lunes, 13 de junio de 2011

INUTILIDAD, ¿UNA TRAGEDIA EN LA MAYORÍA DE EDAD?

 
Aunque no soy viejo, Señor, ni he llegado a la edad de la jubilación, si veo en mí señales de que no respondo más que con el deseo a cosas que antes afrontaba con prontitud y hasta con alegría. Se me han metido en la vida enfermedades que limitan mi salud, limitaciones que disminuyen mi actividad, restricciones que no me permiten ejercer lo que desearía hacer en cada momento. Muchas veces lo atribuyo a pereza o comodonería instalada en mi vida, otras veces a desánimo ante situaciones desfavorables, otras a malas costumbres que se me han introducido por falta de fervor y celo. Pero, reconociendo mucho de lo dicho en mí, pero queriendo ser también justo conmigo mismo, tengo que reconocer las goteras que han aparecido en el tejado de mi persona y que un día derribarán el andamiaje de este edificio. Si, junto a ello, reconozco el impacto que me produce el desánimo ‑en el que también influyen causas de tipo orgánico‑ y las carencias de todo aquello que un día conseguí pero que ya no tengo o deseé insistentemente pero no logré, y la falta de preparación para esta situación en la que me va colocando la edad, siento como nunca una sensación de inutilidad que me paraliza aún más. Si a esto añado la manifestación, en mis relaciones con los demás, de no ser ni necesario ni útil, e incluso el menosprecio de aquellos que antes me valoraban, aceptaban y querían, la inutilidad se me impone cada día con más fuerza. Y tengo que recurrir a todos los resortes que antes empleaba para encarar situaciones adversas, como querer hacer tu voluntad, la conciencia del deber, no ser escándalo para nadie, etc. par ir defendiendo el cumplimiento de mis obligaciones y los compromisos que adquiero. Pero se me antojan, Señor, una fachada que quiero mantener sabiendo que el barco hace agua o el edificio se tambalea. Y lo paso mal, Señor. Tú sabes hasta que punto soy sensible a esta experiencia de acabamiento lento anticipada que me produce la situación. No te pido, Señor, un milagro que me haga volver al dinamismo y fervor de mi juventud. Sí te pido que en la vejez, y las canas no me abandones. Esta conciencia de que, aunque todos me abandonasen, Tú nunca me abandonarás, se me va imponiendo al mismo tiempo que me produce paz y también estímulo. Gracias, Señor. Ahora siento en lo que hago y en lo que deseo, aquello que fue experiencia en tu apóstol Pablo: presumo de mis debilidades, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad, cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte. ¡Cómo me consuela esta experiencia y estas palabras, Señor! Pero ¡cómo me cuesta reconocer la debilidad!. Y, sobre todo, como me cuesta reconocerte en ella. Tú presencia la transforma en fuerza, ¿hay una debilidad mayor que el morir? Sin embargo, Tú manifestaste en la muerte de tu Hijo, la mayor fuerza transformante de la debilidad. Y sólo en su muerte. Fue en la debilidad de lo humano, asumiendo todo lo nuestro, donde manifestaste la fuerza transformante de tu gracia.

Por eso, Dios mío, quisiera también con tu apóstol Pablo, presumir de mis debilidades para que se manifieste en mí la fuerza de Cristo. Yo no puedo compararme con él, es esta una debilidad más a añadir a la larga lista de mis debilidades, pero soy consciente de que, en la medida que me es propia, Tú manifestarás tu fuerza en ellas. Que no deje, Señor, de reconocer mi debilidad, que no la desprecie como inútil, que siga acogiéndote a ti en ellas, que nunca las convierta en obstáculo para la manifestación de tu fuerza hasta el día glorioso de su plena manifestación en la máxima debilidad de lo humano: la muerte en tus brazos, Padre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Acabo de leer el texto. En verdad que la edad disminuye muchas cosas, pero no entiendo (como comentas y dice S. Pablo)cómo se puede estar orgulloso de ser o estar débil. Yo simplemente reconozco que no puedo hacer lo que antes hacía y me amoldo a la situación...pero enorgullecerme, no sé cómo. Gracias por el texto