lunes, 21 de marzo de 2011

1.I. Por qué es el Centro


1.- El Misterio de Cristo se polariza en su muerte y resurrección

A.- Era la culminación de su misión, su amor no solo era suficiente sino total, resplandor de la gloria del Padre; toda su vida fue una marcha ascensional de ofrenda y entrega sin límites. Estas no estaban condicionadas ni por la malicia de los hombres ni por el poder de la muerte. Él asumía la misión de salvar al hombre de lo que eran sus máximas limitaciones. La que condicionaba su bien obrar -el pecado- la que impedía su vida –la muerte- y la que le condenaba a cumplir preceptos –la ley- sin darle la fuerza necesaria para cumplirlos. Él no tenía pecado pero asumió el nuestro. Él pudo evitar la muerte pero quiso introducirse en ella para destruirla y quiso superar la andadera de la ley introduciendo en nuestro mundo la adultez de la gracia. Además, si se hubiera echado atrás, ante estas limitaciones que esclavizaban al hombre desde sus orígenes, su ofrenda no hubiera sido total ni tampoco su entrega y con razón podríamos decir que no nos había amado ni total ni suficientemente al no compartir, liberándonos, lo que verdaderamente nos esclaviza. No manifestaría tampoco la gloría del Padre –que es su Amor- pues este no habría sido total. Consiguientemente, su muerte y resurrección eran la culminación de su misión “esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo el Señor la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión” (SC. 5 b.).

B.- Pero si miramos esta realidad más profundamente nos damos cuenta de que es una ofrenda–entrega e inmolación, al dar la vida se convierte en revelación de lo que es plenitud del hombre. Con esa muerte y resurrección se esta manifestando la culminación de la creación del hombre, de este Hombre y de todos los hombres. Así se cumple el plan de Dios, termina el plan que Dios tuvo desde el principio. Este se realiza plenamente cuando el hombre ama de tal forma que entrega la totalidad, de lo que es y tiene, en el servicio desinteresado a los hombres a quienes Dios ama hasta el colmo; por eso los ha creado, los ha redimido y los glorifica en su resurrección. El plan original de Dios era crear un hombre que pudiera participar hasta de su propia divinidad. Aunque el hombre lo ha rechazado desde los origines, su amor esta por encima del rechazo, por eso su plan se ha cumplido en su Hijo Jesucristo. Él es el Hombre Dios. Es en Él donde se muestra la autentica naturaleza del hombre, amando hasta el colmo como el Padre Dios ama. Así su proyecto –su Palabra- se ha manifestado al hacer a un Hombre Dios. Realizado en Jesucristo por su vida, pero principalmente por su muerte y resurrección, se ha convertido en la única vía de acceso a Dios para todos los hombres que, de diversas maneras, se identifican con Él, sirviendo incondicionalmente, hasta entregar la vida en una ofrenda y entrega semejante a la suya. Es lo que pone de manifiesto la liturgia, “por cuyo medio se ejerce la obra de nuestra redención sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo” (SC 2).

C.- El Padre respeta la libertad de Jesús de dar la vida, como respeta la de sus verdugos al arrebatársela. Hace suya la libertad de Jesús. El no aprueba ni el dolor ni la muerte pero los hace suyos al ser ésta la libre voluntad de Jesús: "Por eso me ama mi Padre, porque yo me desprendo de mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente. Está en mi mano desprenderme de ella y está en mi mano recobrarla. Éste es el encargo que me ha dado el Padre" (Jn. 10, 17‑18). También respeta la libertad, aunque errada de los hombres. Esto explica por qué no movió un dedo por salvar a Jesús de sus enemigos. Hace decisión suya lo que es voluntad de su Hijo. Él ni mandó la muerte ni decidió los tormentos y la cruz, pero hizo suya aquella muerte con sus sufrimientos y dolores. Esto sólo puede comprenderlo quién ama hasta el colmo, éste hace suyo el dolor y el sufrimiento de su amado. Éste es el sufrimiento del Padre. Él no podría sufrir si el sufrimiento fuera debido a necesidad o a carencia o a mera contingencia, pero cuando es desbordamiento de su amor no es carencia sino manifestación del mismo. Lo cual nos afecta a todos. Aceptar como venido de Dios lo que nos hace sufrir tiene una condición: que amemos como Él ha amado, es decir, que seamos nosotros los que hayamos decidido libremente dar la vida como Él la ha dado, es entonces cuando Dios hace suya nuestra decisión haciéndola salvadora.

Resumiendo podemos decir que el Misterio de Cristo, que abarca la totalidad de su existencia, se polariza en su muerte y resurrección. Ellas son la culminación del plan de Dios ‑"todo está cumplido” (Jn. 19,30)‑ y la de su misión: "Ahora me siento agitado; ¿le pido al Padre que me saque de esta hora? ¡Pero si para esto he venido, para esta hora! ¡Padre manifiesta la gloria tuya!"(Jn. 10, 27‑28).

2.‑ La Eucaristía es Memoria‑Presencia de su muerte y resurrección

"Acuérdate ‑haz memoria ‑ siempre de Jesús el Mesías, resucitado de la muerte..." es lo que se le recuerda al discípulo de Pablo, Timoteo (2ª Tim, 2, 8) en una de sus cartas. Acordarse es traer a la propia memoria, recordar, hacer presente algo de lo que se ha hecho cargo o tomado a su cuidado. En el fondo acordarse es hacer memoria. Es lo que se recomienda a Timoteo y es lo que se nos está recomendando a todos, mucho más en esta situación en la que nos coloca la postmodernidad. Es hacer memoria, no simplemente recordar, sino hacer presente el recuerdo. Éste de por sí está instalado en un pasado que no se presencializa. Para hacerse memoria tiene que presencializarse. La presencia es la que lo actualiza, de lo contrario queda en el vacío.

Este hacer Memoria, para el cristiano, es acerca de Jesucristo resucitado. No es de un difunto sino del que vive (Apc. 1, 17‑18) lo cual indica una Presencia. No es de un muerto, a eso nos conduciría el simple recuerdo cuando no está lleno por la Presencia, es decir, cuando no es Memoria sino solamente recuerdo. Y es de un Jesucristo resucitado, que está presente con toda la energía transformante que le confiere su resurrección. Es esta energía la que recaba del recuerdo toda su existencia histórica, su forma de vivir, sus valores, sus líneas de fuerza, sus signos, sus palabras, todas sus actuaciones y, con su Presencia las actualiza. Es Él mismo, con su misma capacidad de ofrecerse y entregarse hasta la inmolación que tuvo siempre y que definió su vida y su misión entre nosotros. Todo lo de Él, al hacerse Memoria por su Presencia gloriosa se hace presente.

Pero todo ello no quiso dejarlo confiado a lo individual y subjetivo, ni siquiera a grupos cualificados, pues cabrían parcialidades, interpretaciones torcidas de personas o grupos. No. Era algo muy importante como para dejarlo confiado a la subjetividad, sin algo objetivo que lo significara y, actualizándolo con su presencia, lo reprodujera de una forma sacramental objetiva. Si perdiéramos la Memoria perderíamos a Jesucristo en su presente glorioso y en su pasado, por ello es esencial para el cristiano hacer Memoria de Jesucristo resucitado. Es más, si perdiéramos la Memoria nos quedaríamos sin pasado, perderíamos nuestra identidad y ni sabríamos quienes somos y hacia donde nos encaminamos.

3.‑ En la búsqueda de nuestra verdadera identidad

Supuesta la acción creativa, conservadora y providencial de Dios, con lo que todo ello conlleva para cada hombre sea o no cristiano, el sujeto cristiano desde donde se construye es desde su bautismo. En él está todo el código genético de la existencia cristiana. Es una semilla que necesita desarrollarse. Lo que pone en nosotros es el "ser en Cristo" que diría san Pablo (Rom. 6, 3-5) da como una expropiación de nuestra propia existencia, “no os poseéis en propiedad” (1ª Cor. 6, 19-20), sometida a la esclavitud del pecado, de la muerte y de la ley : "rehabilitados ahora por la fe, estamos en paz con Dios por obra de N. S. Jesucristo Mesías, pues por Él tuvimos entrada en esta situación de gracia en que nos encontramos" (Rom. 5, 1- 2), mediante Él "el régimen del Espíritu de la vida te ha liberado del régimen del pecado y de la muerte" (Rom. 8, 1). Toda la dinámica de la vida cristiana, a través de todos sus medios, será ir respondiendo a esa nueva existencia mediante un seguimiento fiel y una identificación con Él cada vez mayor. Aquí nos encontramos con la misma realidad anteriormente apuntada. ¿Es esta una tarea exclusivamente individual y subjetiva, donde cada cual responde como entiende o le gusta, sin referencia a una realidad comunitaria y objetiva?. Hay que decir que no. Esa identificación y ese seguimiento, fruto permanente del desarrollo de nuestro bautismo, es una realidad sobrenatural pero objetiva en sus comienzos, su desarrollo y su finalidad. ¿Dónde encuentra el creyente que ese seguimiento e identificación con Cristo es una realidad objetiva?. Cuando hace Memoria de Jesucristo. Y esto ¿donde y cuando sucede?. En la Eucaristía. Al hacer Memoria el recuerdo es llenado por la Presencia y se actualiza realmente de forma sacramental. Así nosotros encontramos nuestra identidad en el ser en Cristo que es seguido y asimilado en la Memoria que hacemos del Viviente que, por el dinamismo de su resurrección, nos transforma sacramentalmente. El sujeto cristiano, supuesta la fe y el bautismo, desde donde se construye es desde la Eucaristía que los desarrolla y plenifica haciéndonos vivir nuestra verdadera identidad.

El como acontece todo esto no es de una forma natural, física o biológica, sino sobrenatural ‑supone la fe y el bautismo‑ pero verdadera y real. La llamamos sacramental porque, a través de unas realidades sensibles ‑en este caso una comida de pan y vino- significan y producen una realidad trascendente. Decir sacramental no es decir meramente imaginativa o simbólica sino real y objetiva. Se está realizando efectivamente al hacer Memoria por la Presencia lo que, a través del rito sensible se estaba simbolizando.

Por tanto es imposible construir o reconstruir el sujeto cristiano si perdemos la Memoria. Perderla es perder a Jesucristo y, sin Él, perdemos también nuestra propia y verdadera identidad.

4.‑ Algunas actitudes que dejan vacía la Memoria

A.‑ Cuando lo que en la Eucaristía se valora son las formas sobre el fondo. Los modos como se ha celebrado en otras culturas o épocas, y que, a fuerza de ser repetidas se han hecho costumbre no tradición que es algo muy distinto ‑ y que ni son ni respetan lo que la verdadera Tradición demanda, que es entregar lo que a nosotros nos ha sido entregado ‑no sus formas ‑ es una manera de dejar el recuerdo sin Presencia. Es como quedarse en la cáscara sin gustar el fruto. Muchas de estas formas son incluso recientes y han respondido a coyunturas históricas concretas que ya han desaparecido. La Presencia actualiza el recuerdo haciéndolo Memoria y demanda siempre esta actualización para que no quede arrumbada en las cavernas del pasado condenada a ser siempre simple recuerdo.

En esta dinámica entra también la moda en las celebraciones. En las vestimentas, objetos de culto, ornato, etc. Unas intentando adaptar en unos lugares lo que se hace en culturas y costumbres diferentes, otras resucitando formas del pasado como si fueran “las auténticas". Parte importante tiene en ello la mentalidad consumista que también se ha metido en la liturgia.

B.‑ No aportando nada ni a la Palabra ni al banquete. Como nos relata el evangelista Juan en la tercera y última de las apariciones del Resucitado, después de la pesca abundante que hacen los discípulos por indicación del Señor, estos se encuentran al llegar a tierra ‑lugar de la comunidad de la que salen a pescar, a la misión‑ una comida preparada que les ofrece Jesús. Es pan y pescado, símbolo de la comida eucarística. Es el banquete de Jesús, el que Él prepara y al que Él invita. Pero quiere que los discípulos aporten algo al banquete y les manda traer de los peces que han pescado. Lo que nos indica que a la Eucaristía no se puede ir de vacío. La Presencia demanda una aportación para actualizarse. Y, lógicamente, nos preguntamos ¿Cuál es la aportación que podemos ofrecer nosotros? Hay dos palabras que, interrelacionadas, nos dan la respuesta. Una es seguimiento, otra es identificación.

Si no estamos en proceso de seguimiento no hay forma de actualizar la Presencia en nosotros. No nos referimos a la Presencia sacramental que es independiente de las actitudes e incluso del pecado de quienes presiden o participan. Nos referimos a que la Presencia no se limita a la realización del rito sacramental con su materia y su forma, sino que está presente en la Palabra y, ciertamente en la Comunidad reunida en asamblea. Difícilmente puede re‑presentarse en una Palabra que no se escucha o en una asamblea que no tiene por centro a su único Señor sino que "sigue" a otros señores. Con su ayuda, por la fe y los sacramentos, entramos en un proceso de seguimiento. Seguimos al Señor Jesucristo y Él se hace presente ‑siempre en medio, le corresponde el centro‑ en la comunidad reunida para ser dispersada en la misión. Si no hay seguimiento, aunque el sacramento formalmente se realice, nosotros nos quedaremos sin Memoria, sólo tendríamos el recuerdo vacío.

Si estamos en proceso de seguimiento pero no buscamos la identificación con el Señor también nos quedamos sin Presencia. Porque se puede estar con Jesús y también seguirle a donde Él quiera y vaya y, sin embargo no haber comunión con Él porque no hay identificación. Se puede pertenecer a la comunidad de Jesús ‑su Iglesia‑ y estar muy lejos de Él, como le ocurrió a Pedro y, desde luego a Judas. Eran apóstoles, llamados por Jesús, seguidores suyos en toda su vida pública, pero no estaban identificados, ni con su forma de ser Mesías ni con su persona, ni con su misión que es amar sirviendo incondicionalmente y hasta la muerte. A esto no llegaba ni su pertenencia a la comunidad de Jesús ni su seguimiento. Si no se busca la identificación con Jesús, en lo que lo define y polariza su misión, que es amar hasta dar la vida ‑que es lo que se representa, se celebra y se vive en la Eucaristía‑ es otra forma de vaciar la Memoria y quedarnos sin nuestra propia identidad y sin su Presencia.

C.‑ Una concreción de este vacío, debido a la carencia de seguimiento e identificación auténticos, se produce en las celebraciones de aquellos grupos o comunidades, cuando sus eucaristías se convierten en celebraciones de sus planes, o de circunstancias por las que pasan, o de sus éxitos o sus fracasos. En el fondo el centro no lo ocupa el Señor con su entrega hasta la muerte y su victoria sobre la misma, sino la historia, las vivencias, los éxitos de su comunidad o grupo. El centro son ellos, no se reúnen para hacer Memoria de Jesucristo. La hacen para encontrarse ellos, disfrutar reunidos, poner en común sus planes o revisarlos, para tener vivencias comunitarias o celebrar sus compromisos. Algunos lo dicen claramente: lo importante son nuestros compromisos. Jesucristo es el gran ausente.

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