4º. Integración y persona del ministro.
Hemos venido distinguiendo cuidadosamente
entre el ministerio y don fulano o don mengano que es la persona que lo encarna
en la comunidad concreta. Lo hemos hecho porque somos conscientes de que todo
lo que puede decirse del ministro no puede decirse de igual modo, de los
ministros. En el caso que nos ocupa es claro que el ministerio no puede
"integrarse", pero ¿y el ministro?
Según lo que venimos diciendo puede parecer
que defendemos una concepción aristocrática de los sacerdotes y obispos, por
encima y dominando las comunidades. Nada más lejos de nuestra intención. Si lo
que ofrece el ministro a la comunidad fuera algo distinto y ajeno a la misma
entonces podría ser válida tal apreciación. Pero si lo que ofrece el ministro
realmente es un servicio esencial a la misma, no puede entenderse ni como
aristocracia ni como privilegio.
El ministro ofrece a la comunidad cristiana
su fundamentación apostólica y la garantía de que la fe que vive esa comunidad
es la fe apostólica, la fe de la Iglesia de Jesucristo. Es este un servicio
esencial constituyente de la comunidad misma. Sin esta fundamentación y esta
referencia constante no hay comunidad cristiana. Aquí no nos sirven los
parámetros de la sociología; estamos hablando de lo cristiano y esto es
imposible sin Cristo, y éste sólo lo conocemos con autenticidad a través de la
fe de los testigos, en la fe de la Iglesia. Son ellos la referencia esencial de
lo cristiano: "quien a vosotros oye a mi me oye" y este servicio
esencial, por la sucesión apostólica, es el ministerio apostólico que es
ejercido por ministros. El servicio apostólico se prolonga en la sucesión de
papas, obispos, presbíteros y diáconos en el grado que les corresponde. No se
puede llegar a Cristo, el Señor, si no es por lo que los testigos vieron,
oyeron y palparon del Verbo de vida (1ª Jn. 1, 1-3) y esto es lo que los
ministros ofrecen, son testigos actuales de Cristo. Esto es lo mismo que decir
que no se puede llegar a Cristo sin su Iglesia que está constituida
esencialmente por el ministerio apostólico. De aquí la importancia de la
Iglesia local con su obispo, presbíteros y diáconos, sin ellos puede haber
grupos de fieles cristianos pero nunca comunidad cristiana pues le faltaría su
esencialidad. Una comunidad cristiana es siempre la realización histórica de la
comunión que es la Iglesia y esa comunión no descansa en una fe etérea sino en
la comunión apostólica: "para que estando en comunión con nosotros lo
estén con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Hay que estar en comunión con
el ministerio apostólico, si no se da ésta ni hay comunión apostólica ni fe
apostólica.
Para que esto pueda realizarse los ministros
tienen que ser testigos actuales de Jesucristo en la misión esencial a la que
el Señor les ha comprometido: apacentar el rebaño de Jesucristo, sirviéndole su
Palabra, actualizando sus acciones y presencia en los sacramentos y presidiendo
en la caridad a sus comunidades. Es este un servicio constituyente. Porque la
Palabra hace siempre referencia a Jesucristo, aún más, la Palabra es
“Jesucristo”. Por eso cuando el ministro ordenado proclama la Palabra a la
comunidad creyente, ésta oye a su único Señor. Se siente convocada por Él,
interpelada por Él y formada por Él. Puede ser el ministro un excelente teólogo
pero, cuando habla a su comunidad como tal ministro, lo que esta quiere oír no
es su palabra, ni la de la misma comunidad, ni la de nadie que no sea la de su
único Señor. Porque esa Palabra es salvadora, es constituyente, es siempre
viva, es formadora de la comunidad... la particular del ministro no lo es. El
ministro no puede renunciar a ofrecer, a servir esa Palabra, dándole a la
comunidad otras palabras que él quiera transmitir y quizá ésta quiera oír,
estaría fuera del ministerio y su palabra seria sin autoridad. Lo que le
confiere autoridad es precisamente que no es suya sino de Dios y no escuchada
particularmente, sino en la fe de los testigos, en la fe de la Iglesia.
Otro ejercicio ineludible, fundamento y
referencia constante de la comunidad es el servicio de la Eucaristía y, en él y
para él, el de los restantes sacramentos. La Eucaristía no es una devoción particular
del ministro ni de la comunidad. Está, por encima de esto, constituyendo a la
comunidad cristiana que, convocada por el Señor es conducida a la entrega
pascual para ser transubstanciada en humanidad de Cristo muerto y resucitado
para la salvación del mundo. Ciertamente es la comunidad creyente quien la
celebra presidida por el ministro ordenado, pero celebrarla no quiere decir
convertirla en aplauso, reverencia o exaltación de nadie que no sea el Señor y,
mucho menos, de la propia comunidad. No se puede decir que la Eucaristía es la
celebración de la vida de los hermanos, o del encuentro con ellos, o de sus
éxitos y planes pastorales... o tantas cosas que hoy se dicen y que no pasan de
ser verdades a medias. Si no hay
celebración de la muerte y la vida del Señor, si no es Memoria del Señor, no es
Eucaristía, es otra cosa. Todo lo atrayente y participada que se quiera pero no
es la única acción de gracias en la que todos los compromisos, participaciones,
etc., encuentran fundamento y sentido. Sin ella están vacíos porque no están
transubstanciados.
Tienen que presidir en la caridad sus
comunidades. No son uno más. Pero presidir no es mandar ni imponer, ejercer la
autoridad en la comunidad a donde es enviado. Autoridad no es mando ni recabar
honores. Así se lo recuerda la Optatam Totius a los seminaristas:
"su destino no son el mando y los
honores". Es ejercer el servicio del amor en todo aquello que es
esencial para que la comunidad sea testigo actual y fiel de Jesucristo. Es esta
la autoridad de la que está investido. Auctoritas
viene del verbo latino augeo que
significa crecer. Ejercer la auctoritas
es hacer crecer a la comunidad principalmente en todo aquello que le es
esencial, que crezca en la comunión que la constituye, mediante la entrega a
Jesucristo y su testimonio al mundo cumpliendo su misión.
Un ministro que vive así su ministerio, es
un testigo actual de Jesucristo, que está mostrando la esencialidad de su
ministerio, constitutivo esencial de la comunidad misma para que sea con verdad
comunidad de N.S. Jesucristo.
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