domingo, 6 de marzo de 2011

DEL MÁS ACÁ Y DEL MÁS ALLÁ (II.I)

Segunda parte: Creemos en la vida eterna 

I.- Vida cristiana y muerte biológica

No es extraño ni infrecuente encontrarnos con personas, creyentes y practicantes, que escuchan y viven cosas hermosas de la vida cristiana a cerca de Dios, Jesucristo, la Iglesia, María y los santos, que viven comprometidos con lo que creen que su fe postula y se les indica como bueno y auténtico. Pero cuando en el horizonte aparece la muerte, bien de un ser querido o conocidos, personas en las que hasta última hora han esperado que no sucediera, no sólo se entristecen sino que hasta se derrumban estrepitosamente, porque se acaba esta vida que estaba construida sobre ese cúmulo de relaciones de todo tipo que ya no se podrán tener en la forma que se tenían. Relaciones con Dios, personales y comunitarias en su Iglesia, relaciones familiares, de amistad, profesionales, de esparcimiento sano, deportivas,… etc. que hacen esta vida feliz, grata y hermosa. Ante ellas se aúpa la inevitable muerte a la que conduce la enfermedad, la vejez o el accidente. Ella contradice la vivencia feliz, ella arruina toda relación y todo esfuerzo. Todo lo que se estimó como bueno y gratificante ahora se ve sin utilidad, como si no condujera a nada tanto esfuerzo, siendo bueno es inútil y carente de sentido porque lo que le aguarda es la muerte. 

De aquí que muchos se decepcionen, otros abandonen su fe, otros se resignen y otros se consuelen con la creencia en un alma inmortal, o en una intervención final de Dios que entienden como resurrección de los muertos en el final de la historia… No es de extrañar que unos, ante la inevitabilidad de la muerte, piensen que el hombre es una pasión inútil, otros crean que somos seres para la nada, y una gran mayoría se dedique a vivir entusiásticamente el presente en todo lo que les es útil, placentero, rentable, eficaz para sus logros, sin otra finalidad que sacarle jugo al presente en todo lo que este le ofrece porque en realidad no esperan nada. 

Por esta misma experiencia pasó, mucho antes que nosotros, la comunidad de los discípulos de Jesús y aquellas comunidades primitivas que se fueron formando en respuesta a la proclamación del Reino que Jesús había hecho y sus discípulos habían continuado. Lo que el anunció y vivió era hermoso y cambiaba la vida de quienes se sintieron atraídos por su persona. Era un gozo escucharle, era un programa no sólo atractivo sino hasta seductor. Quien lo iniciaba sentía como su vida cambiaba y era posible  vivirlo en comunión con otros. Pero ellos sintieron que se les derrumbaba todo con la muerte de Jesús. Cuando Él les anunciaba que iba a suceder en Jerusalén, algunos pretendieron quitárselo de la cabeza. No les cabía en ella que todo lo vivido con Él tuviera un final tan terriblemente dramático. Eso no podía ser y hasta esperaron una intervención divina en el último momento. No sucedió, al menos como ellos esperaban, que fuera librado de la muerte ya que ésta decía para ellos la última palabra para Jesús como para todos. Él murió y fue sepultado y ellos pensaron que todo lo vivido había terminado. 

Muchos contemporáneos nuestros quieren ser fieles a Jesús y viven su seguimiento en la Iglesia, pero ante la muerte quedan descorazonados, se quedan sin respuesta. Para no abandonar se acogen a respuestas teóricas sobre la resurrección o la inmortalidad del alma e incluso algunos recurren a la reencarnación.


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