Muchas veces se
nos ha dicho que el Señor, nos pone a prueba a los hombres. Es más, hasta la Sª
Escritura nos lo dice en un montón de ocasiones. Esto, me crea muchas veces un
profundo desasosiego, porque si las pruebas fueran sobre cosas de poca
importancia o que no nos afectaran profundamente, pruebas que se superaran sin
hacer grandes esfuerzos, hasta podría comprenderlo. Pero, cuando uno vive o ve
las pruebas que, según se nos ha dicho siempre, Dios nos manda uno se pregunta
inevitablemente ¿para qué? ¿para que seamos mejores? ¿para qué suframos por
nuestros pecados? ¿para qué seamos santos?... Porque todas ellas acarrean
sufrimientos, dolor, penalidades,… algunas muy dolorosas. Por ello me resulta
imposible pensar que Dios mande tantas y tan difíciles pruebas a los hombres, y
no puedo menos que preguntarme. ¿El Señor, de verdad, nos manda pruebas?
A pesar de todo
lo que tantas veces se nos ha dicho yo creo que no. Porque ¿para qué nos iba a
poner a prueba?, ¿para saber cómo le vamos a responder?, ¿para comprobar si
somos fieles o infieles? ¡Si todo eso Él lo sabe de antemano, no necesita que
nadie se lo demuestre! ¡Como si no nos conociera de sobra como somos cada uno y como actuamos! Además,
viendo las pruebas que le atribuyen y a quienes se las manda –a veces grandes
santos- supondrían una desconfianza enorme para con sus hijos y esto suponiendo
que no conociera con anterioridad el resultado. Esto se da de puños con lo que
la revelación nos enseña de Dios: que Él nos conoce y nos quiere y se fía de
todos los que le quieren ser fieles apoyando siempre con su gracia esa
fidelidad. No desconfía de nadie porque sabe lo que damos y vamos dando de sí
cada uno porque nos conoce por nuestro nombre. Ni necesita preguntar a nadie ni
necesita que le demostremos nada.
Además si esto
fuera como se nos dice, la consecuencia primera sería que el futuro estaría
dependiendo de los méritos nuestros, un futuro sometido a nuestra fidelidad o
infidelidad no a su misericordia entrañable y enteramente gratuita. Dependería
siempre del resultado de cada prueba, la salvación se escaparía de su total y
absoluta gratuidad.
¿Entonces? Pues
creo que Dios no somete a pruebas a nadie, aunque la misma Escritura se lo
atribuya hablando de Él al modo humano. Y aunque muchas veces, haciendo una
lectura creyente de las cosas que nos suceden –a veces para consolarnos- se lo
podamos atribuir.
Dicho todo
esto, que lo entiendo razonadamente, no me quedo muy tranquilo. Porque lo
cierto es que en nuestro camino surgen hechos, acontecimientos, reacciones de
personas, enfermedades, ambientes… que nos afectan profundamente y que se
convierten en ocasión de mostrarle nuestra fidelidad a Dios, sin que Él la esté
causando ni mandando a nadie. Aquí es donde veo una posible forma de entender
lo que suele presentarse como prueba. No es que Dios nos mande dificultades
para que le demostremos nuestra fidelidad. Pero sí es que, surgidas éstas,
nosotros las aprovechemos con su ayuda para hacer una elección libre o reafirmarla
de nuestro seguimiento. Son ocasiones para reafirmarnos con mayor ahínco en el
seguimiento de su Hijo, que cada día debe ser más libre. Así además, se
convierten en búsqueda de decisiones cada vez más fieles a la opción
fundamental de nuestra vida, que es hacer su voluntad siguiendo fielmente a su
Hijo Jesucristo.
Pero nada de
esto puede acontecer sin su ayuda ni fuera de lo que gratuitamente nos otorga
con su gracia. Él no nos pone a prueba, no nos manda desdichas. Él quiere que
seamos felices aquí en nuestro mundo y allí en el futuro regalándonos su Reino.
Esto que sabemos, reconocemos, aceptamos, seguimos y celebramos lo que necesita
es una respuesta agradecida por nuestra parte. Somos permanentemente agraciados
por el Señor, y nosotros debemos responderle agradecidamente. Las llamadas
pruebas se convierten en ocasiones para mostrárselo sin desviarnos ni a derecha
ni a izquierda del seguimiento de Jesús. Él no nos prueba, le convertiríamos en
tentador que no es oficio suyo, somos nosotros los que nos probamos a nosotros
mismos en la elección y afirmación del seguimiento, en las opciones que
consiguen esa opción fundamental por Él en su Iglesia o en la reafirmación y
progreso de la misma, en la respuesta agradecida al don que constantemente nos
hace para que logremos la felicidad en todas las ocasiones que nos presenta
esta vida. Su gracia, y en ella toda la acción del Don por excelencia que es su
Espíritu, busca nuestra felicidad. Esa es su voluntad. No es amargárnosla.
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