Resulta extraño que los discípulos no
creyeran en la resurrección de Jesús. Era la fe común de los israelitas si
excluimos a los saduceos. Se vislumbra ya en algunos salmos —16, 49, 73— también
en la profecía de Isaías —26,29— se
recurre a ella en Daniel —12,2-3.13— y en la época de los Macabeos era ya común
esta creencia en el pueblo israelita (2ª Macb 7,9). Esto es lo que los
discípulos conocían. Quizá cuando Jesús la refirió a sí mismo no le entendieron
“que quería decir aquello de resucitar de entre los muertos” (Mc.9, 10-11),
porque se creía también que el Mesías no moriría, y al aplicarlo a Él, tras
anunciar su muerte, es lo que no comprenden. La razón también puede estar en
que esa fe israelita situaba la resurrección no tras la muerte, sino al final
de la historia, en el día de Yahveh. Se lo dice Marta a Jesús a propósito de su
hermano Lázaro: “sé que resucitará en el último día” (Jn. 11,25). Por eso
pienso que ellos tenían ésta fe, que era la común en las creencias de su
pueblo. Ahora bien creer que esto ocurriría en Jesús nada más morir supongo que
era lo que les costaba trabajo creer. Así lo mostraron con su comportamiento,
la marcha a Galilea, su actitud respecto del sepulcro vacío y en las
apariciones son explícitas. No se lo creyeron.
Esto me dice que la resurrección es una
cuestión de fe, no es el asentimiento a una teoría filosófica, como puede ser
la inmortalidad del alma tan común en muchas religiones. Es más la fe en ella
no descansa ni en sepulcros vacíos ni en apariciones, pues ambas realidades,
aunque, constatadas por el Nuevo Testamento, pueden tener muchas y muy diversas
interpretaciones. Por esto es lógico preguntarse qué fue lo que pasó en estos
hombres y mujeres a partir de la muerte de Jesús.
Lo primero que se me ocurre es que ellos
tenían unas certezas. Sabían que Dios no abandona a nadie que se ha abandonado
a sus manos dándolo todo por Él. Fue la fe de los mártires macabeos; Dios no
podía abandonarlos y su resurrección era la réplica de Dios a su entrega. Esto
también lo pensarían respecto de Jesús que era su Hijo. Él le fue fiel hasta la
muerte y el Padre le fue fiel a Él hasta la vida plena.
Otra certeza que tenían era que Jesús no
sólo tenía vida, sino que era la Vida. Así lo recoge Juan (14,6) y Pablo dirá
que “porque era hombre lo mataron, pero como tenía el Espíritu fue devuelto a
la vida” (Rom.8, 1-17). La última palabra no la tenía la muerte sino la vida.
Y otra certeza a añadir es que Él se lo
había dicho en varias ocasiones (Mt. 16,21; 17,22; 20,18 y paralelos), y,
aunque no entendieron en aquellos momentos por la sorpresa, una vez acontecida
su muerte en la cruz, debieron recordarlo.
Pero hay algo más que debió acontecer en
aquellos hombres y mujeres. Me refiero a su experiencia de Jesús. Habían
convivido con Él, le habían seguido, le habían visto hacer cosas maravillosas,
le habían escuchado y le habían amado. Todo esto había conducido a una
experiencia que estaba fundada en un amor muy grande hacia Él. Esta experiencia
sufrió el golpe terrible de la muerte pero no murió, fue reviviendo por el
recuerdo hasta el punto de convertirse en Presencia. Ésta plenifíca el recuerdo
librándolo del vacío y éste llenaba la Presencia para que no cayera en la
ceguera (E. Kant). Las dos realidades se reunieron en aquella experiencia y,
superado el escándalo de la muerte, sin que vieran la intervención de Dios en
ella, la Presencia y el recuerdo los
fueron conduciendo al convencimiento de que lo advertido por Jesús, había
acontecido: “hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23, 43). El Padre no
necesita ni plazos ni dilaciones hasta el final de la historia, es una cuestión
de amor que responde al de Jesús que no aplazó su entrega haciendo su voluntad
hasta con ansia (Lc. 27, 15).
Su muerte supuso un golpe muy duro. Habían
esperado una intervención de Dios que lo librara de la muerte. Entendían ésta
como lo último en su historia. Una vez acontecida sólo quedaba el consuelo en
la esperanza del último día, en el final de toda la historia humana. Por eso
abandonaron Jerusalén y no pensaron en principio lo del tercer día, que era
precisamente el día de Dios, el de su actuación. No lo había librado de la cruz
porque fue decisión suya completamente libre y tenía que respetarla pero,
acabado el proceso lo rescató de la muerte.
Cuando se apartaron de Jerusalén, con lo que
ésta significaba para ellos de luchas, tensiones, miedos y esperanzas fallidas
y volvieron a donde estaban sus raíces, donde estaba la experiencia fundante
que dio sentido a sus vidas, comenzaron a amontonarse los recuerdos. Todo lo
vivido con Él, su primer encuentro, su seguimiento, su enseñanza, su proyecto...
todo no podía ser un sueño hermoso no realizado. Tenía que haber algo que
explicara el sin‑sentido de aquella muerte, de aquel odio, de aquella
prepotencia contra quién ellos experimentaron como el hombre más bueno y más
justo que habían conocido hasta el punto de haber sido seducidos por Él. ¿Y
Dios no tenía nada que decir? Si toda su
vida y su muerte habían sucedido por Él ¿qué papel era el de Dios, podía
abandonar en el abismo de la muerte a quién le dio toda su vida en una entrega
inigualable a quién Él llamaba su Abba?
Muchas preguntas debieron hacerse aquellos
hombres decepcionados. Habían vivido todos junto a Jesús y ahora no eran
capaces de vivir los unos sin los otros compartiendo su trabajo en la pesca. Y
hablarían y hablarían sin cansarse haciendo Memoria de quién les había cambiado
la vida. Seguro que saltó en su recuerdo aquello de “resucitaré al tercer día”.
Este recuerdo en aquella profunda memoria fue haciéndoles sentir no sólo que
estaba vivo, sino que estaba presente, no como antes “con” ellos sino de una
forma nueva “en”, ellos. Entonces comprendieron que el Padre Dios no se había
inhibido ni en la vida ni en la muerte de Jesús, que en Él la creación del
hombre había llegado a su término. Su acción no sólo arrebataba todo el
sinsentido de la muerte y lo que a ella conduce, sino que la convertía en paso,
en tránsito hacia la plenitud de la gloria. Todos sus recuerdos se llenaron de
Presencia, toda la vida y la muerte de Jesús fueron recuperadas no como algo
que había existido sino como algo presente que seguía dando vida y salvación a
todos los hombres que quisieran aceptarlo. No como un muerto que no dice nada,
sin otra presencia que el recuerdo, sino como el Viviente que llena de
Presencia una Memoria que se perpetúa en la vida.
No puede uno imaginarse lo que estos hombres
sintieron al ir tomando conciencia de que el crucificado estaba vivo. Hasta
convertir en alegría la profunda tristeza que habían sentido, al ver que Dios,
el Abba querido de Jesús, no le había abandonado, que lo levantaba de la muerte
y le adentraba en la plenitud de la gloria, no retrasando su actuación hasta el
final de la misma sino anticipándola en la Hora de la muerte. Así la muerte de
Jesús pasó a ser el día final porque marcó su Hora, en la que el Padre mostró su
amor inmenso a los hombres y nos ha dado su Espíritu a través de su corazón
traspasado. Ellos lo expresaron con el “tercer
día”, el día de la plenitud, el Día por excelencia.
Otra cosa distinta para ellos, era mostrar
esa resurrección a los demás, la situación nueva en la que se encontraba Jesús
y su relación actual con ellos. Cómo transmitir esa experiencia a quienes no la
habían sentido. Lo hicieron de una forma sencilla, asequible a aquella gente
que entendía la resurrección como un retomar lo muerto. Quizá por esto hablaron
del sepulcro vacío aunque esto en verdad no diga nada sobre la resurrección
porque resucitar no es retomar lo muerto —recuperar esta existencia histórica—
sino la transformación de lo vivo haciéndolo capaz de la vida total y definitiva.
Hablaron de sepulcro vacío sencillamente porque era la manera de decir
inteligiblemente que el crucificado estaba vivo; aunque, realmente, recuperar
un cadáver desde una situación ya gloriosa resulta hasta un contrasentido. Era
la forma sencilla de decir a todos: “no busquéis entre los muertos al que vive”
(Lc. 24, 6). Aunque si se encontrara su cadáver no diría nada contra su
resurrección. También era la forma de plasmar gráficamente la experiencia
terrible que habían tenido tras la muerte de Jesús. Vacío, vacío infinito que
provocaba su ausencia —“estaban de duelo y llorando” (Mc. 16, 10-11)— y que
necesitaban llenar con sus recuerdos. En la muerte Él era el ausente y esta
terrible experiencia no tenía consuelo para ellos. Hablar de sepulcro vacío era
también la forma de expresar que no tuvieron ni siquiera el consuelo de la
presencia de su cadáver porque, sin Él vivo, todo se derrumbó y huyeron. Fue en
la lejanía, al revivir su experiencia con Él, al volver a sus raíces, cuando
entendieron que la muerte no había dicho
lo último sobre Él. La había dicho la vida y lo hizo en el ámbito mismo de la
muerte, en el sepulcro donde ella impera a su gusto, dejándolo vacío al mostrar
su impotencia y sinsentido. Desde entonces todos los sepulcros, aunque contengan
cadáveres, están vacíos. Ella sólo domina sobre los despojos, lo inservible
para la Vida. Parece que posee algo pero realmente es un inmenso vacío.
Lo mismo debió ocurrir con las apariciones.
Fue la forma sencilla y asequible de decir lo que experimentaban, que Él estaba
vivo y presente en ellos. Sentían su Presencia pero ¿cómo decirla a los demás
de una forma creíble? Llenándola con el recuerdo y presentándola así. Era como
decirles a los demás que era el mismo, por eso lo ponen comiendo con ellos,
tocándolo, recibiendo su misión y continuándola. Es el mismo aunque tienen que
reconocer que vive de otra manera. No es una presencia física y objetiva, ésta
sería una contradicción en un estado glorioso. En éste no se retoma lo que se
enterró o incineró, un cadáver que es comido de gusanos o, también, puede ser
devorado por animales. Presentarse físicamente, con el mismo cuerpo que antes
de la muerte, sería, además, un engaño pues estaría mostrando una forma de
existir ya inexistente. En una situación gloriosa, todo lo corpóreo que
correspondía a su persona ha sido transformado por la resurrección, Como dice
Pablo de cuerpo corruptible ha pasado a la incorruptibilidad, de lo material a
lo espiritual. No tiene la misma naturaleza que antes.
A quién tiene una aparición le llamamos
vidente. Pero para conocer la naturaleza de la visión tenemos que saber qué ve
y cómo lo ve. Se puede ver algo que tiene una realidad física, pero también
pueden verse cosas con otro tipo de visión, como puede hacerlo la fantasía o la
imaginación sin que tenga una presencia física. También puede ser la toma de conciencia de algo existente
que hasta ese momento estaba oculto al vidente. ¿Es esto lo que ocurrió con los
discípulos y con Pablo posteriormente? Pienso que ni fue una visión física —con
los ojos de la cara— ni fue efecto de la fantasía o la imaginación. Ellos, por
la acción del Espíritu, tomaron conciencia y sintieron su Presencia y la
vivieron. Esto no era una invención, pero la presencia sola es ciega, puede
interpretarse de muchas maneras y vivirse de muchas más, pero a la Presencia se
unió el recuerdo, la Memoria que le dio cuerpo desde las experiencias que
habían vivido con Él. Esto impidió, con la ayuda del Espíritu, que esa
Presencia sin corporeidad alguna pudiera diluirse o mal interpretarse. Fue la
Memoria la que se lleno con la Presencia e impidió que ésta pudiera quedar en
un sentimiento vacío. Esto les permitió no sólo reconocer el estado glorioso
del crucificado sino también fundar autorizadamente la misión que ahora ellos
tenían que emprender.
Memoria y Presencia les permitieron tomar
conciencia de que Dios no le había abandonado. Siempre había estado con Él y,
en el momento de la cruz, también. No podía ser de otra manera. Dios es creador
y esto significa no sólo que ha lanzado una vida a la existencia, sino que la
ha sostenido, y la ha hecho crecer hasta lograr su plenitud; hasta el punto de
que no hay ser ni instante de ser, ni producción de ser que no sea creado por
Dios. Esto ha ocurrido también en Jesús desde su concepción hasta su muerte.
Esta vida creada, sostenida y plenificada por Dios, poseída plenamente pues no “tenía
vida” sino que era la “Vida”, es de tal calidad que, ya en su existencia
histórica, está por encima de la muerte y, consiguientemente, su muerte
biológica no puede destruirla. Tomando conciencia de esta realidad ‑que había
puesto de manifiesto en la resurrección de Lázaro ‑ vieron también con claridad
una continuidad entre lo que fue su vida histórica y lo que era su vida
gloriosa. La resurrección la mostraba de otra manera pero era la misma vida
porque era Él la resurrección y la vida. Era el mismo, aunque ya sin las
limitaciones que la existencia histórica y la finitud de su condición humana
aquí le había impuesto. Esta toma de conciencia se volvió como un foco poderoso
hacia atrás, hacia toda la existencia histórica de Jesús. El recuerdo se
iluminó esplendorosamente y todo su vivir aquí, sus acciones, sus gestos, sus
expresiones, su doctrina, todo lo suyo, que era verdaderamente humano, aparecía
penetrado por la acción del Padre hechos vida en el Hijo y todo fue rescatado
en la Memoria, continuando en la actualidad e impidiendo que fuera reducido a
mero recuerdo. Todo se volvió actual, todo era Presencia no pasado, porque todo
fue manifestación de la Vida que era Él y esa vida es necesariamente eterna.
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