SIGNIFICADO DE LA RESURRECCIÓN
DE JESÚS
7. Pero repetir incansablemente la verdad,
Jesucristo ha resucitado, sin desentrañar su contenido o asentir a ella
intelectualmente, sin asumir su incidencia en nuestra vida, ni la manifiesta ni
nos cambia, ni la verifica. Correríamos, además el riesgo de reducir a
Jesucristo solamente a “un maestro poderoso en obras y palabras” (Lc. 24, 19) que no transforma nuestras, vidas. Es por lo que queremos
desmenuzar, en los límites que nos permite este escrito, su significado y,
posteriormente, ver cómo actúa en nuestra vida cristiana. Mejor camino no lo
encontraremos que en la misma experiencia de quienes fueron los primeros
testigos.
8. “No
busquéis entre los muertos al Viviente” (Lc. 24, 5-6). Los discípulos habían
puesto en Jesús muchas esperanzas. Tantas como pudo suscitar la grandeza de su
persona, sus valores, su estilo de vida, su doctrina, sus milagros y su amistad
sincera. Todo ello se derrumbó por el escándalo de la Cruz y quedó reducido a recuerdo
por el peso de una losa. Por eso el sepulcro vacío les desconcierta. Buscan un
cadáver sobre el que la muerte ha dicho la última palabra: “dime donde lo has
puesto y yo misma iré a recogerlo”, “se han llevado del sepulcro al Señor y no
sabemos donde le han puesto” (Jn. 20,
2.15). No habían creído lo que Jesús les había anunciado: “El Hijo del hombre
va a ser entregado en manos de los hombres, y le darán muerte, pero al tercer
día resucitará” (Mt. 17, 22.23), que “era preciso que el Mesías sufriera todo
esto para entrar en su gloria” (Lc. 24, 24‑26). La contundencia de la muerte se
les había impuesto por encima de las esperanzas que sus palabras suscitaban.
9. Porque
murió pudo descender al lugar de los muertos. Presentó batalla a la muerte
en su propio ámbito. Se introdujo en su
imperio y la hizo saltar desde dentro en mil pedazos. No solo corrió la losa
sino que rescató de la muerte a todos los que habían fallecido: “La tierra
tembló y las piedras se resquebrajaron; se abrieron los sepulcros y muchos
santos que habían muerto resucitaron” (Mt. 27, 51-53). La muerte era el ámbito
donde Dios no está, donde no hay comunicación con el ser divino, donde a Dios
no se le alaba (Is. 38, 10-14. 17-20). Adentrándose en ella el Hijo de Dios,
rompe la incomunicación e introduce su presencia y, en su mismo imperio de
vacío y de nada, retumba la alabanza.
10.
Era menester que el Hijo descendiera. Si
quería liberar a los que había asumido como hermanos no podía detenerse ante la
muerte. Ella, y las obras que en ella confluyen, era el último enemigo que
había de vencer como compendio de todo el mal que amenaza al hombre. No habría
solidaridad real con los perdidos si se hubiera detenido ante la máxima
pérdida, El miedo a perder la vida es el instrumento que la muerte utiliza para
sojuzgar al hombre, es el origen de todas las injusticias y las opresiones, el
soporte de todos los inmovilismos y perezas, la raíz de la frialdad de un
corazón desentendido de los hermanos. Él es la Vida, por eso nadie tiene poder
para arrebatársela: “Soy yo quien la da porque quiero” (Jn. 10, 1 s). No se
detiene ante la muerte: “era imposible que ésta lo retuviera en su poder” (Hech.
2, 24). El es la Vida que, al no ser retenida para sí, sino entregada, acosó a
la muerte hasta en sus últimos escondrijos; al ser dada, le mostró su vaciedad
y su impotencia: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no puede dar
fruto” (Jn. 12, 24) y la Vida, metida en la tierra oscura de la muerte, liberó
toda su potencialidad haciéndola añicos desde dentro. El rey de la vida,
muerto, reina vivo. No se puede buscar su cadáver como no se puede encontrar el
grano que ha germinado. “Mirad el lugar donde lo pusieron” (Mc. 16, 6).
11.- “Ha
resucitado, no está aquí” (Mc. 16, 6). La Liturgia de la Iglesia ha
prolongado en siete semanas la celebración del día de la Resurrección. Es el
día por excelencia. Tan inmenso y abarcante que no cabe en veinticuatro horas.
Tuvieron que llamarlo el tercer día, el día de la plenitud, el de la prisa de
Dios por liquidar la noche, por sacrificar el sacrificio. El día en el que Él
actuó. Su día. No es una sucesión de instantes que podamos medir como tiempo,
no son unas horas a las que seguirán otras de oscuridad en sucesión inacabable.
No. Es el Día de Dios. Tan pleno como Él. Tan luminoso y tan transparente que
liquida la oscuridad de toda noche inaugurando la claridad definitiva. El
tercer día no es cronología, habla de Cristo, la Luz amanecida. El es el nuevo
Día y la Resurrección su aurora. Y, como era el Día, se impuso a las tinieblas
de la duda que hacía presa en el corazón de los discípulos. Como era el Día de
Dios, estalló dentro de ellos como una fiesta incontenible que no podían
ocultar. Como era el día definitivo, ya no tenían que temer ninguna noche, el
sudario símbolo de la muerte estaba doblado y aparte en el sepulcro vacío (Jn.
20, 7). Como era el nuevo Día, una alegría indescriptible se apoderó de ellos y
de sus vidas que fue contagiando a quienes los trataron y los vieron. ¿Qué
había ocurrido en su interior al tomar conciencia de que el Crucificado estaba
vivo?
12.
“Entonces se les abrieron los ojos para comprender las Escrituras y lo reconocieron”
(Lc 24, 45. 31). La luz del Día les hace vivir una
experiencia inefable: si El
estaba vivo, toda su vida y su palabra
tenían sentido y todo su vivir con Él no era memoria inoperante sino actualidad viva. La historia de Jesús era
recuperada lo mismo que su doctrina.
No era historia acabada, sino viva. No eran palabras de un muerto sino del Viviente. Lógicamente, ya no
cabían las dudas ni sobre Él ni sobre lo que enseñaba. Ahora tenían claro que Dios mismo las había dado por
buenas, no eran palabras ni historia
de un maestro más. Era la Palabra misma de Dios dicha a los hombres con la
autoridad del que puede más que la muerte. La luz del nuevo Día les descubre el
sentido de todo lo vivido con Él, cada palabra, cada gesto, cada idea, cada
valor.... todo se le agolpa en un presente gozoso. Ahora le re-conocen.
13. En
principio tuvieron sus dudas: “¿Por qué os turbáis y por qué suscitan dudas
en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo” (Jn. 20,
27; Lu. 24, 38 ss). Pero se convencen de que es El mismo, cuando les muestra las
señales de su amor hasta el extremo, de lo que fue definitorio de su persona en
su vida y en su muerte: “y les mostró las manos y el costado” (Jn. 20, 20) o al
partir el pan (Lc. 24, 30), signo eficaz de su vida rota y entregada por los
hombres. Pero no vive como antes, rotas las barreras del espacio y del tiempo,
su forma de existir era distinta. Tan plena, que sólo a través de mediaciones
pueden captarla. La intensidad de su vida, la Vida definitiva, es de tal
luminosidad que no hubieran podido ver al ser cegados por tanta Luz. Era Él
mismo pero viviendo en una situación y un estado diferentes, plenos y
definitivos. Llegan a este re-conocimiento por una experiencia interior de su
presencia. Antes estaba con ellos, ahora lo experimentan en ellos. No
encuentran otras palabras para decirlo que “en el Espíritu”. Cuando vivió con
ellos no logró cambiar completamente su interior: sus resistencias, sus
ambiciones, su testarudez, sus miedos... Ahora sí, viviendo en ellos, en el
Espíritu, sí puede transformarlos en hombres renovados. El que vivió con ellos
ya no está con ellos como antes sino en ellos, de una forma inédita, transformante.
14.-
Dios ha afirmado a Jesús por la Resurrección: “El Dios de Abraham,
de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros antepasados, ha manifestado la gloria
de su siervo Jesús... (Hech. 3, 13). Esto hace que su vida y su doctrina sean
significantes para todos los hombres. Es la respuesta contundente de Dios a los
poderes de este mundo significados en la muerte de Jesús y en todas las
injusticias, mentiras, violencias, intereses, egoísmos, etc. que en ella
confluyen. El mal, concentrando su poder, le abocó a la muerte. Aparentemente
le había vencido, “matasteis al autor de la vida”, pero realmente no fue así, “Dios
lo ha resucitado de entre los muertos” (Hech. 3, 15). La muerte de Jesús en la
cruz le había convertido a los ojos de todos en alguien maldito (Gál. 3, 13).
Ahora Dios corrige la sentencia de sus representantes: “Vosotros le
matasteis colgándolo en la cruz (...) pero Dios le resucitó” (Hech. 2, 23-24).
El crucificado tenía razón. Y si Dios no le abandona en la muerte es que ya
estaba con Él en su vida, en su doctrina y en su cruz. Y seguirá estando con El
en la realización de su Reino. Jesús ha sido constituido Señor. El Reino es
imparable. Con su Resurrección y sólo con ella entendemos las bienaventuranzas (Mt.
5, 1-12), no fue un iluso, al resucitar
se convirtió en el “bienaventurado”, es decir, en alguien que se había
aventurado bien. A partir de entonces su amor y su lucha por el Reino se
hicieron contagiosos (2ª Cor. 5, 14). Jesús poseído por el Espíritu, tiene una vida
de tal calidad que, entregada por amor al Padre a los demás, supera la muerte.
Dios, al resucitarlo, está mostrando que la palabra última y definitiva es
suya. Y ha sido pronunciada: es la Vida. El no es un Dios de muertos sino de
vivos. Quiere la vida y apuesta por ella en su plan creador y salvador. Aunque
Jesús ha vivido entre las fuerzas del mal y éstas, de una forma ciega o
interesada, le han afectado, no son las prevalentes. Ni el mal ni sus
representantes, los agentes de muerte, son dioses, nunca podrán tener el
triunfo definitivo. Este es de la Vida, primera y última palabra de Dios. De
esta realidad toman conciencia los discípulos: “y nosotros somos testigos de
ello” (Hech. 3, 15).
15. La
Resurrección no es un trance individual que solo afecta a Jesús. De ahí la
alegría de los discípulos y la nuestra. “Cristo ha resucitado de entre los
muertos, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte... todos
retornarán a la vida” (1ª Cor. 15, 20. 22). Él, que es el primogénito entre los
hermanos, va a la cabeza de todos en esta Pascua que no acaba pues es el paso a
la vida definitiva. No es un hecho individual sino un acontecimiento que nos
afecta a todos. Porque Él resucitó, nosotros resucitaremos, porque Él venció
nosotros venceremos. “El cuerpo es para el Señor... y el Señor para el cuerpo.
Dios, por su parte, que resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros
con su poder” (1ª Cor. 6, 13-14). El cuerpo del Hijo de Dios es también una
realidad corporativa a la que todos nosotros pertenecemos, somos cuerpo de
Cristo. Él es “cabeza y al mismo tiempo salvador del cuerpo, que es la Iglesia”
(Ef. 5, 23), “la esperanza de los cristianos no puede ser, por consiguiente la
de una consumación puramente individual; sólo en “el hombre perfecto” en el nuevo
estatuto corporativo que es el cuerpo de Cristo, se alcanza la madurez de la
plenitud de Cristo (Ef. 4, 13) puesto que es ahí donde “corporalmente”
(omatikós-corporativamente) se localiza la plenitud de la divinidad (Col. 2, 9)
(Ruiz de la Peña: La otra dimensión. 4.12)
16.
“Jesús se presentó en medio de ello” (Jn.
20, 19. 36; Lc. 24, 36). Una vez
resucitado, lo primero que hace es reunir a los suyos, a la comunidad de
discípulos que se había dispersado, “todos los discípulos lo abandonaron y
huyeron” (Mt. 26, 56), y vivía
angustiada por el miedo (Jn. 20, 19). Jesús aparece “en medio de ella”, en el
centro, porque es Él quien la congrega, la funda, la sostiene. Es su punto de
referencia constante, en cuyo nombre se reúne. Sólo será cristiana si está centrada
en Él y solamente en Él. No tiene otros centros. “Porque donde están dos o tres
reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt. 18, 20; 28, 20). La confesión de fe cristiana pasa
necesariamente por este reconocimiento de Jesucristo, centro de su comunidad y
en cuyo nombre se reúne, como su único Señor. Es lo que a lo largo de los
siglos se repite en la Iglesia y está recogido en nuestro credo: “Creemos en un
sólo Señor, Jesucristo”. Esta experiencia del Señor en medio de ellos, en el centro
de la comunidad, como único Señor, les hace sentirse libres con la libertad “
de los que no viven ya para ellos, sino para el que ha muerto y resucitado por
ellos”. (2ª Cor. 5, 15): “Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí, mismo, si vivimos, vivimos para el
Señor, y si morimos, morimos para el Señor. Así, pues, tanto si vivimos como si
morimos somos del Señor. Para eso murió
y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos” (Rom. 14, 7-9). Tienen
conciencia de que no se pertenecen sino a aquel que por ellos murió y resucitó.
Como esto no lo ha hecho nadie más que N.S. Jesucristo sólo a Él pertenecen, no
tienen otros señores. Pero es más, al estar en el centro, en medio de la
comunidad creyente, su Iglesia, convierte a ésta en manifestación de su
Resurrección, de que está vivo y presente. Esto lo hace la comunidad
fundamentalmente por lo que vive, y por cómo lo vive, mucho más que por hacer
muchas cosas o dar muchas razones. Lo que viven y cómo lo viven hace que “todos
estaban impresionados... y se ganaban el favor de todo el pueblo. Por su parte
el Señor agregaba cada día los que se iban salvando al grupo de los creyentes” (Hech.
2, 42-47)
17. “¿No
ardía nuestro corazón mientras nos
hablaba?” (Lc 24, 32). Recuperada su historia y su palabra por la
Resurrección, avaladas por la autoridad del Padre que las hace suyas, se
convierten en fuente de verdad y presencia de la Verdad en la vida de sus
seguidores. El “para esto ha nacido y venido al mundo, para dar testimonio en
favor de la verdad” (Jn. 18, 37). Su testimonio ha sido rotundo: ha dado la
vida. Éste es el designio del Padre, la verdad que hace libres (Jn. 8, 32)
porque “quien quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su
vida por mí y por la buena noticia, la salvará” (Mc .8, 35). La Cruz es la
manifestación rotunda de la verdad: el amor hasta la muerte, la Resurrección,
la del amor que está por encima de ella. El creyente ama como Jesús nos ha
amado, no echándose atrás ante la muerte sino entregando la vida en una solidaridad
con los perdidos hasta en la máxima pérdida. “Si os mantenéis fieles a mi
palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; así conoceréis la verdad y la
verdad os hará libres” (Jn. 8, 31.32). Conociendo el amor que comunica la vida
se experimenta la verdad que nos libera. Por eso arde el corazón cuando se le
escucha, porque la vida nace del amor “y Él, que había amado a los suyos, que
estaban en el mundo, llevó su amor hasta el fin” (Jn, 13, 1),
hasta el extremo, hasta el colmo. Si el amor es total engendra la vida
total. Por esto quien aplica el oído para escucharle percibe la verdad de la
Vida, le arde el corazón y está dispuesto a darlo todo. Escucharle no es un
tranquilizante opcionable, es un deber de gratitud en quien ha comprendido la
grandeza de quien la dice, la autoridad con que la dice y la experiencia desde
donde se dice. El es la Palabra definitiva del Padre, que expresa toda la verdad de su amor gratuito, por eso el
imperativo que exige la atención y reclama totalidades: “Escuchadle” (Mt. 17,
5).
18. Todo
lo ocurrido fue por nosotros (“etiam
pro nobis” del Credo). La comunidad de los discípulos tiene conciencia de que todo lo sucedido ha
sido por nosotros, en un servicio desinteresado e inigualable al hombre. Juan
lo ha recogido en el lavatorio de los pies antes de padecer y en el mandato que
es su consecuencia lógica. Pero quizá lo vemos desconectado de la Resurrección
que también ha sido y es por nosotros. Tan claro lo vieron los discípulos que
ese servicio desinteresado, nacido del amor que da la vida, pasa a ser signo de
su presencia: “Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40). La comunidad revela la
presencia del Viviente cuando ama desinteresadamente pues es el amor el origen
de la vida, quien la sostiene y la hace presente. El servicio, quien lo
verifica. No excluye a nadie de su servicio pero tiene conciencia de “que los
miembros del cuerpo que consideramos más débiles son los más necesarios “(1ª Cor. 12, 22), hasta el punto de que “ni la
cabeza puede decir a los pies: no os necesito (12, 21)”. No se trata de
predilección o simple sentimiento sino de necesidad, La cabeza está obligada a
recibir las aportaciones de los demás miembros. Sólo postrándose ante el otro
para lavarle los pies, el amor se hace veraz, manifestando que no es retórica
sino presencia del que es más fuerte que la muerte.
19. “Entonces
se les abrieron los ojos y le reconocieron”. Ocurrió “cuando estaba sentado
a la mesa con ellos, tomó el pan, lo
bendijo, lo partió y se lo dio” (Lc. 24, 30-31). Se puede conocer a una persona
y no reconocerla. Es lo que les había pasado a los discípulos y a las mujeres
que le habían seguido. Una vez resucitado le confunden con un hortelano, un
fantasma, un caminante. Pero cuando el Señor hace el signo eficaz de su
presencia, la re-presentación de su amor hasta la muerte, de su dar la vida que se parte y reparte por la
multitud, entonces sí le re-conocen en la Fracción del Pan, la Eucaristía, es
anuncio de la muerte del Señor hasta que Él vuelva (1ª Cor. 11, 26), es re-presentación
incruenta del sacrificio de la Cruz, de la Hora del Hijo del Hombre, de su amor
hasta el final, hecha en un sencillo banquete, centro de la vida de los que le
re-conocen como su único Señor. Ella es el signo eficaz de su presencia, la
Memoria de la comunidad creyente que la congrega en la unidad y la dispersa en
la misión. Por ella el Resucitado está en medio de su Iglesia sacramentalmente,
es el centro que la atrae con su dinamismo al mismo tiempo que la envía a
contagiar al mundo.
20. “Ven,
Señor Jesús” (Apoc. 22, 20; Filip. 1, 23-26). El Resucitado es presencia
pero reconocible y experimentable sólo en parte y a través de mediaciones que
al mismo tiempo nos lo ocultan: “pero Jesús desapareció de su lado” (Lc. 24,
31) “se separó de ellos y fue llevado al cielo” (Lc. 24, 51). Él se hace
presente pero su presencia es inabarcable por eso deja siempre el ansia, el
anhelo, la necesidad de plenitud de lo que sólo en parte, y a través de signos,
se ha experimentado. Es un deseo de plenitud que hace exclamar a Pablo “para mí
la vida es Cristo y morir una ganancia... deseo la muerte para estar con
Cristo, que es con mucho lo mejor” (Filp. 1, 21.23). “La muerte es ganancia
porque facilita el encuentro definitivo, inmediato y sin intermediarios con
Cristo, que es la vida verdadera” (Comentario
al texto de la Casa de la Biblia). Hasta ese momento vivimos la tensión
entre lo que se tiene inicialmente, y en prenda, y lo que será su plenitud. Esta
tensión hace exclamar a la comunidad creyente que ha experimentado el encuentro
y la presencia del Resucitado, pero que no puede hacerla plena “Ven, Señor
Jesús”. Y es este anhelo el que la hace salir de cualquier refugio intimista,
por los caminos del mundo, a contagiar la alegría de lo experimentado, hasta
que El vuelva definitivamente.
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