lunes, 30 de mayo de 2011

DESAFECCIÓN


Leí hace tiempo, Señor, a un siquiatra que la ternura era esa urdidumbre básica que hace posible la estabilidad síquica de la personas. Donde no hay o no ha habido ternura puede esperarse todo pero, especialmente, agresividad contra uno mismo o contra los demás. Desde entonces sabes bien, Dios mío, cuanto me ha preocupado, hasta el punto que se me impuso como lucha contra mi carácter intransigente y distante en las formas, aunque en el fondo ha sido siempre profundamente afectivo. Lucha tensa por endulzar todas mis relaciones con cordialidad y acogida de los demás incluso de quienes me eran adversos. Unas veces lo logré, otras no.

A lo largo de los años, especialmente los que hemos llamado de posconcilio, he visto y sentido mucha agresividad, acumulada o reprimida, manifestada o disparada con soberano desparpajo, a todo lo largo y ancho de tú Iglesia. Casi siempre expresada en una crítica acerada contra personas e instituciones, contra el entramado de estas que visibilizan en nuestro mundo a la Iglesia. Tú sabes bien, Señor, que no estoy libre de culpa. Es como un sarampión que nos ha afectado especialmente a quienes hemos tenido más dificultades en esas relaciones o éramos más críticos. Había que adaptar, renovar y reformar y nada de esto puede hacerse sin crítica. Por ello, también muchas veces, te he dado gracias por ser crítico y por todos los que lo son. Sin ellos, empezando por el papa Juan, se hubiera hecho muy poco en la Iglesia.

Pero la dificultad no está ni en ser críticos ni en ejercer la crítica. Esto es un bien para la Iglesia y la sociedad. Una garantía de ser persona y no masa informe. La dificultad la veo, Señor, en la forma de ejercerla y es aquí donde quedo verdaderamente sorprendido. A través de todo lo que he visto, oído y leído he contemplado tal agresividad que manifiesta una carga afectiva desagradable en muchos que la ejercen. Esto es lo preocupante. Da la impresión de que tu Iglesia es algo que está ahí, fuera, como un objeto, una cosa, una sociedad más, un esqueleto inerte, con el que es imposible el calor de los afectos, los sentimientos, la emoción, las sensaciones profundas, la relación cordial, la comunicación honda. Y me trae a la memoria, Señor, todo lo que he vivido en esta Iglesia tuya, con sus aciertos y equivocaciones, con personas que no daban la talla que Tú les exigías. Pero que me hicieron mucho bien. Recuerdos, Señor, de todo lo que he sentido en Ella, cómo, a trancas y barrancas, en Ella, por sus personas e instituciones, me has hecho vivir una vida que nunca quise cambiar por la de nadie pues fue y es mi propia realización personal. No solo estoy en la Iglesia sino que me siento Iglesia y, además gracias a ti en Ella, me gusta serlo. Y sabes bien que no me gusta que la ataquen. Y sabes muy bien que me duelen sus defectos.

Por eso, Señor, no puedo entender la falta de afecto ni en la crítica hostil ni en la obediencia servil. En familia hablamos y comentamos los defectos y tratamos de ayudarnos. La pasión no nos ciega tanto como para no verlos o sentirlos, incluidos los pecados, que de todo hay entre nosotros. Pero con cariño, buscando siempre el bien de aquellos a quie­nes queremos, hasta olvidándonos de derechos y exigencias si a ello contribuyen. Creo, Señor, que nos olvidamos de nuestros orígenes en la Vida y de su desarrollo. Esa urdidumbre primigenia donde hubo personas, instituciones, ritos, costumbres, tareas... que formaron un entramado de relaciones entrañables donde uno se sintió acogido, valorado y querido, que después fueron creciendo hacia una adultez que permitía un amor adulto, critico y responsable para compartir, para asumir, para aportar, para suplir deficiencias y carencias…

Señor, perdóname si algunas veces mi crítica no nació del amor o no la acompaño. Y gracias, Dios mío, Gracias con mayúsculas, por estar en tú Iglesia, por quererla aún con cosas que no me gustan. Y no permitas que deje de ser crítico, para discernir lo malo que en ella ponemos y así poder superarlo. Que no deje nunca de amar la obra de tus manos. Y, también Señor, que por Ella me sienta acogido, valorado y amado.

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