domingo, 6 de marzo de 2011

DEL MÁS ACÁ Y DEL MÁS ALLÁ (I.V)

V.- LA CELEBRACIÓN CRISTIANA DE LA MUERTE

1.- EL MARCO ADECUADO

De la muerte y de lo que supone no entenderíamos nada si no la situamos, como venimos diciendo, en el marco adecuado que es el marco real desde donde podemos comprender, con la ayuda de la fe, su realidad auténtica y su grandiosidad. Este marco no puede ser otro que el Misterio Trinitario mismo y su plan de amor salvador. 

a.- El amor del Padre Creador 

Es una verdad de nuestra fe que todo ha sido hecho por amor, no se puede asignar otra razón a la creación. Y esta creación obedece a un plan que se concreta en un proyecto original: Dios quiere comunicar el amor que es y que goza en el seno de la Trinidad al hombre, criatura que, dotada de libertad, puede responderle en reciprocidad. Ese proyecto original contempla la oferta y la posibilidad de que el hombre respondiera con agradecida fidelidad en una estructura que sería toda ella de gracia. El hombre rechazó la oferta y no fue ni es fiel y agradecido. Pero el amor del Padre Creador no se deja limitar por la negativa del hombre. Está muy por encima de la respuesta del hombre y de su agradecimiento. Y todo lo ordenó hacia el plan creador original y en un proyecto donde la oferta sería aceptada y la respuesta agradecida. El proyecto sería la encarnación redentora del Hijo que, mediante un proceso de muerte y resurrección, recapitula todo en Él (Col. 1, 15-20). Todos los hombres respondiendo en libertad pasaremos por este proceso y el Plan del Padre se cumplirá. Es aquí donde hay que situar la muerte del creyente. Este es su marco. No obedece a una fatalidad sino a un proceso de vida que llega a su plenitud. Una historia de amor que llega a su culmen. Sin dejar de ser nosotros mismos, seremos nueva creatura porque el amor creador del Padre, en esa recapitulación, hace nuevas todas las cosas. Ante un cadáver y la destrucción que éste manifiesta, no podemos recurrir los cristianos a la fatalidad del destino, el hado, la suerte o cualquiera otra causa. Es ante esa realidad tremenda donde retumba atronadora la palabra creadora del Padre: “he aquí que hago nuevas todas las cosas” (Apc. 21,5). 

b.- El encuentro con Cristo Salvador 

Esto que decimos objetivamente ya ha acontecido en Cristo (Rom. 8,24). Pero es en cada muerte donde se realiza subjetivamente. El es el Hombre Nuevo que inaugura la Nueva Humanidad y la Nueva Creación. Es en Él donde todo se hace nuevo porque en Él se hace realidad la novedad del plan salvador de Dios. El plan es antiguo, tiene la antigüedad de lo eterno, pero para el hombre que accede a él por la muerte, es la radical novedad que destruye todo lo que fue obstáculo a él, purifica todo lo que lo veló y manifiesta la grandiosidad del amor de Dios ya sin topes ni barreras de ninguna clase. Esto nos permite decir ante cualquier muerto que no ha llegado al final. Tiene fin en ella todo lo que tiene que acabarse pero la finalidad no es la liquidación (1ª Cor. 15,22) sino el tránsito hacia la plenitud, el paso de lo que aquí vimos como en un espejo (1ª Cor. 13,12; Stg. 1,29) y ahora contemplamos cara a cara (1ª Jn 3, 1-3). Es el culmen de lo que aquí vivimos en primicias y anhelábamos pero no tuvimos. 

c.- En la santificación del Espíritu 

Todo esto lo lleva a cabo el Espíritu del Señor. Es Él quien forma la Nueva Humanidad, el que va haciendo que esta humanidad nuestra sea Cuerpo de Cristo. Mientras vivimos aquí lo irá logrando por la fe, el sacramento y la comunidad eclesial. Todo ello en el Amor que es Él y nos ha sido donado (Rom. 5,5). Ya aquí somos nueva creatura, Cuerpo de Cristo. Ya aquí se va haciendo esa Santa Humanidad del Señor. Y en la muerte no se perderá nada de todo esto vivido en anticipo pero será purificado de toda escoria con que la hemos manchado y le hemos adherido. Esto acontecerá en el encuentro con Cristo Salvador, pero es su Espíritu, que nos fue donado, el que realizará esa transformación. Pablo dirá de Cristo: “Como era hombre lo mataron, pero como poseía el Espíritu fue devuelto a la vida” (Rom. 8, 1-17). El cristiano unido corporativamente a su Cabeza participa de esa posesión del Espíritu que le devuelve a la plenitud de la vida que aquí poseyó sólo inicialmente. Aquí poseía las arras del Espíritu (2ª Cor. 1,22; Rom. 8,23) y la muerte le abre las puertas de la plena posesión (Rom. 4,17; 9,10; 1ª Pd. 4,6) 

II.- LAS ACTITUDES

El morir cristianamente no es un dejarse arrastrar por el acontecimiento -morirse-, sino asumirlo –morir- aceptando la parte que nos toca, lo que nosotros debemos poner, lo cual lleva consigo unas actitudes:

1.- La esperanza cristiana es quizá la actitud fundamental ante el acontecimiento. Es la que nos permite decir ante una muerte: “despierta tú que duermes, levántate y Cristo será tu Luz” (Ef. 5,14). No tiene nada que ver con la resignación aunque la llamemos cristiana. Tampoco con un voluntarismo terco que quiera imponer a Dios un deseo nuestro. Tampoco es un sentimiento espiritual desencarnado que cierra los ojos para no ver la muerte. No. La esperanza, teológicamente, es de orden teologal. Supone una confianza cierta en que Dios va a cumplir lo que nos tiene prometido aunque no sepamos cómo va a hacerlo en cada caso concreto. Ha pasado la prueba, nos hemos mantenido con su gracia fieles a lo que su promesa demandaba de nosotros, nos ha ido construyendo en ese Cuerpo que lo es de su Hijo, somos Humanidad del Hijo y hemos esperado la recapitulación de todo en Él para que Dios sea todo en todas las cosas (1ª Cor. 15,28). Pero no esperamos que todo se realizará por nuestros méritos, pues todos los méritos juntos de todos los hombres no nos dan como resultado la realización de la Promesa. La esperanza se apoya en la omnipotencia del amor del Padre, ese es su motivo formal como virtud teologal que es. Y es ese amor entrañable  el que realiza lo que, al conmovérsele las entrañas por nuestra situación, nos prometió. En nuestra muerte y en cada muerte confiamos en esa omnipotencia del amor del Padre que confesamos en nuestro credo al decir: “creo en un solo Dios Padre todopoderoso” (Dz. 3001). Porque es el Padre tiene la omnipotencia del amor.

2.- La donación de sí. El morir nos pone ante los ojos con toda claridad que esta vida era nuestra pero no la teníamos en propiedad ilimitada. Porque es nuestra podemos darla pero, al no ser propiedad ilimitada, sólo podemos vivirla como un regalo. Algo in-debido e in-merecido. Si esto afirmamos de esta vida ¡Cuánto más tendremos que afirmarlo de su Plenitud! Es nuestra, ciertamente, por eso somos responsables de ella, tenemos que responder de ella. Administrarla en su edad, su salud, su vivencia comunitaria, etc., y esa administración adecuada demanda el irla dando. Toda la vida del creyente cristiano, a instancias del Espíritu del Señor, es ir muriendo para ir resucitando porque querer conservarla es perderla, solamente dándola podrá retomarla. Es este un proceso de libertad en el que ésta va asumiendo la responsabilidad del morir y del vivir, del dar la vida y retomarla. Es en el morir donde la libertad debe asumir plenamente su responsabilidad frente al acontecimiento. No lo tiene la enfermedad, ni la vejez, ni el accidente, ni ninguna otra causa de muerte. Realmente se muere cuando la libertad no asume el desenlace del proceso. Cuando la libertad lo asume y, no sabiéndose propietaria de esta vida, la da a quien se la dio es cuando está capacitada para recibirla en su plenitud. Dar la vida es el secreto de esta vida, sólo desde ahí a nuestra libertad “van creciéndole alas”, como dice un himno litúrgico, para remontar la disolución que conlleva el querer guardarla para sí y hacerse dueña del acontecimiento al entregarla.

3.- La humildad del morir. Si nos creemos propietarios de la vida, de la nuestra y, desgraciadamente de la de los demás, no es de extrañar la soberbia de la vida. Aunque tiene su aplicación a ellas no nos referimos ahora a la soberbia que puede producir el tener, el saber, el valer, el poder... etc. No. Nos referimos más bien a una actitud que vendría expresada en el creernos señores de nuestra propia existencia. Esta nos hace ciegos y sordos a todos los mensajes que la propia vida y la ajena nos van transmitiendo a través de muertes, enfermedades, desgracias, etc. Y nos hace sorprendernos y nos crea una zozobra y un desasosiego enorme  la aparición de las goteras que un día derrumbarán la babel que nosotros, en nuestra soberbia, nos hemos levantado. Y así no encontramos calma ni sosiego ante una enfermedad grave o leve o algo que amenaza esta vida que no hemos dado y que nos habíamos reservado.

En toda la vida de un cristiano se nos impone siempre la humildad en el vivir y esta podrá conducirnos a la humildad en el morir. Nosotros los cristianos sabemos que no somos señores de existencia propia. Por el bautismo hemos sido desposeídos –expropiados- de ésta. En eso consistía propiamente el pecado original que nos afectaba y hemos comenzado a vivir la nueva existencia en el Espíritu, que es toda gracia. Expropiados de la nuestra hemos sido instalados en la de Cristo que por nosotros murió y resucitó (Ef. 2, 4-6; 1ª Cor. 1,30). No tenemos ya otra existencia que esta. Retornar a aquella es el pecado, la soberbia de la vida.

Es esta una humildad de orden ontológico, no es un moralismo ni siquiera una virtud. Afecta al ser, a lo que soy. Entonces, ante el acontecimiento de la muerte y ante lo que a ella conduce, se impone esta actitud humilde que acepta todo el proceso y su desenlace, pues sabe que tiene que haber una disolución de todo lo que no es compatible con la plena existencia de Cristo. No es una resignación ante lo inevitable. Es una libertad, informada por la fe, está por encima de la enfermedad, la vejez y la muerte misma a la que estas conducen. Es la humildad del grano que libremente se entrega, con la disolución que esto comporta, para que se produzca la vida.

4.- En comunión con Cristo. Pablo lo expresaba así: “Si con Él morimos reinaremos con Él” (2ª   Tim. 2, 11-12). El apóstol lo mismo que el creyente cristiano, sabe que solamente en Él, con Él y por Él esta vida tiene sentido y que “no tenemos otro nombre en el que ser salvos” (Hch. 4,12). Desde aquí todo el proceso y su desenlace tiene sentido. Desde Cristo la muerte tiene sentido. Lo que es un sin-sentido es la vida sin Cristo y, desde ahí, se puede hablar del sin-sentido de la muerte. El creyente sabe que por la fe y el sacramento se ha establecido una comunión que por parte de Cristo es irrompible, es la nueva alianza hecha con su sangre. Sólo la libertad errada del hombre puede disociarla. Y esta comunión está por encima de la muerte misma, ésta no puede romperla. Con Cristo, a quien hemos estado unidos en esta vida, afrontamos el final del proceso donde el morir unidos a Cristo realiza su muerte en nosotros para que, lo mismo que Él resucitó, nos alcance plenamente su resurrección.

Estas actitudes son las que encaran la verdad de la muerte. No como una desgracia irremediable o una tragedia inevitable. La muerte marca la llegada a su plenitud de un proceso de vida que comenzó con nuestra concepción. Una historia de amor que inició la paternidad de un Dios que es amor y que, a través de ella, llega a su culmen. 

III.- EL LUGAR ADECUADO

No es una cuestión menor que la celebración de la muerte tenga su lugar adecuado. ¿Cuál es ese lugar? 

1.- Tanatorio si, tanatorio no 

Dadas las condiciones que nos impone la vida moderna, donde el espacio es escaso y caro, los edificios son auténticas colmenas y muy poca gente muere en su casa sino en clínicas y hospitales, han surgido los tanatorios donde se puede velar el cadáver e incluso celebrar las exequias. Varias cosas deben precisarse al respecto:

a.- Que la celebración de las exequias no debe ofrecerlas el tanatorio como un servicio más del mismo.

El tanatorio no es quien para decidir el lugar de las exequias. Esta decisión corresponde a la comunidad parroquial a la que el difunto pertenecía contando con la familia. No puede ofrecerlas como un servicio suyo ya que no debe decidir sobre lo que no tiene ninguna potestad. Esta la tiene la comunidad parroquial. Una cosa es que ofrezca sus servicios en todo lo que atañe a una muerte –papeleo, estancia del cadáver, lugar del duelo, arreglo del difunto, etc.- y otra muy distinta que pueda ofrecer como suyo lo que no entra dentro de sus competencias.

b.- Que tampoco corresponde a la familia del difunto decidir el sitio donde celebrarlas, pues las exequias no están incluidas en la elección del lugar donde desean tener el duelo. Cierto que puede serles más cómodo tenerlas en el tanatorio y, en algunas ciudades es hasta  inevitables, pero esto no quiere decir que sea lo más conveniente. Salir de ese ámbito de muerte, donde ésta tiene su principal protagonismo, y entrar en el ámbito propio de la comunidad cristiana, donde el protagonismo lo tiene la vida, es a todas luces mucho más conveniente.

c.- Que el tanatorio, y los servicios que incluye, no pueden servir de tapadera para ocultar la realidad de la muerte y evitar las preguntas que esta nos hace. La tendencia hoy es la de silenciar la muerte y ocultarla lo más posible, considerándola un asunto técnico a tratar técnicamente. En esta tendencia están los tanatorios generalmente pues a nadie se le oculta que es un negocio montado sobre una necesidad que tienen muchos clientes. Lo que favorece el negocio es lo que se explota en ellos y para eso hay hasta que maquillar el cadáver para que no muestre su rostro más dramático. Y hay que ofrecer unos servicios técnicos complementarios para que ésta ni nos hiera ni nos pregunte. Son casas de la muerte, donde ella reina disfrazada de dama del alba.

d.- Que debe facilitar la vivencia de las actitudes cristianas con que debemos encarar la realidad de la muerte. Para que un tanatorio sea un lugar adecuado para la celebración cristiana de la muerte debe obedecer a lo que la comunidad cristiana –a la que pertenece el difunto y su familia- cree y a las actitudes esenciales con que lo vive. Y esto debe traducirse en la dignidad del lugar, el espacio suficiente, el respeto a los demás que ocupan el tanatorio y que quizá no comparten nuestra fe pero deben respetarla, el silencio y recogimiento, la posibilidad del canto... etc, etc. Para esto no sirve cualquier oratorio ni ningún vestíbulo o cualquiera otra cosa. 

2.- El templo parroquial es el lugar más adecuado 

A veces no puede ser por las distancias, la circulación, etc. Pero eso no quita que no queramos entrar en la tendencia moderna de silenciar la muerte y lo que, como aquí hemos venido mostrando, ésta nos está preguntado y revelando. El templo parroquial es el espacio donde la comunidad creyente habitualmente se reúne para sus celebraciones. Donde los cristianos hemos nacido a la fe por el bautismo, donde hemos crecido y madurado a través de los demás sacramentos y otros medios que la comunidad ha puesto a nuestro alcance. Si es allí donde hemos sentido y celebrado nuestra pertenencia e identidad reunidos en una comunidad, ¿no es lo más lógico que sea allí donde celebremos nuestro tránsito y donde la comunidad represente vivamente lo que este tránsito significa colocándonos en los brazos del Padre y arropándonos con su oración y su liturgia? ¿No es allí donde en un espacio digno y suficiente podemos expresar litúrgicamente lo que de verdad creemos y la esperanza que nos mueve? En el templo parroquial, aunque coloquemos en medio un cadáver durante la celebración, no reina la muerte. Esta ya ha sido vencida por quien nos reúne, nos preside y se presencializa en la celebración, y, así como el difunto ya ha participado en la muerte de Cristo, creemos que también le alcanza su resurrección, y lo celebramos sacramentalmente y lo vivimos en la celebración. El templo nos ayuda de forma inmejorable para ello. La dignidad del lugar, el poder llevar en un espacio suficiente el orden y respeto de la celebración, los ritos y cantos, etc., todo ello nos dice que el lugar y espacio más apto para hacer la celebración cristiana de la muerte es el templo parroquial.



 

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