lunes, 30 de mayo de 2011

COMUNIÓN DE LOS SANTOS


Cómo una catarata que desborda agua y vida, que salta y corre, que empapa y salpica, son los nombres e imágenes que no, pudiéndolo expresar una a una la totalidad, necesitan sucederse y completarse para decir tú obra: el agua viva de tu Amor inefable que corre derramándose, Señor. No basta un nombre ni una imagen que exprese el Misterio de tú Iglesia. Pero, de entre esos nombres e imágenes, hay una que desde los orígenes de mi caminar cristiano siempre me llamó la atención, me hizo reflexionar y fue principio fecundo de mi actuar. La tenía en el credo colocada a continuación de la confesión de fe en tú Iglesia en el llamado credo apostólico.

Al principio sabes muy bien, Señor, cómo la entendía. Era la unión de tus mejores hijos, los santos, contigo en la vida definitiva, disfrutando y gozando, también intercediendo, esta era su única relación con nosotros, además de lo que aquí habían dejado, su ejemplo. Eran la apoteosis de la gracia transformada en gloria, en una comunión plena en ti y en una intercesión constante por los que aún peregrinábamos. Eran tus amigos, purificados de todo y viviendo plenamente tu amistad, donde brillaba tu vida y tu rostro.

Posteriormente me hiciste ver cómo tu amistad estaba también en nosotros, en todos los que aceptábamos a tu Hijo como nuestro único Señor y éramos convocados en tu Familia, tu Iglesia. Ella era Misterio de comunión inefable contigo y con todos tus hijos no solo los del cielo sino también los de la tierra Y sabes, Señor, que sentía un gozo inmenso. Me sentí muy distante de Francisco de Asís, Pedro de Alcántara, Francisco Javier, Juan de la Cruz.... y de tantos a quienes tanto admiré y pedí, pero me sabía unido a ellos en la misma gracia que los santificó, la del Hijo, en las mismas tareas y afanes. ¡Cuánto me animaba ver hombres como yo que te habían sido fieles al precio que se les pusiese! Nosotros éramos también los santos en unión estrecha -cum unione- con ellos en la gracia de Cristo y en el oficio de Cristo -cum munere- la salvación de y para todos. Admirable fraternidad entre el cielo y la tierra, entre los hermanos mayores y nosotros los pequeños. Todos participábamos en el mismo y en lo mismo. Todos ayudábamos a la manifestación de tu gloria en el cielo y la tierra.

Y me sentí deudor, Señor, de aquellos hombres y mujeres que unidos al Hijo, habían completado en sus vidas lo que faltaba a la pasión de Cristo en sus miembros y, ahora, en El, por El y con El, eran gloria tuya, tu Gloria vivida en el cielo y manifestada en la tierra. Tu gracia era cristiana, de todo el Cristo que ibas conformando en nuestra humanidad. Gratis dada y, también de algún modo gratis ganada. Y me sorprendí, Señor, recibiendo el fruto que Francisco o Pedro, Juan o Teresa, junto a Cristo, habían sembrado a veces en la lejanía de los siglos. Y me sentí, Señor, gloria tuya y gloria suya pues aquella gracia estallaba hoy en nuestras fidelidades. Había algo, interior y profundo, que nos unía estrechamente. Por eso entendí que para haber comunión de los santos tenía que haber comunión en lo santo, en aquella realidad imponente, gratuita e indomesticable, en la que ellos y nosotros comulgábamos y que a todos nos excedía. Era la realidad del Cuerpo de tu Hijo, pero también la Vida que corría por todos sus órganos y funciones y, también, su Alma presente en todos y cada uno de sus miembros. Y te sentí admirable. Dios mío, cercano e inabarcable, tremendamente presente y formidablemente distante. Tu realidad inagotable era Presencia inconfundible dada a participar en gracia que nos unía sin mermar la distancia. Comunión de los santos era comunión en lo Santo. Y esto no era distinto de comulgar en el Santo, en ti Señor, que gratuitamente te comunicaste a todos ellos y en nosotros sigues comunicándote.

No hay comentarios: