lunes, 14 de marzo de 2011

DEL MÁS ACÁ Y DEL MÁS ALLÁ (II.VII)

Sintetizando
  1. No es cierta la afirmación, tantas veces repetida, de “que no resucita lo que no muere”. Si la resurrección consistiera en recuperar todo lo aquí vivido, sería verdad pero la resurrección no consiste en eso sino en la transformación que capacita a la persona y la sitúa en lo definitivo, en la vida plena vivida en su plenitud, la Vida Eterna o en su carencia definitiva, la también posible muerte eterna.
  2. Es transformación de la persona, consiguientemente, de todo aquello que la constituye como tal y la individualiza.
  3. Igualmente no lo es de una parte o una dimensión de la persona sino de la totalidad que constituye al hombre entero.
  4. Esta transformación no acontece de forma natural, como exigencia de la naturaleza humana que es mortal, se realiza por el amor de Dios y su fidelidad que superan la muerte y que están en el origen, el desarrollo y la plenitud de la persona.
  5. La transformación afecta a todo lo que ha sido auténticamente humano, esto es, a todo lo que ha respondido al proyecto de Dios sobre cada uno y sobre todos y que se identifica con la vida verdadera.
  6. La persona que es transformada permanece la misma pero de otra manera. Deja esta existencia espacio–temporal y en este sentido muere verdadera y totalmente porque la deja entera. Pero al ser persona ha sido y es querida por Dios, por eso su amor la capacita para que logre su plenitud en una existencia glorificada, conservando su identidad y todo lo que la caracterizó porque Dios la amó así.
  7. La nueva existencia no es algo puramente individual sino corporativo. Resucitamos con Cristo y, en Él, con todos pues con Él y con todos formamos un solo Cuerpo.
  8. La transformación no acontece después de un estado de latencia –la dormición que interpretó Lutero- acontece en el hoy de la muerte, dejándole a ésta solo los despojos –los restos mortales- lo que no puede ser transformado porque ya no responden a la nueva existencia.
  9. La Hora para Jesús, según el evangelista Juan, es el acontecimiento de su glorificación donde, al dar la Vida, muestra la gloria del Padre. Es en ese acontecimiento de su muerte donde Jesús llega a su Hora final, no lo es al final de los tiempos. Entonces se mostrará a todos y en todo su esplendor –vendrá con gloría, Parusía- su plenitud y glorificación. Pero fue en aquella Hora final donde fue acontecimiento de salvación para todos los hombres cuyas muertes han sido, son y serán participación en su gloria y su destino. Al ser participación en su Hora se convierte en la Hora final para todos nosotros al transformar nuestras personas. Transformación que conlleva la plenitud de lo que vivimos y la liquidación de lo que ya no sirve para la vida plena que con ella logramos.
  10. Esa participación en su muerte lo es también en su glorificación. “Si con Él morimos viviremos con Él” (2ª Tim. 2,11), “si hemos quedado incorporados a Él por una muerte semejante a la suya, ciertamente también lo estaremos por una resurrección semejante” (Rom. 6,5). Y es de tal magnitud esa participación y esa Presencia del Señor glorificado que lo primero que hace –hablando humanamente porque ya no hay espacio ni tiempo- es purificar toda la escoria que lleva adherida nuestra vida. Su Presencia es la auténtica fuerza purificatoria que abrasa todo lo que nuestra limitación y contingencia no permitió, junto con los errores de nuestra libertad, en un seguimiento auténtico. Esta es la verdad contenida en el dogma del purgatorio libre de las imágenes que han suplantado su contenido.
  11. Libre nuestra persona de esa escoria y purificada de todo lo que ha sido negativo, se produce la plena identificación con Cristo. Pero Cristo es el Hijo de Dios, en comunión personal con el Padre, con la efusión permanente de su Espíritu. Estar identificados con Él es ser introducidos en lo que Él es y en lo que su relación constitutiva establece con el Padre y en su comunión con Él por el Espíritu. Es decir, es entrar a formar parte del Misterio Trinitario que trasciende por completo nuestra inteligencia y voluntad. Es entrar en la familia de Dios participando de su propia naturaleza divina y en las relaciones que se establecen en su seno.
  12. Esto debe producir un gozo indescriptible porque es el mismo que siente el Hijo y el Padre en el Amor permanente y la comunión plena de su Espíritu. Hacia dentro de la trinidad Santa y hacia fuera a todos los hombres y hacia todo el mundo creado. Es también quietud de nuestra inteligencia y comprensión con la fruición que debe experimentar desde su unión con Dios en Cristo de la causalidad, desarrollo y destino de todo lo que el amor de Dios ha creado. Es una participación gozosa en ese amor originario de todo y mantenedor con su fecundidad de todo lo que existe. Ese amor y esa fecundidad son eternos, consiguientemente no permiten ningún cansancio y mucho menos cualquier tipo de aburrimiento.

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