Llegaron a Cafarnaúm
y, una vez en casa, les preguntó:
— ¿De qué
discutíais por el camino?
Ellos
callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más grande. Jesús se
sentó, llamó a los Doce y les dijo:
— Quien quiera
ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.
Y
cogiendo a un criadito, lo puso en medio, lo abrazó y les dijo:
— El que acoge a
un chiquillo de estos por causa mía, me acoge a mi; y el que me acoge a mi, no
es a mi a quien acoge, sino al que me ha enviado.
Continúa la instrucción. Ellos han
discutido sobre quién era más importante. Jesús les va a dar la lección que nos
ha contado Marcos.
La figura
del chiquillo ha sido casi siempre una imagen un tanto dulzarrona de Jesús
abrazando a los niños porque se ha interpretado casi siempre la escena como si
fueran niños pequeños y como si le gustara a Jesús estar con ellos. Pero si
hacemos caso a autores antiguos, conocedores de la cultura y costumbres judías
—entre ellos Flavio Josefo— la palabra niño
se aplicaba no sólo al infante sino también abarcaba a los púberes y
adolescentes. Un infante, cuyo comportamiento que se le exigía normalmente era
ver, oír y callar, no parece que pueda ser modelo de comportamiento para
personas adultas y comunidades adultas, porque Jesús siempre ha exigido a los
suyos libertad, responsabilidad, sentido crítico —discernimiento— y capacidad
para asumir la misión. Entonces parece que lo que Jesús pretende es denunciar
el deseo de preeminencia en su comunidad, puesto de manifiesto en el texto,
porque al preguntarles Jesús de qué discutían por el camino, se callaron porque
discutían sobre quién era el más importante.
Esto nos
remite a la figura del chiquillo tomado como ejemplo del servidor de los demás
y tenido en menos, pues no contaba para nada y se ocupaba en menesteres que
otros no querían. Sin embargo Jesús lo coloca en medio, es decir, en el centro,
pues para Él es el punto de referencia para toda la comunidad de discípulos. Es
a quien se deben parecer y a quien deben imitar en su servicio. Por eso lo
abraza, no porque le gusten los niños, sino porque, está identificado con Él y,
consiguientemente, con el Padre con quién Jesús está identificado.
La
identificación con Jesús, mediante el servicio desinteresado, es esencial en la
comunidad cristiana. Es lo que el evangelista quiere exponer a su comunidad. En
ella, compuesta por cristianos ya antiguos y otros nuevos, no puede haber
preeminencia de unos sobre otros. Ni basándose en su raza —hay judíos y
paganos— ni por su fe veterotestamentaria, ni por ser más antiguos en la
comunidad o ser de primera hora. Era un pecado típico del fariseísmo, condenado
muchas veces en los evangelios. Si la comunidad está compuesta por seguidores
de Jesucristo, estos deben buscar siempre su identificación con Él. Pablo hablará
de corporatividad: con Él forman un
cuerpo y esto conduce siempre a una comunión. Estando en comunión con Él se
está en comunión con el Padre y con todos aquellos que viven esa comunión. Pero
Jesús no vivió nunca para sí sino para los demás. Nunca buscó sobresalir, ni
buscar nada para sí. Lógicamente sus seguidores —que están en comunión con Él—
tampoco deben hacerlo.
Además hay
que colocar al chiquillo siempre en medio. No es el sitio del listo, del
entendido. A los sabios y entendidos Dios no los relaciona con Él, no se les
manifiesta; con quien lo hace es con los pequeños, con los que eligen ser
pobres, porque ellos son los que tienen a Dios por rey. Pero no basta
simplemente proclamarlo, hay que reconocerlo poniéndolos en el centro de la
comunidad, es su punto de referencia. Reconocerlos es aceptar su condición como
la válida en la comunidad, es valorarla como criterio determinante en ella, es
imitarla como la forma auténtica del seguimiento de Jesús, a quien le
corresponde siempre el centro. Identificado con todos ellos —los abraza— como
el camino seguro para que se manifieste la gloria del Padre.
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