domingo, 6 de marzo de 2011

DEL MÁS ACÁ Y DEL MÁS ALLÁ (II.II)

 
II.- La aportación de San Juan

Años más tarde el autor del evangelio y escritos de Juan se presento el mismo problema al escribir su evangelio para unas comunidades que vivían esa misma experiencia. Todos sus escritos responden, a veces gritándolo, que todo lo que Jesús dijo e hizo estaba vivo porque Él lo estaba, era el Viviente (Apc. 1,18). Toda su existencia histórica no sólo había servido, sino que estaba viva y seguía sirviendo. La muerte no había dicho lo último sobre Jesús. Juan se preguntó la razón y se la quiso mostrar a sus comunidades. ¿Por qué todo lo suyo estaba vivo? Porque Él era la Vida (Jn. 14,6). Una vida que vivió con nosotros compartiendo todo lo nuestro, hasta la muerte –accidente necesario que no dice la última palabra sobre nadie- convertida en tránsito hacia lo verdaderamente último que es la vida definitiva o eterna (Rom. 8, 1-17). Su vida histórica no murió definitivamente porque era Vida. Murió lo puramente biológico y físico que le había servido como instrumento necesario para vivirla en el espacio y el tiempo, que hacen historia al ser vividos en libertad. Desaparecidos estos, la Vida se vive en su plenitud y libertad sin limitación.   
 
Mientras vivimos nuestra existencia histórica nos sentimos permanentemente amenazados por ella pues sucederá inevitablemente en nosotros y en todos. Por mucho que nos esforcemos en querer prolongar la vida no podremos evitarla pues es un componente necesario de la vida y una necesidad biológica. Lo mismo todo lo que conduce a ella de forma natural como es la enfermeabilidad o la vejez. No lógicamente lo que no es natural, lo provocado por el hombre mismo haciendo un mal uso de su libertad contra sí mismo o contra los demás. Todo lo cual nos dice que la existencia histórica del hombre no es plena, está sometida a la limitación y la finitud. Todos los que tratan de vivir el presente sin límite alguno –“hoy comamos y bebamos que mañana moriremos (Is. 22,16; 1ª Cor. 15,32)- en el fondo la están temiendo porque su presencia muestra que el hombre es un ser contingente, no acabado en esta vida. Anhela, a veces sin conciencia de ello, un futuro de plenitud que no posee donde pueda ser y sentirse plenamente acabado. 
 
El evangelista nos muestra a un Jesús que no teme la muerte. Para él Jesús es la Vida y sabe que, como hombre ésta sólo llega a ser plena dándola, por eso dirá que nadie se la arrebata sino que la da porque quiere (Jn. 10,18). Esto reduce la muerte biológica a su verdadera dimensión pues no destruye la vida sino que, justamente al revés, está al servicio de ella porque va permitir su plenitud al convertirse en tránsito hacia ésta y liquidando sólo aquello que, de permanecer, la impediría. Es de tal calidad esta Vida que es Jesús que la muerte no tiene ningún dominio sobre Él (Rom. 6,9). 
 
Esto, que el evangelista tiene muy claro a cerca de Jesús, lo quiere mostrar a todos, pero de un modo especial a los creyentes de su comunidad que pueden entender todo ello a cerca de Jesús, pero no lo comprenden a cerca de los demás. Por eso se entristecen ante la muerte de un ser querido sin otra esperanza que la de una resurrección final, cuando acaba la historia, que era la fe más común en el pueblo judío. 
 
El evangelista lo muestra con la hermosa narración de la resurrección de Lázaro (Jn. 11, 1-44) último de los signos narrados antes de la muerte y resurrección de Jesús (1).
 
 (1) Recomiendo la lectura y comentario de Mateos – Barreto en el Evangelio de Juan. Ed. Cristiandad.

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