos pasa. Él lo
sabe todo y mucho antes de que podamos decírselo.
En segundo
lugar, muchas veces obedece a una pretensión que creo imposible de que se
realice. Tratamos de cambiar su voluntad, lo que no sólo es imposible sino, a
veces, también injusto porque ofrece una imagen suya, hasta cruel. ¿Por qué
queremos que cambie de actitud y haga ahora lo que no quería antes?
Sencillamente porque creemos que su voluntad nos perjudicaba. ¿Y esto por qué?
Pues porque, en el fondo le hacemos responsable de la enfermedad que nos
afecta, de los sufrimientos que padecemos e incluso de la misma muerte. Creemos
que todo esto es “su voluntad”, por eso le pedimos que la cambie para no nos
afecten y si ya lo hacen que nos las quite de encima. Tenemos identificado su
querer con todo lo negativo que nos acontece. Cuando en la oración del Padre
nuestro decimos “hágase tu voluntad” muchos lo dicen resignadamente porque
temen lo que les puede traer su voluntad. Algunos hasta cierran los ojos no sea
que su voluntad les acarree una desgracia. Esto se opone de tal manera a la
experiencia de Jesús, a su enseñanza y a lo que significaba la palabra Abbá en
sus labios que resulta irreconocible e irreconciliable con nuestra práctica. Si
hay algo fuera de toda duda es que el Padre le amaba y, en Él, nos ama por
encima de todo. Su voluntad es su amor que quiere siempre nuestra felicidad en
la tierra como en el cielo, nunca nuestras desgracias. Que procuremos ser
felices y hacer felices a los demás en cualquiera de las situaciones que nos
crea esta vida. Él no quiere para nosotros ningún mal y, consiguientemente, si
los padecemos, no los causa, hay que buscar la causa en otra parte, su voluntad
es su amor a todos y cada uno de los hombres y esa voluntad es inmutable, no
puede cambiar. Ésta es la seguridad y la certeza que tuvo Jesús y han tenido
siempre los grandes creyentes aún en medio de grandes sufrimientos que Él no
les mandaba.
En tercer
lugar, cuando nos sentimos culpables de haberle fallado de alguna forma, le
pedimos que no nos venga de Él ningún castigo: “Señor, ten piedad”, “ten
misericordia de nosotros”, etc., etc. ¡como si no la tuviera antes, en y
después de nuestros fallos!, ¡como si fuera un juez implacable al que
tuviéramos que aplacar con súplicas para que no nos castigue! Del Señor, solo
puede venir el amor, porque no tiene amor sino que es amor y el amor “echa
fuera el temor” por eso quien siente temor, aun no está realizado en el amor
(1ª Jn 4, 7-19). Él nos ha amado primero, por eso su amor está por encima de
nuestros fallos y pecados. Él no castiga a nadie. Ésta es una forma de hablar
humana que no responde a quien Él es. Si hemos caído no viene con la sentencia
y el castigo, viene con el amor que es y la reconciliación que provoca. Por eso
nadie debe pedirle que tenga piedad y misericordia de nadie porque la ha tenido
siempre, la tiene y la tendrá sin que nadie se la pida. Nos ama siempre y busca
nuestro bien y lo mejor para nosotros en cualquier situación en que nos
encontremos.
En cuarto lugar
hay muchas veces una especie de presunción de que nos tiene que atender en lo
que le pedimos porque somos buenos y hacemos por Él muchas cosas. Si le
añadimos el “yo no soy como los demás”, sería la réplica exacta del fariseo de
la parábola. Lo he visto en mucha gente, sobre todo al enfrentarse con el dolor
e incluso con la muerte: “yo que hecho tanto por ti”, “que siempre te he tenido
presente”, “que he difundido tales o cuales devociones”, que he extendido tal
movimiento o logrado tales obras de
caridad, etc., etc. Es como un querer pasarle la factura de lo que por Él he
hecho. Como si nuestras relaciones con Él fueran comerciales, yo te hago esto y
tú me das aquello. Esto –que es fariseísmo puro- lleva en el fondo una actitud
que nace de una pretensión: creer merecerle y merecer lo que nos da. Es muy
sutil pero está en el fondo de muchas espiritualidades. Hago todo esto –y lo
hacen honradamente- y me esfuerzo todo lo que puedo para merecer el cielo, que
es merecerle a Él. Es lo que hacía el apóstol Pablo antes de su conversión.
Olvidaba y olvidamos que el Reino –con la salvación- Él nos la da de balde, que
es lo mismo que decir que se da de balde. A Dios no lo merece nadie, ni con
pocos ni con muchos méritos, porque su donación y todo lo que conlleva no nace
de que nosotros seamos mejores o peores sino de que el Señor es bueno y eso no
lo cambia ni nuestras virtudes ni nuestros pecados. Su bondad –en el fondo su
amor- es anterior y por encima de nuestras actitudes y méritos.
Dicho todo
esto, entonces, ¿para qué pedir? Quien no crea nada de lo que venimos diciendo
responderá lo contrario, que es para que esté enterado de lo que nos pasa, para
que cambie de actitud para con nosotros, para que no nos castigue, para que nos
conceda lo que creemos merecer… Para quienes rechazamos estas formas de
entender la oración de petición no tenemos más remedio que confesar –con San
Agustín y Santo Tomás “que la oración es necesaria al hombre en razón de
aquello que ora… por ella se hace capaz de recibir. Lo que quiere decir que
debemos buscar la eficacia de la oración y su necesidad en el influjo que
ejerce, no en Dios sino en nosotros cuando oramos. Él está siempre dispuesto,
nosotros no. La oración nos dispone a aceptarle y a aceptar su don –el Reino-
en cualquier situación que nos encontremos. La oración hace apto el instrumento
para realizar su designio de amor en nosotros y en la humanidad entera. Es la
gran palanca que tiene nuestra debilidad e impotencia ante las situaciones
difíciles que nos crea la vida- no el Señor- para que despliegue su poder. La
experiencia de nuestra debilidad, limitación y contingencia nos hace
experimentar su ternura- es nuestro Abbá- Dios que nos ama. La oración nos hace
reconocer nuestra escasez e insuficiencia, nos pone ante nuestros ojos la
necesidad y nos dispone a agradecer y a recibir su Don. Al mismo tiempo, crea
la esperanza terca de que su amor desplegará su poder para que podamos llegar a
la meta el Dios, Creador y Padre Nuestro.
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