lunes, 23 de mayo de 2011

VIDA ETERNA


Tanto me insistieron, Señor, en el pecado y sus consecuencias, el original y el personal, en nuestro valle de lágrimas, en los peligros, tentaciones y amenazas, en la dificultad de una existencia cristiana, etc. etc., que cada vez que leía o escuchaba algo sobre la vida eterna, me era muy difícil poder relacionarla con nada de lo que vivimos aquí abajo. Esta dificultad se acrecentaba con la presentación que entonces se hacía de los llamados novísimos. Me quedó la impresión de que la vida eterna era algo que comenzaba, pasado el umbral de la muerte, si no te alcanzaba la eterna también desgracia. Es más, la misma muerte se me antojaba como la liquidación de todo lo que aquí vivíamos, como si nuestra vida no tuviera importancia ante ti y como si todo lo vivido no sirviera casi para nada.

Luego, Dios mío, guiado principalmente por los escritos de Juan, esas palabras me zumbaban muy fuerte en los oídos. Vida era un sustantivo al que se colocaba un adjetivo, temporal o eterno, según su contenido. Y para mí fue realmente sorprendente. Juan no hablaba solo de la otra vida, sino de la vida en su, dimensión última, esto es, definitiva, y esta consiste, según él, en conocerte a ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo. Pero no con un conocimiento meramente intelectual sino experiencial. En una palabra, Señor, vivir mi existencia cristiana, aunque su plenitud no pudiera lograrla aquí definitivamente en el espacio y el tiempo Entonces, todo lo último se me anticipaba. Hasta la gloria que no era otra cosa distinta que tu gracia llevada hasta sus últimas consecuencias.

Todo cambiaba radicalmente, Señor, todo mi existir tenía esa dimensión en ti. Vivirlo intensamente era llenarme de lo último, de lo definitivo. No había nada suficientemente pequeño, hasta un vaso de agua dado en tu nombre, merecía una recompensa eterna. Ni había nada suficientemente grande si no era en ti y por ti. Así, la vida, mi pequeña vida, era muy grande. Lo último se hacía presente en mi existencia cristiana y sus valores. El Reino no era un cuento sino una presencia, tu presencia, que actuaba haciendo realidad la justicia, la verdad, la paz, la gratuidad, el amor. Todo esto era eternidad. Estaba acosando la muerte y destruyéndola. Nada de ello podía ser tocado por ella. Llegar a mi muerte biológica no era un mal, era la coronación de un proceso en el que lo definitivo, Tú Dios mío, salías con los brazos abiertos a cosechar lo que habías sembrado. Con toda tu indecible ternura aparecerías a plena luz rompiendo el espejo de la fe con el que me había hasta entonces guiado.

Desde entonces, Señor, te confieso que se simplificaron muchas cosas y se relativizaron muchas más. La vida, mi vida en ti, mi pequeño existir en su dimensión última, cobraba un carácter simplificador de todo. Mi vida, en su pequeñez y simplicidad, era tu vida gratuitamente donada a una insignificante persona llamada a existir por ti, sostenida por ti como hijo querido que, sin confundirse contigo, llevaba en arras un futuro Absoluto. Y esto, Señor, era y es sencillamente grandioso. Todo lo relativo quedó en su sitio sin serme indiferente. Entendí, además, la grandeza de cada uno y la de todos. Cuando me hablaban de tu Iglesia, veía una torrentera inmensa de Vida expresada para vivir más como hijo y más con más hijos, realizando la Familia. De verdad, Señor, Tú lo sabes, cuando te he dado gracias por ello, me salía de dentro. He visto lo que es un hombre, he visto tu obra y tu gloria. Gracias hoy también, por mi vida y la de todos. Gracias por tu Vida gratuitamente dada a cada uno y a todos. Gracias, Señor, por vivir en el presente lo definitivo y lo último. Gracias por llamar y salir al encuentro en cada esquina de la vida y sobre todo, gracias, Dios mío, por tu espera paciente, más allá de espacio y tiempo, en la posesión total y perfecta de ésta Vida interminable.

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