lunes, 13 de junio de 2011

ENCONTRAR A DIOS EN EL MUNDO


Hace ya unos años, Señor, cuando el hombre, dominando la técnica científica, se aupó a cotas de dominio insospechadas muchos se preguntaron si había un lugar para ti. Hasta entonces a ti se te pedía todo, desde la salud hasta suerte en la lotería. A ti se te colocaba no sólo entre los pucheros sino hasta en la misma sopa. Tú eras el refugio, el auxilio, el recurso de nuestra inutilidad y el tapahuecos de nuestras desidias. Desde entonces acá las cosas han cambiado de tal modo, Señor, que muchos llegan hasta negarte porque creen que no hay lugar para ti. El hombre y el mundo son autónomos y no necesitan de ti para ser hombres y para ser mundo. Tú no eres útil, ni el creer en ti es productivo. Tus cosas y Tú mismo se identifican con períodos infantiles de nuestra humanidad pero, una vez llegados a la mayoría de edad ¿quién eres Tu?, ¿Dónde estás Tú? Llegados a la madurez, ¿por qué hemos de seguir creyendo en ti? ¿No nos podemos apañar solos?

Confieso, Señor, que esta actitud moderna me ha preocupado bastante, sobre todo cuando tanto se escribió y dijo sobre tu muerte. Sabes que me leía todo aquello intentando encontrar razones y, mediante una crítica seria, descubrir qué aportaban de verdad sobre ti y tus actuaciones salvadoras. Varias cosas descubrí que me ayudaron a depurar mi fe en ti y que hoy me ayudan a vivir mi mundo sin renegar de ti.

Veo, Señor, que éste proceso es importante, Que los hombres tomemos conciencia de nuestra autonomía y actuemos consecuentemente es un bien al que no debemos renunciar. Esto lleva consigo una imagen muy distinta de ti. Creo, Dios mío, que nos ayuda bastante a pasar de un paternalismo y sus consecuencias siempre infantilizadoras a un verdadero concepto de tu paternidad. La imagen anterior era paternalista. Un padre así no deja al hijo ser él, un dios así no deja al hombre ser hombre. Solucionarle al hombre sus problemas y arreglarle al mundo sus tensiones y conflictos es contribuir a su irresponsabilidad y su desidia. Tú no has hecho eso, jamás has actuado así. Otra cosa es que los hombres te lo hayamos atribuido. Desde los orígenes has querido que el hombre sea hombre, que crezca, se multiplique y domine la tierra. Nunca has entrado en competición ni con el hombre ni con su mundo. Hasta por el autor sagrado nos lo dijiste: el séptimo día descansó. Tuyo es el descanso, la siesta y el séptimo día, el definitivo, el último, el de la plenitud. Entre los hombres, una paternidad consecuente deja al hijo ser hijo, incluso permite deficiencias, sacrificios, sufrimientos, etc. Para que éste vaya madurando y pueda caminar sin tutelas hacia su madurez. No es mal padre el que utiliza todo para el bien del hijo y lo hace converger hacia su plenitud. Tú eres Padre bueno, tu paternidad, Señor, con el hombre, es la que funda su autonomía y la aboca a su plenitud e integridad. Eres Tú quién la quiere y jamás sientes pelusa porque el hombre, tu hijo, sea dominador de su mundo.

El error, Señor, quizá haya sido imaginarte como algo más entre las cosas del mundo. Algo muy santo y muy bueno, pero en el fondo algo. Como es ser juez, ser poeta, ser padre, ser científico, ser dios. Así no me extraña que haya oposiciones y competencias. Pero si no eres algo más entre las cosas del mundo, sino un Alguien en ellas que las sostienes y fundas, el Alguien personal que posibilitas su crecimiento y desarrollo, quien las abocas a su plenitud desde su misma autonomía, entonces no hay oposición ni competencia sino madurez que permite relación y comunión, que confluye a la plena realización del hombre y al logro de tu paternidad en él.

Tú estás, Padre, en el hombre, en su historia, en su mundo. No estás entre los hombres, entres sus historias, como una historia más, entre las cosas del mundo como un trasto más que utilizar. Tu presencia es en él mismo, como Tú lo quisiste, autónomo y creador, dominando la tierra y el universo. Cuando él lo logra, Tu sientes la alegría legítima de quien ha logrado que el deseo se haya convertido en realidad. Y el hijo que llega a la verdadera madurez, a la realización de su ser hombre, descubre en ella y en los caminos que anduvo hasta lograrla, la presencia respetuosa y amorosa de su Padre. Llegar a ser hombre realizado es dicha agradecida del hijo, reconocimiento amoroso de tu acción y acción de gracias por tu presencia inefable en nuestra historia.


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