lunes, 30 de mayo de 2011

PRESIDIR EN LA CARIDAD


Hoy, Señor, sentimos una cierta vergüenza si nos presentamos como representantes tuyos. Antes hasta sonaba bien y estaba bien visto. Parece que cuanto más alta es la cota de autonomía lograda por el hom­bre, hay más reparo a aparecer con caracteres o representaciones divinas. También, por arte y gracia del espíritu democrático de nuestra sociedad, hay verdadera alergia a presentarse como gobernantes de las comunidades cristianas. Preferimos el concepto de presidir y, siempre, le añadimos en la caridad. Y si nos referimos a la autoridad Tú sabes bien, Dios mío, las reacciones que produce sólo el mentar la palabra. Es como si una corriente populachera hubiera cruzado de punta a cabo tu Iglesia con el pretexto de democratizar. Los justificantes de estas actitudes y reacciones están en las ideas de participación, colegialidad, representatividad y corresponsabilidad.

Y la verdad es, Señor, que aquí, como en tantas cosas, necesito aclararme so pena de sufrir mucho y hacer sufrir a los demás. Tengo claro que nadie debe querer aplicar a tu Iglesia lo que, legítimamente, se atribuye y vive en las sociedades civiles. Estas son obra del hombre que en su libertad decide lo que cree mejor en cada tiempo. Ella no es fundación humana, es obra tuya y parte de tu Misterio inefable. También tengo claro que así como tu Iglesia ha influido poderosamente en obras, instituciones, civilización y culturas humanas, así también estas influyen en tu Iglesia. Pero de esta constatación no debe seguirse la necesidad de ser u obrar como ellas si no responde a su fundamento. Admitido esto, creo que las conquistas humanas de participación, corresponsabilidad, etc., no sólo encuentran eco en tu Iglesia, sino que responden a lo que ella es en su origen y constitución. La Iglesia o es comunión -y entonces responde a tu voluntad- o no lo es y, entonces, no sería tu Iglesia, sino un invento humano mas Y, supuesto que es comunión, todo lo que la sociedad ha ido encontrando después de tensa lucha de siglos, es definitorio de tu Iglesia y no al revés. Así la corresponsabilidad, la participación, etc. Y aquí es donde comienzan las dificultades, pues, siendo así la Iglesia, resulta difícil compaginarlo con presidencias, gobierno y autoridad. Tan difícil para muchos que grandes tensiones posconciliares, que todavía padecemos, tienen aquí su origen. Si pensamos cartesianamente es muy difícil no inclinarse hacia un lado en detrimento del otro. Cuanto mayor es la inclinación, lógicamente, mayor es el olvido o rechazo del otro término. Pero si pensamos más dialécticamente, no se ve tal antagonismo y, mucho menos, contradicción. La autoridad no excluye la corresponsabilidad, ni el gobierno la participación.

Quizás la dificultad esté más en los modos. ¿Es posible, desde la fidelidad al N. Testamento, un ejercicio de la autoridad corresponsable? ¿Cabe un ejercicio del gobierno que sea cauce de participación frente a la pasividad? Tú gobiernas, Señor, el universo mundo. Tú ejerces un dominio soberano sobre personas y cosas. Tú tienes un ejercicio indiscutible de autoridad. Y Tú no eres ni un dictador, ni un déspota, ni eres autoritario, ni dominas imponiéndote sobre quienes somos infinitamente más débiles. Y, si alguna vez imperativamente nos mandas, nunca es para anular nuestra libertad y negarnos la participación sino, al contrario, para que asumamos nuestro puesto en la creación y la historia, en la misión y salvación del mundo, después de capacitarnos para ello. Creced, multiplicaos, id, dominad, anunciad, bautizad, etc..., son los imperativos de la participación, de la representatividad, de la corresponsabilidad.... En el fondo, la llamada al amor y la libertad que permiten a cada uno ser lo que es, asumir responsablemente su destino y seguir la vocación a la que le has llamado en libertad.

Por eso, Dios mío, creo que la función de presidir, de ejercer el gobierno en tu Iglesia, de ejercer la autoridad, por una parte no tiene que ver con sus correspondencias civiles y, por otra, ni están en oposición con la inquietud moderna, ni impiden su ejercicio, ni la contradicen, sino que son su estímulo y garantía constante e incluso su mismo fundamento. Nadie debe presidir en tu Iglesia desde el poder, ni en su propio nombre, ni como consecuencia de sus méritos. Desde ahí se produce siempre opresión y, consiguientemente, merma responsabilidad e impide participación. La presidencia en ella es siempre desde el amor tuyo, Dios soberano, y, siempre también, desde el amor a los demás. Desde ahí se vive y se hace la comunión que fundamenta la participación y la responsabilidad en libertad. Sólo el amor respeta a los otros dejándoles ser ellos. Sólo la libertad permite la participación responsable, no como una limosna que se nos hace sino como respuesta creativa del amor acogido en reciprocidad. Hablar, entonces, de la función de presidir o del ejercicio de la autoridad, no es coacción de nadie, ni impedimento, es garantía de que el amor no es veleidad ni capricho en quien preside y en quienes son presididos, es servicio a ti y a tu familia de la comunión que la constituye, no es coacción de libertades sino garantía de responsabilidad en su ser y su ejercicio, no es imposición de gustos o criterios personales sino estímulo de fidelidad a lo que somos y a la misión que nos encomendaste.

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