lunes, 13 de junio de 2011

ACOMPAÑAMIENTO

 
Toda una mística, Señor, la que se ha originado. Como si fuera una reacción al despotismo tan usual en algunos clérigos y jerarcas. Ellos tienen la primera y la última palabra en todo. De los demás es obedecer y sin rechistar. La reacción tenía que venir. De los sacerdotes es acompañar. Y la mística del acompañamiento ha hecho furor. No hay que marcar objetivos, sólo los que personas y grupos van descubriendo. No se puede decidir más que los que todos deciden o hacen o proponen. La mística del ministro ordenado hoy, Señor, tiene un nombre: acompañamiento.

Si con ello quiere significarse la línea constante de tu actuación, Señor, tal y como la Escritura lo manifiesta ‑descender para ascender, abajarse para levantar, encarnarse para redimir, humillarse para glorificar‑ no me cuesta ningún trabajo admitirlo. Es la ley de la encarnación. Poner tu tienda en nuestro campo, hacerse carne. Acompañar, en este sentido, me parece muy válido. Que tu Iglesia, y en ella el ministerio ordenado, siga esta ley significa que no debe haber ni persona, ni situación, ni grupo donde ella no esté presente con todos los abajamientos que el servicio desinteresado al hombre demande, que nada ni nadie le sea ajeno ni extraño, que comparta con todos lo que es y puede. Al mismo tiempo que haga suya la suerte de quienes menos son, menos pueden, menos saben y menos valen.

Pero, en esto mismo, hay ya una limitación necesaria a tal acompañamiento. Hay muchas situaciones, acciones, pseudovalores, tendencias.., en el destinatario del acompañamiento que no pueden ser compartidas. Son carencias no ya físicas o sociales sino morales que, compartidas, pondrían a la Iglesia y al ministro frente a ti, pues son expresamente pecado o conducen necesariamente a él. Un acompañamiento a estos niveles sería la negación expresa de la ley de la encarnación. No conduciría a una redención ni a una ascensión del hombre acompañado.

Pero, además Señor, siguiendo la ley de tus actuaciones, éstas son siempre para levantar, para sanar, para salvar. Siempre son salvadoras. Nunca te has limitado a un mero compartir nuestra suerte. Es cierto que tu amor entrañable al hombre, siempre actúa con un respeto exquisito a su libertad. Sin imposiciones ni atropellos, sin suplir al hombre en lo que él puede hacer. Pero siempre mostrando tu voluntad, que es tu amor, y no sólo con hechos y testimonios, sino también con ideas y palabras. Tu Hijo, Dios mío, es tu Palabra que hace y tu hecho definitivo que dice. El no nos privó, con sus hechos y palabras, de señalar el camino, los medios y el fin que debe seguir todo hombre y todo grupo acompañado. Y es, precisamente, el ministerio apostólico el garante de esta oferta de salvación por la acción de tu Espíritu a lo largo y a lo ancho de toda la historia humana.

Entonces el acompañamiento debe incluir la propuesta de fe, lo que a ella conduce, lo que de ella consecuentemente se sigue. Debe discernir seriamente los límites del acompañamiento mismo. No puede ni debe compartir el mal del mundo ni la malicia de los hombres. No debe convertir a los ministros ni en nodrizas infantilizadoras de los fieles, ni en acompañantes de sus equivocaciones, de sus malicias e ignorancias. Mucho menos, convertir el acompañamiento en silencio cómplice ni en vista gorda. Un ministerio que no discierne ni ilumina con pretexto de acompañar, está traicionando su propia esencia, la de ser testigo actual de Jesucristo, la de garantizar que la fe de personas y grupos es la fe apostólica. Este es su acompañamiento fundamental, en el que ningún otro ministerio, ni servicio ni carisma, puede sustituirle.

Si todo fuera bueno, si cada persona o cada grupo fueran santos, sabios y prudentes, es posible que el acompañar del ministro fuera más abarcante o tuviera menos importancia. Pero la experiencia de la historia nos dice que no es así, que en los orígenes hubo pecado y sigue habiéndolo en personas, estructuras y grupos. Todo lo que de ellos sale no es verdad, ni justicia, ni amor, ni los medios que utilizan tampoco y, a veces, ni el fin que pretenden. Limitarse a acompañar en estos casos y situaciones, sería lamentable para ellos y para el ministro.

Por eso, Señor, cuando veo a lo que algunos ministros llegan en sus acompañamientos, que comenzaron con rectitud y convicción, pero que han devenido en ambigüedades, pérdidas de identidad y, a veces, abandonos, siento una tristeza muy grande, Señor. Privar al ministerio de una de sus funciones esenciales, con la excusa de acompañar, a la larga es una carencia tan decisiva que no sólo empobrece a tu pueblo, sino que le hace perder su propia identidad y, en él también la del ministro.

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