lunes, 13 de junio de 2011

LA MUERTE DEL OBISPO JESÚS

 
Ayer, Señor, me vine muy preocupado. Nuestro obispo había entrado en coma profundo tras una breve y dolorosa enfermedad. Pero mi preocupación mayor es lo que oí de ti con motivo de esta enfermedad y de este proceso de muerte irreversible. Lo mejor que le pueda suceder es que Dios le abrevie la vida; Dios se ha acordado de él y le ha mandado una embolia que acelerará la muerte; la hemorragia ha sido un regalo de Dios; el Señor le ha enviado esta enfermedad cuando estaba en el mejor momento, respetemos sus secreteos designios...

Comprendo, Dios mío, el lado humano de estas expresiones. Bien por consolarnos, bien por la lectura creyente del acontecimiento que tranquiliza ante la impotencia, bien porque no se sabe que decir en este momento y es mejor dimitir, poniéndote a ti en medio, dejándote toda la responsabilidad del hecho... Comprendo todo lo humano que lleva consigo esta muerte, con sus afectos, sentimientos, emoción, temores y dudas. Y hasta lo disculpo. Pero a mí no me dejan tranquilo y hasta me subleva.

¿Qué imagen resulta de ti?, ¿Cómo te presentan?. Ante todo como un dios intervencionista que irrumpe en una vida feliz, cuajada de madurez y en su mejor momento, causando un grave daño. Entras en esta historia concreta y actúas en ella como puede hacerlo un virus maligno o un carnicero sanguinario. Como un dios lleno de ocultas intenciones y misteriosos designios frente a la claridad radiante de una vida que te testimonia y te sirve. Lo tuyo es siempre el misterio en su vulgar sentido de maquinación oscura frente a la sencillez y la claridad de la vida Un dios tenebroso cuyo mayor deseo y entretenimiento es aguar la sencillez de la fiesta, casi siempre la de los más felices y hasta más necesarios. Un dios caprichoso, ¿Por qué a este obispo joven y no a otro?. Como el gran gafe que donde pone sus ojos trae la desgracia, como si no tuvieras otra cosa que hacer buscando elegidos, en tus secretos designios, donde cumplir tus antojos, deshojando la mortífera margarita al sí y al no. Un dios contradictorio en tus actuaciones que primero mandas la desgracia y luego la remedias abreviándola. Introduces el virus para después causar la eutanasia. Un dios con cariños que matan, como las madres cuando dicen al hijo: te como, pero que a diferencia de ellas, tú lo haces, causas la enfermedad mortal y las complicaciones abreviantes en este caso, en otros alargantes del proceso... En fin, Señor, es sólo una muestra de la imagen resultante. ¿Se parece a ti, Dios mío?

Te confieso, Señor, que no soy capaz ni de decir semejantes cosas ni de pensar que seas así. Que muchas veces, incluso los autores sagrados, puedan hablar así de ti, no me cabe duda. Pero situados en su contexto, lenguaje y cultura, es imposible decir esas cosas de ti o atribuirte esas intervenciones. Y creo que es esto lo que nos desespera, que no actúes impidiendo la enfermedad o acortándola. Esto es lo difícil de aceptar, que no seas Tú quién la cause... Siendo Tú, cabe la sublimación de lo irremediable, la aceptación de lo heroico. No siendo Tú, sólo cabe la desesperanza o la resignación fatal. Pero aquí es donde veo el engaño, pues la fatalidad no deja de serlo viniendo de ti. El hado, el destino, la suerte, por muy divinos que parezcan, no dejan de ser fatalidad ante la que el hombre no puede ser libre. No respetar su autonomía y libertad, será un privilegio de los dioses pero, desde luego, es la negación expresa de tu paternidad, manifestada siempre en el amor y la libertad. Yo creo, Señor, que nos cuesta entenderlo porque casi siempre desconectamos tu omnipotencia de tu paternidad cuando, en las confesiones de fe, manifestamos que creemos no en la omnipotencia sino en Dios Padre omnipotente. Es decir, que el sustantivo es Padre y el adjetivo omnipotente, lo que me dice que no hay tal omnipotencia sino en tu paternidad o, lo que es lo mismo, la omnipotencia de tu amor y tu libertad. Y un padre tiene que aceptar, a veces con dolor y sufrimiento, las carencias de sus hijos. Debe asumir que el bien y la vida total del hijo, exige renuncias dolorosas pues no debe intervenir, para que el hijo llegue a la adultez definitiva. En el fondo, Señor, creo que nos falta convencimiento y decisión sobre lo que es el bien de cada uno y de todos: la vida total, la vida definitiva. Por eso, cuando esta vida se hace impedimento, con todo lo que lo acompaña, para la plenitud de tu amor, entonces nos resultas incomprensible, dudamos de ti y somos incapaces de ver y comprender tu amor inefable, que no causa ninguna desgracia en el hombre sino que lo aúpa sobre ellas en un respeto no menos inefable a su libertad. Libertad de vivir y de morir, asumiendo las carencias de esta vida que le permiten saltar de la resignación a la entrega para ser transformados y vivir la Vida Total definitivamente junto a ti.


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