sábado, 7 de marzo de 2015

XII.- En la comunidad hombres y mujeres son iguales


De allí se marchó al territorio de Judea y Transjordania; otra vez se le fueron reuniendo grupos de gente por el camino y, según su costumbre, también entonces les estuvo enseñando. Se acercaron algunos fariseos y le preguntaron para ponerlo a prueba:
— ¿Le está permitido a un hombre repudiar a su mujer?
Él les replicó:
— ¿Qué os ha mandado Moisés?
Contestaron:
— Moisés permitió repudiarla dándole un acta de divorcio.
Jesús les dijo:
— Por lo incorregibles que sois dejó escrito Moisés ese precepto. Pero al principio del mundo Dios los hizo varón y hembra. Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos un solo ser de modo que ya no son dos, sino un solo ser. Luego lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.
Vueltos a casa los discípulos le preguntaron sobre lo mismo. Él les dijo:
— Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.
La instrucción sigue en el camino hacia Jerusalén. Al unírsele gente, Jesús aprovecha para seguir su instrucción, no solo a los discípulos sino también a la gente, incluyendo en ella a fariseos que preguntan queriendo ponerle a prueba. Son estos los que preguntan a Jesús si es lícito al hombre repudiar a su mujer. Era una cuestión muy debatida entre los rabinos judíos. Unos exigían para ello algo grave como, por ejemplo, el adulterio, así Sanmai. Otros, como Hillel, las causas que exigían eran algunas muy leves, como haber conocido a otra mujer más hermosa... Todos admitían el recurso al repudio. La razón era que así lo había establecido Moisés y así constaba en la Ley. Jesús acepta que así lo estableció Moisés y que así estaba en la Ley. Pero explica el por qué de esto. No fue porque esta fuese la voluntad de Dios expresada en el Génesis, esto es, en los orígenes, sino por voluntad de Moisés debido a la dureza de corazón de los israelitas. Lo que Dios estableció al principio —esto es: en el plan original de Dios— es que hombre y mujer fueran un solo ser. La unión, por encima de las diferencias y no por un simple voluntarismo de los dos o de uno, sino porque así lo establece Dios y así lo rubrica en su naturaleza. Lo que ha querido Dios, desde los orígenes es la igualdad entre los humanos. La mujer no es ni un animal ni un objeto, es igual que el hombre. ¡Ésta si que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! ¿Pueden los huesos separarse de la carne sin perecer? Se está refiriendo al ser mismo de los humanos pues utiliza la expresión “carne”, que no significa en la antropología hebrea, el conjunto de músculos, nervios, huesos, etc. Sino que “carne” se refiere al hombre en su totalidad pero en cuanto es un ser contingente, limitado, necesitado. Es este ser el constituido por la unión del hombre y la mujer. Son una sola carne, un solo ser. No dos carnes separadas unidas por un contrato de dos seres puestos de acuerdo. Por eso lo que Dios ha unido y rubrica la naturaleza, no lo puede separar el hombre.
El repudio convierte a la mujer en un objeto disponible para lo que el varón disponga y esto es una injusticia que jamás puede ser querida por Dios, ni debe ser admitida por ninguna ley humana justa. Convierte la relación de pareja en puro machismo. Dentro de la comunidad cristiana, aunque el hombre y la mujer lo acepten y las leyes humanas así se lo reconozcan, unirse cualquiera de los dos con otro u otra convierte su relación en adúltera. La unión del matrimonio es en el ser, de tal manera que ya no son dos sino una sola carne y, consiguientemente, esta unión en el ser es irrompible y exclusiva. Unirse a otro supondría introducir la división en el único ser que los dos componen y que no se rompe, aunque los dos se pusieran de acuerdo pues la unión existente es en la unidad en el único ser que los dos componen.
Todo ello —en el plan original de Dios en su creación del ser humano— supone la igualdad de la mujer con el hombre, no hay ninguno inferior al otro. Son dos humanos diferentes, pero esas diferencias que tienen no lo son en el ser que ambos han constituido. Son, como algunos han defendido, una persona conyugal, ahí no hay desigualdad alguna. Esto conlleva la igualdad en los derechos y deberes, también en su dignidad y en el dinamismo de su ser personal que, por la unión existente, potencia su libertad, no la cohíbe y, mucho menos, la anula o destruye.
Cuando la unión se convierte, por la gracia, en sacramento, éste conduce la libertad de los cónyuges a la creación de una iglesia doméstica, expresión de la vivencia y concreción de la comunidad cristiana.
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