lunes, 30 de mayo de 2011

TU IGLESIA


Cuando comenzaste, Señor, a abrirme los ojos a la realidad desbordante de tu Presencia, yo me sentí muy feliz, no te cambiaba por nada ni por nadie porque me sentí querido por ti, Dios soberano. Sabes muy bien que no cambio aquellos años de mi historia personal por los de nadie. Todo lo que no eras Tú o tenía relación contigo, la verdad es que no me interesó. Te sentía a ti en tus cosas, incluidas las instituciones que tanto bien me hicieron. Ingenuo y acrítico, todo me pareció bien y, hasta en lo evidente del mal, tuve siempre disculpas o un lado bueno en el que fijarme y satisfacer así mi ingenuidad. Pero lo vivía todo muy individualmente. Aquellas instituciones estaban en función de mi vivencia personal bien para alimentarla, bien para lanzarme a compartirla con los demás.

Luego fuiste descubriéndome, sobre todo a través de la lectura y la meditación lo que estaba debajo de aquellas instituciones que para mí eran lo visible e inmediato de tu Iglesia. Como su entramado interno. No puedo olvidar sin desagradecimiento cuando interioricé lo relacionado con el Cuerpo Místico de tu Hijo. La visión de Pablo camino de Damasco me impresionó. Tu Hijo y tus hijos en El, con El y por El, éramos una realidad contundente. Estábamos unidos y en comunión éramos lanzados a una misma tarea. Tu gracia, Señor, que descendía de Él, era como la savia que corre desde las raíces por el tronco estallando en hojas verdes y frutos en sazón. Era una maravilla verme, en mi insignificancia, siendo uno en ese Cuerpo, siendo Cuerpo de tu Hijo. Todo en mí bullía por dentro y todo mi ser entero y mi actuar querían serlo de tu Hijo.

Pero, aunque me sentía interrelacionado por dentro y por fuera, contribuyendo con mi pequeñez a la Comunión de los santos en la oración, celebraciones, acción, etc. No acababa de profundizar, Señor, en la totalidad. Todo lo interno lo entendía, trataba de vivirlo y me admiraba. Pero lo externo, lo visible, lo institucional lo veía como otra cosa, como algo paralelo que tenía poca relación con su ser interno. Y justifiqué muchas cosas. Desde obediencias ciegas y caprichos de tus representantes hasta riquezas institucionales, desde castidades represoras hasta casorios con el poder, desde humildades inhumanas hasta imposiciones dogmáticas en lo que no había sido revelado por ti, desde títulos y honores del boato eclesiástico hasta el desmedido poder de algunas instituciones. Todo era acríticamente justificado porque no veía su conexión con lo interno. Y hasta era feliz así.

Luego me sedujiste más profundamente. Me descubriste tu Pre­sencia no donde yo quería ponerte. Primero teóricamente, luego haciéndome ir a servirte en los que encontré más pobres. Allí te descubrí distinto, siempre sorprendiéndome. Allí soñé tu Familia como hogar caliente. Allí sentí como nunca tú Presencia, llamándome en ellos a servirte incondicionalmente. Allí lo interno y lo externo, lo visible y lo invisible, siendo distintos, no eran diferentes. Allí palpé sencillez y unidad en la única Obra de tu Amor admirable.

Desde entonces, Señor, comenzó la crítica y la lucha para exigir en lo externo la verificación de lo interno. Porque no había dos familias, Tú no habías hecho dos obras que corrieran paralelas. La Familia era una sola y el Amor que la fundaba exigía en su ser y su obrar, en todas sus cosas, ser manifestado a todo el mundo. Y exigía, también, un modo amoroso de transmitirse. No servía cualquier instrumento, no valía cualquier cosa. Aquí descubrí autenticidad. Comunidades, instituciones, legislación, liturgia, personas, templos y oficinas, ropas y muebles... todo, absolutamente todo, tenía que responder al Amor que la informaba y que tenían que manifestar. Tu Obra, tu Iglesia, el Cuerpo de tu Hijo no era una monumental instalación de poderes, riquezas, influencias, ni siquiera un establecimiento a donde se acude cuando hay necesidad. Contemplé sin escándalo el legado de los siglos, sentí escándalo si quería continuarlo y renuncié, Señor, al escándalo de querer perpetuarlo.

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