IV. Un caudal de disponibilidad: la sexualidad integrada del
célibe.
Si reducimos la sexualidad, primera o
principalmente, a genitalidad, somos los seres más desgraciados de éste mundo.
Pues al abarcar aquella a la totalidad de la persona y, por nuestro celibato,
renunciara ésta y a las gratificaciones de placer que conlleva, la sombra de la frustración estaría siempre
presente en el ser mismo de la persona. Hablar, entonces, de expropiación,
sublimación, renuncia por el Reino, etc., no disimularía jamás la fractura
producida en la persona, pues la sexualidad no es "parte" de la
persona de la que se pueda prescindir, abarca la totalidad de la misma. Es toda
la persona la que está sexuada.
Por eso, con
toda propiedad, llamamos sexualidad a la
organización misma de toda la vida afectiva (70) de la persona realizada y asumida en una
educación responsable. Según en torno a qué o a quien se organiza nuestra
vida afectiva nos dará vivencias muy distintas de nuestra sexualidad, una de
ellas es la genital y todo lo que a ella conduce o la rodea. Un célibe no renuncia a la vivencia de su
sexualidad, porque sería tanto como renunciar a ser persona, porque su vida afectiva se organiza en torno a
Dios y su Pueblo en el servicio específico para el que ha sido ordenado
sacramentalmente. La sexualidad se convierte en él, como en todo ser humano,
en una palanca formidable que realiza sus funciones en un plano muy distinto
del genital. (71)
Es función primaria de la sexualidad abrir
el ser personal a la comunión con el otro. Sin comunión no hay sexualidad
humanizada. Ella es la que nos empuja a salir de nosotros mismos e ir al
encuentro con los demás para situarnos en comunión con ellos. Esta función
primaria es orientada en el célibe a Dios y sus cosas. Y la "cosa"
principal es la creación de la comunidad cristiana, su acompañamiento y guía, a
situarse y vivir la comunión que constituye al Pueblo de Dios en una
localización concreta. No hay aquí el más leve asomo de castración,
expropiación, (72)
frustración personal. Toda la apertura al otro, la autoentrega, la donación, se
organiza en torno a la comunidad cristiana viviendo y realizando la comunión.
Cuando las gratificaciones del placer genital sustituyen la comunión en este
otro nivel es cuando podemos hablar de frustración y expropiación. Mientras la
genitalidad le divide, la comunión realiza, también en el plano antropológico,
a la persona del célibe. El gozo es otra
función esencial de la sexualidad y también irrenunciable para el célibe. Entrar
en comunión con Dios y con los demás es una experiencia gozosa enraizada
antropológicamente en la sexualidad. No decimos placer porque éste es más
físico y localizable. Decimos gozo porque es abarcante de la totalidad de la
persona y no reductible al placer genital. Si creamos comunión en comunidades
donde acogemos a los demás, y somos acogidos por ellos, experimentamos cómo
ésta función de nuestra sexualidad queda orientada y vivida, aunque se renuncie
a otras vivencias y a las gratificaciones de placer que conllevan. Y otra función necesaria de la sexualidad
es la fecundidad que, en su vivencia genital, tiende a la procreación pero
que, en cualquiera otra de sus formas, es
siempre fecunda. Lo es en el amor a Dios, en el familiar, en la amistad, en
el amor a la Iglesia en sus realizaciones concretas, en el amor al prójimo, en
el profesional, etc. La renuncia a la sexualidad genital, no supone renuncia a
la fecundidad la creación de las comunidades cristianas, en suscitar, acompañar
y guiar a otras personas a su plena realización como hijos de Dios. Por eso, la creatividad es también
connatural al celibato. Éste es inconcebible sin la autoentrega a Dios en
el amor pastoral y ésta es siempre creativa, pues está enraizada
antropológicamente en la sexualidad que organiza toda nuestra vida afectiva en
función de la comunión, el gozo y la fecundidad pastoral.
Cuando estas tres funciones esenciales de la
sexualidad humana no se viven en algún nivel, es cuando podemos hablar de
frustración en la persona. No
solo porque le falte algo a lo que se pueda o no renunciar, sino porque la
persona se ha construido defectuosamente. La sexualidad no es parte de la
persona, es constitutiva de la persona íntegra. Si la dejamos correr como una
fuerza paralela —no integrada— del dinamismo del ser personal, por
reduccionismo, estancamientos o regresiones, entonces se convierte en una
fuente de conflictos constantes que impide la realización integra de la
persona. Hablar, entonces de división profunda es tanto como constatar la
manipulación de la sexualidad —reducida a genitalidad— para obtener placer y,
por otra parte, dirigir el amor a fantasmas irreales más fruto de la
imaginación que de la realidad. Éste dualismo termina, a un plazo más o menos
corto, haciendo vivir a la persona una esquizofrenia práctica muy peligrosa:
una vivencia imaginativa de la sexualidad hecha de alucinaciones, deseos,
sentimientos, etc., que acompañan la manipulación de la misma reducida a fuente
de placer y, por otra parte, el amor a Dios y a los demás que, desconectado de
su matriz antropológica, se pierde en buenos deseos y mejores propósitos casi siempre
irrealizables.
Bástenos lo dicho para concluir que la
disponibilidad encuentra una fuerza poderosísima y tesonera en la sexualidad
integrada del célibe. No solo en el sentido funcional de podernos dedicar más y
mejor a la tarea, sino en este otro sentido
sacramental, que nace del bautismo y del orden, y que enraizado antropológicamente,
unifica la vida de la persona célibe que
queda organizada en torno al amor pastoral. (73) Ambos sacramentos nos
configuran con Cristo sacerdote en su diversidad específica, que ha redimido la
sexualidad con el hombre. Algo esencial que frecuentemente olvidamos. La
sexualidad tiene una bondad original desquiciada por el pecado, pero no solo ha
sido rescatada por la muerte y la resurrección del Señor, sino que ha sido elevada con el hombre al plano salvífico y orientada,
con todo su dinamismo, a la implantación del Reino. La vida afectiva del
célibe queda organizada en torno a éste y, sus funciones esenciales ‑comunión,
gozo y fecundidad‑, quedan orientadas, y al mismo tiempo son signo del Reino,
en la edificación de la comunidad concreta. (74)
Vista desde estas perspectivas —que no hemos
abordado en profundidad sino sólo en relación con la disponibilidad (para dejar
cabida a la reflexión personal)— creemos que la reflexión iniciada al comienzo
de este escrito, recibe una hondura insospechada y, al mismo tiempo, justifica
lo que al principio, de una forma más intuitiva que crítica, decíamos de la
disponibilidad: que con éste concepto realmente lo que tratamos de decir es ser
y estar libres para servir. Libres con la libertad de los hijos de Dios en el
servicio pastoral que en su Iglesia Él nos ha confiado.
NOTAS.—
70. Loidi-Longa: Catequesis para la
comunidad Cristiana Vol. I.
71. PC.12c; OT.10c; J. Pablo II Pastores dabo.... nº 29.
72. J. Pablo II. Pastores dabo... nº 29. L.
Trujillo O.C. pag. 156.
73. PO. 14a.
74. PO. 16b.
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