lunes, 14 de marzo de 2011

DEL MÁS ACÁ Y DEL MÁS ALLÁ (II.VI)

VI.- LO QUE NOS AGUARDA ES LA VIDA PLENA

El texto de Juan citado, y numerosos textos más, suelen añadir a lo dicho “y yo lo resucitaré en el último día” y, más adelante, “quien coma pan de éste vivirá para siempre” (Jn. 6, 53-59). Lo cual nos dice que el final no será la muerte sino una resurrección para la Vida. Es una pena que por una mala presentación de lo que la revelación dice sobre la resurrección mucha gente no crea hoy en ella. Unos porque la entienden como una vuelta a la existencia histórica destruida por la muerte, otros como la recuperación por el alma del cadáver que incineramos o enterramos en el cementerio. En otros hay una desconexión total entre lo vivido y lo que trae la muerte. Por eso la tragedia con que se vive la muerte y la ignorancia a cerca de la resurrección. 

¿Desde donde afirma la fe cristiana su esperanza en la resurrección? Antropológicamente, siguiendo el pensamiento bíblico más común y la enseñanza del magisterio eclesial, podemos decir que desde la unidad sustancial del hombre. Desde ahí podemos hacer después distinciones que son de orden metafísico. “Con ella no se aguarda la supervivencia de una parte del hombre, ni se piensa en una restitución de los cuerpos a las almas. Lo que se trata de expresar con éste artículo de la fe es la restitución de la vida al hombre entero” (1) porque “mediante la resurrección… la persona, lo esencial al hombre, permanece; lo que ha madurado en la existencia terrena de la espiritualidad corporal y de la corporeidad espiritual, permanece de modo distinto”(2) Teniendo presente esta unidad sustancial, que supera cualquier dualismo, podemos afirmar varias cosas que creemos muy importantes para nuestra comprensión de la fe en la resurrección y la Vida Eterna. 

a.- Resurrección y creación del hombre 

¿Qué fue lo que Dios creó? El hombre entero, no un alma. A este hombre lo hizo a su imagen y semejanza. Es decir es persona, dotada de conocimiento y libertad, capaz de responder de sí mismo, de los demás y de su mundo. ¿Por qué lo hizo así? Porque lo amó. Es el amor de Dios lo está en el origen humano, consiguientemente éste es constituido tal porque es persona que puede responder de sí y de los demás a quien gratuitamente le amó y sigue amándole por lo que se mantiene en la existencia. Esta creación por amor establece un diálogo permanente de Dios con el hombre para que este llegue a su plenitud, porque Dios le ama y quiere para él que llegue a la perfección. Su amor busca para el hombre lo mejor que está en esa plenitud. Entonces el hombre, todo hombre, está llamado y orientado hacia ese logro. Porque no hay un solo hombre que no sea amado por Dios o no quiera el diálogo con él. Esto no es solo una cuestión de orden afectivo, esto es constitutivo de todo hombre.
Por ello cuando cualquier hombre vive y obra de acuerdo con ésta orientación constitutiva de su ser, sus vivencias y sus obras son verdaderamente humanas, es decir, están respondiendo a lo que es el proyecto de Dios sobre él, que es el de ser cada vez más persona hasta llegar a su plenitud. Esta le llegará con la resurrección. Esto acontece en todo hombre, no sólo en los que han sido creyentes, pues todos han podido responder adecuadamente a su categoría de persona. Nadie puede borrar lo que Dios creó y vive así en su memoria que es presencia. “El hombre no puede perecer totalmente porque ha sido conocido y amado por Dios. El amor pide eternidad, el amor de Dios no solo la pide, sino que la da y lo es” (3). La muerte se convierte así para todos en llamada a la resurrección y en liquidación de lo que la impide o estorba. El hombre de por sí no puede no-morir pero tiene la certeza de que el amor de Dios es más fuerte que la muerte. Y es él quien constituye el diálogo permanente entre Dios y el hombre, entre la creatura y su creador, que Dios nunca interrumpirá, tendría que dejarla caer en la nada. Por tanto si el hombre es un ser creado tiene que haber resurrección, no porque lo exija la naturaleza del hombre, si porque la exige el amor de Dios. 

b.- Entonces ¿qué significa resucitar con el mismo cuerpo? 

Según el apóstol Pablo está claro que no se trata de resurrección de la carne entendida ésta en sentido físico ya que “la carne y la sangre no pueden poseer el Reino de Dios, ni la corrupción heredará la incorrupción” (1ª Cor. 15,50), porque como explicará Juan “el Espíritu es el que vivifica, la carne no sirve para nada” (Jn. 6,63). Según lo cual está claro que por resurrección de la carne hay que entender resurrección de la persona, no de una parte del ser del hombre. Quien resucita es la misma persona que pasa por la muerte, no otra distinta. Lo cual nos permite decir que en la resurrección se recupera transformado todo lo que se vivió como auténticamente humano en todas sus dimensiones. Porque somos una existencia histórica creada así por Dios y amada así como somos. Nuestra persona y toda su verdadera historia es amada por Dios y su amor es más fuerte que la muerte. Al ser la corporeidad constitutiva del ser humano, está claro que todo lo que nos constituyó y lo que nos singularizó tendrá que seguir constituyéndonos e individualizándonos, porque seguimos siendo personas, ya de una forma que nos manifestará sin obstáculos tal y como somos, cosa que aquí no sucedía pues nuestro cuerpo material no expresaba como somos de una forma plena y clara. La corporeidad que nos es constitutiva y que tendremos en la resurrección, al ser plenamente comunicativa de lo que somos, será también más mía que la física – biológica que aquí tuvimos. Al mismo tiempo es manifestativa, como después veremos, de nuestra condición corporativa porque nuestra persona se ha hecho en la socialidad y comunión con Cristo y los demás y con nuestro mundo.

Entonces resucitar con el mismo cuerpo lo que afirma es la plena identidad personal, ser yo mismo plenamente y para siempre. 

b.- Nuestra resurrección y la de Cristo 

No se puede establecer una separación entre  lo que somos por creación de Dios y la salvación porque ambas proceden de Dios, su destinatario es el mismo, el hombre, y no hay separación real entre ambas iniciativas, pues es la misma ya que la creación es para la salvación. Pero ambas iniciativas se encuentran interpeladas por el hecho de la muerte que, como hemos visto con anterioridad, origina la mayor crisis en la existencia humana. Pero ésta también interpela a Dios. Si todo acabara con la muerte ¿cómo se sostendría que Dios cree al hombre por amor, le redima por amor y le ofrezca una salvación que sólo puede originar el amor? La muerte pone a prueba no solo que haya actuado con el hombre por amor sino, más hondamente, “que Dios sea amor” (1ª Jn. 4,6), Su respuesta a esta interpelación es la resurrección. La de Cristo y la nuestra. El ha resucitado a Cristo mostrando la vaciedad y el sin-sentido de una muerte que fuera el final de este Hombre verdadero que es su Hijo amado. Con esta respuesta nos dice que su amor está por encima de la muerte. Su fidelidad y su amor son los que tienen la última palabra. Y esto nos afecta a todos porque todos somos creados y redimidos por Cristo. La identificación con Él, que constituye el centro de la vida cristiana, y que alimenta la Eucaristía, se hace con el Cristo real, en su existencia actual, que es una existencia glorificada porque ha resucitado y ascendido al cielo. Toda su existencia histórica ha sido también recuperada porque fue verdaderamente humana en una obediencia total a la voluntad del Padre, por eso nos identificamos con la totalidad de su vida histórica ya glorificada.

Lo acontecido en Él acontecerá en todos pues, por nuestra condición creada y por su encarnación redentora, estamos unidos a Él e identificados con Él. Somos suyos, miembros de su cuerpo del que es la cabeza. Si esta ha resucitado ¿cómo no va a resucitar el cuerpo? Por esto Pablo dirá: “Pero Dios, rico en misericordia, por el gran amor que nos tuvo, cuando estábamos muertos por las culpas nos dio vida en el Mesías –estáis salvados por pura generosidad- con ´Él nos resucitó y con Él nos hizo sentar en el cielo, en la persona del Mesías Jesús” (Ef. 2, 4-6). La misma respuesta del amor del Padre es también la del Hijo. Nadie puede dudar  que es el amor quien está originando y desarrollando por su Espíritu esta salvación del hombre. Es su respuesta que culmina la obra creadora y gana para el hombre la imagen y semejanza perdidas y en Él recuperadas. Estas no serán plenas más que en la resurrección cuando cada uno y todos logren la plenitud –glorificación- a la que estábamos convocados y destinados. Es en Cristo donde todo ello se ha logrado plenamente y en ello, a su imagen, todos estamos involucrados. Consiguientemente resurrección es la respuesta del amor del Padre y la del Hijo que por su Espíritu se va realizando  y plenamente acontecerá como respuesta de amor y fidelidad al desafío de la muerte. 

d.- Somos personas y seguiremos siendo personas 

Queda muy lejos de la liturgia actual lo que se nos decía al imponernos la ceniza al comienzo de la cuaresma: “acuérdate de que eres polvo y en polvo te convertirás”. No, somos personas y esto quiere decir, entre otras cosas, que somos constituidos en relación con Dios y con los demás. Esta relación nos constituye y nos construye. Nos hace tomar opciones y decisiones que nos van edificando y cuyas consecuencias se van incorporando, conforme van siendo vividas por nuestra libertad personal. Relaciones que se hacen constitutivas de nuestro ser personal que no es una naturaleza seriada, estandarizada, igual para todos aunque envasada en sujetos diferentes, no, somos una existencia histórica en devenir hacia su plenitud. Esta existencia ha tenido un comienzo, antes era pura posibilidad, ha salido de ella por una acción de Dios que crea una relación que la constituye como persona, distinta de Él pero dependiente de Él. Esto no lo pueden dar los padres aunque Dios se sirva para ello de su mediación. Esto lo da Dios y es la auténtica alma de lo que por ellos ha sido engendrado. Es única e irrepetible. Desde el primer momento de su concepción ha comenzado su historia personal viviendo su tiempo en libertad. Y esto se hace mediante un conjunto de relaciones en las que su existencia se va realizando. Unas son familiares, otras educacionales, otras de amistad, otras eclesiales… Todas ellas al ser vividas en libertad, van desarrollando esa existencia personal al ir incorporándole sus frutos. Esa existencia histórica es hijo, es hermano, es creyente, es amigo, es esposo… etc. No son cosas o propiedades que “se tienen”, no, “es” todo eso que lo constituye al ser parte de su ser y al mismo tiempo lo individualizan.

Pues bien, esto que somos, que nos constituye e individualiza, seguirá siendo en nuestra condición gloriosa… Seguiremos siendo la persona que éramos y seguirán todas las relaciones que nos constituyeron y nos individualizaron cuando fueron auténticamente humanas. No somos absorbidos por ninguna naturaleza superior, ni diluidos en una masa informe, sencillamente porque no éramos así y no puede resucitar lo que no ha existido. Dios nos amó como éramos y así estamos en su memoria que es su presencia. La muerte liquida esta existencia espacio – temporal que teníamos con todo lo que no fue auténticamente humano y, consiguientemente no respondió al plan que Dios tuvo sobre cada uno, pero no tiene poder alguno para borrarnos de la memoria de Dios ni de destruir el amor que nos tiene y que nos hizo. La persona y todo lo que la constituyó e individualizó es recuperada y transformada por la resurrección para vivir su condición gloriosa. “En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y que este ser mortal se revista de inmortalidad” y, cuando esta acontezca, “entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: la muerte ha sido devorada en la victoria” (1ª Cor. 15, 53-54).

Consiguientemente, en la situación gloriosa seguirán existiendo nuestras relaciones familiares, eclesiales, de amistad, etc., aunque despojadas de todo lo negativo que aquí pudieron tener y ya sin estar sometidas a su finitud y limitación sino plenificadas por el Cristo glorioso. Porque si hay algo constitutivo –la relación fundamental de la que dependen todas las demás- es nuestra relacionalidad de creaturas e hijos de Dios que responden al ser Creador y Padre nuestro, que en Cristo se han realizado de forma eminente. Así como aquí nuestra identificación con Cristo no destruye ni anula ninguna de estas relaciones sino que las fundamenta, las llena de contenido y las lleva a su perfección, así sucederá en nuestra condición gloriosa cuando, absolutamente todo, quede plenificado en Cristo. 

e.- Glorificación y solidaridad 

Lo dicho anteriormente nos lleva de la mano a destacar nuestra condición social, corporativa, de comunión, a la que nos conduce la resurrección en nuestra situación glorificada. Ponemos tres palabras que pueden reducirse a una sola, pero dicha la misma realidad con tres términos distintos, nos hace abarcarla desde distintos ángulos. Es lo que la fe de la Iglesia ha querido mostrar con el dogma de la Comunión de los Santos que, en el fondo, es comunión en lo santo y comunión en el Santo.

Nuestra condición social es constitutiva del hombre. Somos creados en con-vivencia con los demás, por eso el vivir en plenitud en nuestra situación gloriosa no destruye esta condición constitutiva del ser humano. Al contrario mostrará que vivir en plenitud es con-vivir, es comunión con los demás, que está cimentado antropológicamente en nuestra condición social pero que es llevado a su término en la comunión con Cristo que es el centro en el que todo es recapitulado (Ef. 1,10), (caput es cabeza, recapitular es poner a Cristo como cabeza de todo), en Él está la cumbre de la socialidad porque en Él está la plenitud de la comunión.

Todo lo cual muestra que lo que somos por naturaleza –seres sociales-  es robustecido y elevado por Cristo en el que adquirimos nuestra condición corporativa (Col. 2,9). No es una simple metáfora utilizada por Pablo (1ª Cor. 12, 12-27; Rom. 12,4), y que pueda afectar principalmente a lo externo mostrándonos como miembros de una sociedad o grupo determinado. Juan lo vio muy claro y lo expresó con la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn. 15) y en el discurso del pan de vida (Jn. 6). Somos unidos a Cristo en unión estrechísima que nos asimila e identifica con Él. Como si prolongara su Humanidad con nosotros que, con toda verdad, nos llamamos cuerpo suyo, de Él en quien habita la plenitud de la divinidad corporativamente (Col. 2. 9-10; Ef. 5, 23; 4,13). Esta condición corporativa se plenifica en su situación gloriosa de tal forma que se hace constitutiva de la Vida Eterna. Por ello, para referirnos a ella la llamamos divinización del hombre, tener el ser de Cristo, poseer a Dios, ver a Dios cara a cara, etc… expresiones todas ellas que muestran como siendo Humanidad de Cristo estamos en comunión con Él, formando un cuerpo que no es físico pero que es tan real que constituye la dicha eterna.

(1) Ruiz de la Peña. Escatología Cristiana, 431

(2) J. Ratzinger. Introducción al Cristianismo. 313

(3) J. Ratzinger. Introducción al Cristianismo. 310


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