jueves, 3 de marzo de 2011

DEL MÁS ACÁ Y DEL MÁS ALLÁ (I.I)

Primera parte: La muerte tránsito hacia la vida plena 

I.- SITUÁNDONOS 

1.- Más allá, más acá 

Sorprende que siempre que hablamos de lo que con la muerte nos viene lo abarcamos con la denominación “más allá”. La muerte es “más acá” pero donde nos introduce es “más allá”. La muerte es experiencia de todos los días, el “más allá” es aquello de lo que no hay experiencia. La muerte, para algunos, es el triunfo de los relativo, el “más allá”, para otros, es la apoteosis de lo definitivo. Y unos, ante la contundencia de lo relativo, se permiten negar la existencia de un algo absoluto no experimentable aquí y ahora. Otros se aferran a “lo de siempre” para, valorando lo absoluto del “más allá”, quitarle su valor al “más acá”. Y hoy nos encontramos con muchos que militan en un agnosticismo, indiferentismo e incluso ateísmo práctico, frente a todo lo que desde la Iglesia podamos decir sobre lo que englobamos en el concepto “más allá” y que no coincide, sin más, con “lo de siempre” que piensan otros. 

Lo de siempre nos lo sabemos de memoria porque fue lo que nos enseñaron a la mayoría desde pequeños: que la muerte es la separación del alma y el cuerpo que, ocurrida ésta, el alma va al cielo si se ha sido bueno, al infierno si se ha sido malo o al purgatorio si no hemos pagado suficientemente las penas merecidas por nuestros pecados, hasta la resurrección final donde alma y cuerpo se volverán a unir para vivir definitivamente o una eternidad dichosa o una eternidad desgraciada. Todo esto se adornaba, ante la carencia de palabras que expresaran esas realidades no experimentadas aquí, con una serie de imágenes apocalípticas y estremecedoras que, en su mayor parte, sustituyeron en la mentalidad de la mayoría de los fieles a los contenidos que intentaban expresar. Pero podemos preguntarnos: ¿es esta la fe de la Iglesia? A lo que sinceramente debemos contestar que no. Esta ha sido una forma de expresar esa fe, incluso en catecismos y documentos magistrales, en otras épocas, en un ámbito cultural y religioso muy distinto del hombre de hoy. 

¿Qué quiso expresar la Iglesia con esa doctrina e imágenes? Esto es lo que nos preguntamos hoy y podemos responder de una forma sencilla: que siguiendo a Jesucristo por la fe y las buenas obras nos dará la salvación, resucitando y venciendo a la muerte con Él, consiguientemente que nuestra vida aquí tiene que ver directamente con lo que seremos eternamente. Esta es la fe de siempre, el Evangelio, la Buena Noticia para todo el mundo, pero expresada de otra manera por un lado más inteligible y, por otro, evita los escollos que las imágenes han producido sustituyendo el contenido y haciéndola hoy incomprensible. Esta fe de siempre es la que a lo largo de nuestra reflexión iremos explicitando hasta donde nos sea posible. Consiguientemente, haremos la crítica a esas imágenes que en otros tiempos sirvieron para manifestar la fe de la Iglesia pero que hoy son más bien un obstáculo. 

“Más allá” y “más acá” están interrelacionados. En esta fe de la Iglesia lo primero que está claro es la estrecha relación que existe entre estas dos realidades. No son dos realidades independientes y autónomas. No hay nada en el “más acá” que no tenga que ver con el “más allá”. Y no sólo por la cuestión de méritos, los premios y los castigos de lo que tanto nos han hablado, y que era a lo que se reducía prácticamente esa relación, sino porque aquella es “la otra dimensión” de ésta, hasta el punto de que es la dimensión definitiva y plena de todo lo de aquí. Su finalidad y cumplimiento, pero también su forma y dinamismo, anticipándola de forma incoativa, pero también plenificante de toda la realidad que aquí vivimos. No hay una frontera insoslayable. Esta realidad que vivimos tiende hacia aquella y está informada por ella. Pero ella, al mismo tiempo, se anticipa en ésta haciéndonos vivir aquella realidad definitiva en una vivencia inefable de lo que un día será pleno. La gloría es la gracia llegada a su plenitud y ésta ya la vivimos aquí con todo lo que conlleva, el amor de Dios realizado en la filiación divina, en nuestro ser en Cristo miembros de su cuerpo y templos de su Espíritu, en el amor universal a hombres y mundo. Todo esto es anticipo de lo que un día será pleno. Así lo entendió el autor de Juan cuando nos entrega esta preciosa teología: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Jn. 17,3). Ya aquí conocemos a su enviado, le aceptamos y le seguimos, revelándonos al Padre y dándonos su Espíritu.

Consiguientemente, nos desenvolvemos en unas realidades que nos muestran como constitutivo de la escatología del Nuevo Testamento, la vivencia de la tensión existente entre el “ya” y el “todavía no”. Ya se están produciendo esas realidades por el amor entrañable que Dios Padre nos tiene. Ya nos ha concedido todos los instrumentos aptos para desarrollarlas y vivirlas pero “todavía no” en su desbordante plenitud, en su realidad definitiva y última. Por eso no se puede disociar el “más allá” del “más acá”. 

Todos tendremos culpa si perpetuamos esa ruptura entre el presente y el futuro y si seguimos manteniendo esas imágenes que en el pasado se han utilizado donde se resaltan los caracteres más negativos, entendidos casi siempre en un sentido humano, expresados en ese lenguaje y sacados de su contexto. Esto aún continúa en la predicación, en las enseñanzas y costumbres familiares, en la iconografía religiosa, en las devociones populares e, incluso, en el magisterio eclesiástico de otras épocas. Veámoslo en varios aspectos y analicemos someramente sus consecuencias más significativas. 

A.- La imagen de Dios que nos ofrecen. 

Realmente no resiste una comparación con la revelación del Nuevo Testamento. Nos han pintado un dios cruel, vengativo, en extremo inhumano. Al hablar de estas realidades llamadas últimas se las ha sacado de su único contexto fiable que es la revelación. En ella ¿qué se nos dice? Que Dios es amor (1ª Jn. 4,8), creando todo por amor (1), que es el Padre de N. S. Jesucristo (Ef. 1,3) y Padre nuestro (1ª Jn. 3,1; Mt. 6,9), que su amor es universal (1ª Tim. 2,3) a todos los hombres (Jn. 3,17) y que lo realiza en su Hijo salvándonos a todos por su muerte y resurrección (Rom. 6,5). Ninguna realidad presente o futura puede ignorar esa revelación. Consiguientemente toda realidad debe ser entendida como un proceso en el que el amor del Padre, por mediación del Hijo y del Espíritu, tiene siempre la iniciativa que no puede obedecer a otro motivo que al amor que nos tiene a cada uno y a todos y por eso nos conduce hacia la plenitud de su amor que coincide con nuestra plenitud humana. Sólo puede estar fuera de esta plenitud quien por decisión libre y consciente no quiera el amor que Dios le tiene, produciendo en su vida, y posiblemente en su muerte, un vacío tan grande e infinito como es el amor que Dios le tiene. Pero esto no lo causa Dios, quien lo produce es el hombre. La imagen de Dios que nos brinda el N. Testamento debe ser siempre el contexto para entender esta realidades últimas. Y esta revelación nos ofrece la imagen de un Dios bueno, lleno de piedad y misericordia para con sus hijos. Y si en algún momento los textos bíblicos nos hablan de ira y castigo de Dios hay que entenderlo siempre dentro de este contexto de la revelación esencial y no al modo humano. Dios no quiere mal alguno para ningún hombre. Si este lo padeciera –a eso se llama ira, castigo, infierno… etc.- no sería porque Dios hace algo, algún mal, contra él sino porque él se sitúa frente a Dios rechazando el amor que Dios le tiene y, consecuentemente, privándose de él. 

B.- Otras imágenes.

Otras imágenes que se han utilizado en diversos ámbitos son terroríficas. Baste recordar la antigua predicación, las concepciones y devociones populares, la iconografía religiosa y la misma literatura con ese prodigio de imaginación que es la Divina Comedia. A la muerte, que era la puerta de entrada en el “más allá”, se la ha rodeado de una tragicidad que, vista desde la gracia y el amor que Dios nos da, ésta no tiene. El amor de Dios no nos conduce al acabamiento y la nada sino a la plenitud de su amor, que los santos padres llamaron hasta deificación del hombre y que nosotros llamamos vida definitiva o eterna, realidad que ya estamos viviendo aquí en arras (2ª Cor. 1,22; Ef. 1,14) o anticipo y que la muerte no toca, está por encima de ella. La muerte de Cristo la ha despojado de esa tragicidad que era herencia no de una estructura de gracia sino de pecado.

Una explicación puede ser el haber desconectado el “más allá” del “más acá”, reduciéndolo a algo inexpresable, para el que no existía un lenguaje apropiado. Entonces el recurso era la imagen y cuanto más impactante – según la cultura y las necesidades pastorales de cada época- mucho mejor. Es el género apocalíptico de fácil recurso tanto en la Biblia como en el Magisterio y la predicación. Pero las consecuencias son las que nos alarman al ocupar las imágenes el lugar de los contenidos y el querer mantenerlas en otra cultura diferente y con otras necesidades pastorales. Un ejemplo lo tenemos en el carácter purificador del fuego. Su imagen se utilizó para expresar la necesaria  purificación para poder gozar de la gloria pero, durante siglos, se ha visto y utilizado como el constitutivo real de las penas del purgatorio y, también, de las del infierno. Limpiar todo este imaginario apocalíptico es hoy necesario y urgente sobre todo si queremos recuperar el carácter festivo y una concepción correcta de nuestra esperanza. 

3.- Los lugares deben ser también añadidos a las imágenes. 

La situación vivencial del hombre que, pasando el umbral de la muerte, se adentra en lo definitivo, se ha entendido durante siglos como lugares. Esta es otra de las desviaciones que, junto a las imágenes terroríficas y la representación cruel de Dios, ha producido mucho sufrimiento, mucha equivocación y, ante su problemática, como poco mucho escepticismo. Cielo, infierno, purgatorio e incluso limbo, eran lugares de dicha, condenación, purificación a donde Dios nos mandaba según hubiéramos sido en esta vida. Eran lugares creados por Dios con esa finalidad que, en el caso del purgatorio o el infierno, no se podía comprender cómo Dios había tenido unas ideas tan perversas y crueles para castigar a sus hijos aunque hubieran sido muy malos. No se podía entender una crueldad tan enorme en un Dios que es amor, creador y padre de todos los hombres, también de los más perversos.

A todo ello hay que añadir la dificultad de entender como lugares estas situaciones posteriores a la muerte cuando ya no hay espacio ni tiempo. No menos dificultad tiene el entender unos lugares que contenían fuego que abrasaba por dentro y por fuera sin acabar nunca de consumir lo quemado. Eran lugares inimaginables, y mucho más, la mente cruel que los había imaginado, creado y mantenido. 

II.-  SIN CRISTO NO ENTENDEMOS NADA. 

Ciertamente esta es otra de las cosas que han influido poderosamente en la mala comprensión de todo lo que entendemos como “más allá”. Cristo era como mucho una referencia piadosa para consuelo de quienes la suerte de los difuntos los dejaba triste. Pero desde la muerte hasta su finalidad, la vida eterna, son ininteligibles sin Cristo, no como referencia sino como constitutivo.

Nosotros confesamos con el N. Testamento que Cristo está en el origen de todo, en su mantenimiento y en su finalidad. Todo ha sido creado en Él y por Él (Col. 1,16), en Él  tiene todo su consistencia (Col. 1,17) y todo ha sido hecho para Él (Col. 1,18). Su encarnación redentora, además, nos ha afectado a todos de tal suerte  que no sólo se ha convertido en el ejemplar al que estamos referidos permanentemente, sino la causalidad que influye en nuestra muerte y origina nuestra resurrección (Flp. 3,21) convirtiéndose en el constitutivo esencial de la vida eterna y de su rechazo la muerte eterna. Ya vividas de una forma incoada aquí hasta el punto de que su aceptación o su rechazo, por la fe o la incredulidad, son ya origen de dicha eterna o de su vacío también eterno. Cristo, y en Él todo lo suyo, no es un simple hecho histórico acontecido en un momento del tiempo. Es un acontecimiento de salvación que sigue permanentemente presente y siempre actuando. Su muerte no fue una simple muerte individual, fue acontecimiento de salvación que abarcó todas las muertes, dándoles un sentido muy distinto al que tenían en la fe judía. La muerte no es ya el precio del pecado, con finalidad en sí misma, sino el tránsito a la vida definitiva causado por su resurrección que nos ha afectado a todos.

No hay nada en el “más allá” que, como hemos dicho, no tenga que ver con el “más acá”, pero tanto aquel como éste no tienen nada que no tenga que ver con Cristo. Esto, como iremos viendo, es lo que da un vuelco esperanzador a toda la escatología, sacándola de la negritud y la tragicidad donde la habían encerrado. 

III.- SIN LA IGLESIA NO LO LOGRAMOS. 

Otro de los malentendidos en este tema viene por una comprensión individualista no sólo de la fe cristiana sino, consecuentemente, del acontecimiento de salvación, Cristo, a quien ya aquí vivimos y que llegará a su plenitud después  del  tránsito de la muerte. Toda esta realidad se ha visto y vivido como algo particular, individual y privado. Yo y Dios y Dios y yo. Si entraba alguien más eran las poderosas intercesiones de los santos y, sobre todo, de la Virgen María para que individualmente yo lograra la salvación, o mi padre o mi hermano o un amigo que hubieran muerto. Siempre el mí por delante, como si esto fuera algo privado que sólo a mí me  afectase. Todavía esta actitud es muy frecuente, un ejemplo es lo reacios que son muchos a celebrar la misma misa por varios difuntos.

No podemos poner en duda el carácter personal de nuestro encuentro con Cristo, el seguimiento e incluso nuestra misma muerte. Pero personal no es lo mismo que individual. Es constitutivo del ser personal la sociabilidad y su carácter solidario. No somos individuos sino personas. Y esto, que ya somos por creación, no sólo se respeta en el orden de la salvación sino que se potencia llevándolo a su plenitud. ¿Qué es lo que hace la fe y el sacramento en esta vida? Que nos in-corporan a Cristo. Y eso  ¿qué significa? Que somos en Cristo corporativamente. Somos “cuerpo de Cristo” y encontramos salvación en tanto que somos cuerpo, porque sólo en Él reside la plenitud de la divinidad corporalmente (Col. 2,4). Pues bien, esto es la Iglesia –de hecho la llamamos también comunión de los santos- y esto es lo que hace la Iglesia. De aquí la trascendencia de su misión que por el bautismo nos in-corpora a Cristo, somos humanidad suya, cuerpo suyo y nos va desarrollando nuestro ser en Cristo hasta que lleguemos, por su muerte y resurrección, a la plenitud del mismo. Es la Iglesia y es en la Iglesia donde resucitamos de entre los muertos.  Porque no hay resurrección fuera de la resurrección de Cristo y esta es resurrección de su cuerpo (Rom. 5,5). Y ese cuerpo es la Iglesia. 

IV.- Y, DESDE AQUÍ, NUESTRA ESPERANZA EN UN FUTURO 

Es desde esta realidad –Cristo y su Iglesia- desde donde esperamos un futuro, con nombre y origen de certezas. Sí, es desde Cristo desde donde nace nuestra esperanza, no es desde la concepción de un alma inmortal. El apóstol Pablo lo tenía muy claro: nosotros resucitamos porque Cristo ha resucitado (1ª Cor. 15,20-22) y, desde ahí, concibe la vocación cristiana, el seguimiento y su plenitud. Tenemos un futuro Absoluto, Dios, que se nos da en Cristo, vencedor  de la ley, del pecado y de la muerte (Rom. 8,2) por su muerte y resurrección. Por eso para el creyente cristiano el futuro  tiene un nombre, es una realidad concreta que no descansa en una promesa sino en una realización. Dios es el fundamento y el objeto de la esperanza. Un Dios que ha mostrado su fidelidad y su poder en la muerte y la resurrección de Jesucristo. Esto es realidad no promesa, es realización frente a cualquier espera inconcreta porque es la historia personal y singular de Jesús.

Lo cual origina en el creyente una certeza. No se trata de un futuro en el aire, una posibilidad que origina dudas, una promesa que no sabe si se realizará. No, está por medio en primer lugar –y este es teológicamente el motivo formal de la esperanza- el compromiso de Dios de otorgar la salvación a todo hombre que la quiere y, en segundo lugar, la realización de este compromiso en Cristo. Dios es fiel y nos lo ha mostrado.

También origina una relativización –no una devaluación- de todo lo que no es futuro para el hombre o no conduce a él. De aquí la invitación permanente a que el cristiano de razón de su esperanza (1ª Ped. 3,15). 

V.- Y EL VALOR QUE DAMOS AL TIEMPO Y A LA HISTORIA 

Hay quienes ante este futuro fascinante que nos aguarda se sienten tentados a devaluar toda la realidad mundana y en ella toda la realidad temporal. Como si el tiempo fuera una prisión que nos encierra en lo contingente, impidiendo o retrasando la posesión de ese Futuro absoluto y trascendente. Es el futuro quien me hace ver que el presente tiene sentido. Que esto que tenemos y contamos en el tiempo, al ser vivido por mi libertad, se convierte en historia. Una historia que ni es ajena ni indiferente al Dios futuro absoluto del hombre. Pues es en esta historia donde se está haciendo la historia de salvación. Es el Futuro el origen de lo que en el presente se está gestando. Es en el tiempo y la historia donde se ha ido realizando el plan creador y redentor de Dios, donde han ido germinando aquellas “semillas” –“semina Verbi” de Tertuliano- que van orientando las historias personales y colectivas hacia ese Futuro donde encontrarán el desarrollo definitivo.

El tiempo y la historia –en la tensión permanente con el Futuro- tienen para el creyente un gran valor. Aunque nuestro tiempo es limitado y nuestra historia contingente –somos historia débil- es historia asumida, no ha sido devaluada por la encarnación redentora y es en ella donde se ha realizado una historia concreta, la de Jesús, con su pasión, muerte y resurrección que es lo que ha hecho posible que ese Futuro al que tendemos se haga un día realidad en todos. Es en este tiempo y en esta historia donde ya se está anticipando esa realidad que vivimos en nuestra existencia cristiana.

No es absentismo lo que anunciamos ante la realidad humana y mundana. Es compromiso y responsabilidad ante ellas lo que predicamos, porque es tiempo e historia asumidos en la existencia histórica de quien es el anticipo y la realización de ese Futuro absolutamente plenificante. 

Con lo que retornamos a lo mismo con lo que comenzábamos este capítulo,  que “más allá” y “más acá” no se desconocen entre sí sino que están interrelacionados en una permanente tensión escatológica.

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