lunes, 23 de mayo de 2011

SALMO 50

Escrita al hilo del comentario de
Schohel-Carniti en su libro
"Los Salmos", de Verbo Divino

Cuando recito este salmo, Señor, me resulta fácil convertirlo en oración, de la que salgo con paz y ánimo. Incluso en situaciones en las que contemplo mi vida personal tan negativamente que me angustia el no responder en ella como Tú mereces. Lo recito con conciencia de que mi historia está plagada de infidelidades desde mis orígenes -pecado original- hasta en su desenvolvimiento -pecados personales- que son, desde entonces, cristalización de esa condición pecadora -pecador me concibió mi madre- que tantas veces, Dios mío, han roto tu relación conmigo. Pero, cuanto más se me impone mi condición, tanto más se me impone la tuya, Señor, que me hace verte como el Padre bueno, lleno de misericordia y de ternura indecibles. Cuanta más misericordia te pido más misericordia te reconozco. Quizás sea esto lo que más me impone en la recitación de este salmo que nunca me deja rutinario ni indiferente.

La imagen que de ti impone, Señor, dentro de un inmenso respeto, es la del Padre misericordioso, no la del juez implacable que tiene que hacer justicia en un pleito. Aquí no apareces como juez sino como parte ofendida que en el pleito sale inocente. Tú nunca has quebrantado la Alianza, ni la antigua ni la nueva hecha en la sangre de tu Hijo. Tú la estableciste gratuitamente. Somos los hombres quienes la rompemos interesadamente. Cuando, desde esta consciente rotura -pues yo reconozco mi culpa y tengo presente mi pecado- ayudados por tu gracia, gritamos: misericordia, oh Dios, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, cuanto más intenso es su deseo, más intensamente estamos reconociendo tu inocencia de parte ofendida. Y, cuanto más inmenso es el abismo del pecado en que nos sumergimos tanto mayor aparecen tus entrañas de misericordia para la parte que ofende. Pues el desenlace del salmo no es la imposición de ningún castigo -ya lo lleva en si el abismo de la culpa- sino la alegría del retorno, del restablecimiento gozoso de la relación contigo, efecto de tu misericordia. No como juez -sería injusto absolver al culpable- sino como parte inocente que perdona a la ofensora.

La imagen que presenta del hombre creyente en su pecado es, sobre el trasfondo del adulterio y homicidio de David, también impresionante, Señor. Afirma nuestra condición pecadora, abismo tan inmenso en su negación como en la afirmación de lo que niega: tu Misterio, no para perdonar los pecados personales -pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado- porque obedecen a una decisión personal en la que se concreta esa condición original y la agranda, sino porque ante tu sublime Misterio ¿qué hombre es inocente frente a ti? Ante tu amor inefable, que establece Alianza con el hombre, brilla siempre tu fidelidad y, consiguientemente, tu inocencia. Es tu argumento en el juicio que te hace justicia y del que resultas siempre inocente. El hombre creyente no es el perfecto, a quien le cuesta reconocer su culpa y su pecado, es el que, reconociéndolos, reconoce tu inocencia reflejo consecuente de tu amor gratuito, y te suplica misericordia. Unas veces, Dios mío, porque no nos gusta vernos sucios o feos, nos hacemos dioses inocentes que tapan su rostro ante el pecado y quieren borrar su propia culpa, no queremos reconocer nuestra condición y sus consecuencias y frutos. Otras, abusamos de tu misericordia irresponsablemente, creemos que a tu amor le da igual bien que mal, un hijo bueno que un hijo malo, y a ese tipo de amor irresponsable respondemos también irresponsablemente no tomándonos en serio tu amor, como si tu inocencia, Señor, fuera tontorronería y no manifestación de tu inefable Misterio. Otras veces nos disculpamos, Señor, con tantas cosas y con tanta blandenguería para con nosotros mismos, que cada vez, nos cuesta más reconocer nuestra condición pecadora y nuestros pecados. Otras, Señor, nos vamos al polo opuesto y, ante la contemplación de nuestra condición y sus resultados, nos bloqueamos en ella como si tu inocencia te impidiera tu misericordia Nos vemos tan negativamente, con tal negritud en nuestra vida, que nos hace desesperar como si no tuviéramos remedio, faltándonos la fe o teniendo de ti una imagen falseada que no se corresponde contigo, pues no anuncia el gozo de la salvación ni regocija a los huesos quebrantados.

Tú, Señor, pides al hombre sinceridad y sensatez, que es lo mismo que verdad. No eres Tú el ofensor, ni hay otra desmesura en tu Alianza que la de tu amor inmenso, no exiges más que lo que has sembrado, por eso puedes pedir al hombre que reconozca su condición original y personal, que asuma la verdad de tu inocencia y la suya de culpable. Tu amor no rompe la Alianza sino que la establece y restablece. Esta es la verdad que crea sensatez. El creyente lo sabe, Señor, por eso desde la verdad de su condición y situación te pide misericordia. Y te la pide incansablemente porque sabe de tu amor inmenso e inocente. No espera, Señor, un juicio tuyo, este ya se ha dado en el reconocimiento de su culpabilidad incompatible con tu amor fiel. Por eso espera perdón para su infidelidad, no justicia que le condenaría siempre como culpable. Que brille la inocencia y la fidelidad de tu amor terco en quienes no tienen inocencia ni posibilidad de defensa. Nos ponemos ante ti, Señor, como somos y con lo que tenemos o hemos hecho y, desde esta condición nuestra, sólo podemos esperar salvación en la condición tuya, en tu verdad Señor, que es tu amor misericordioso.

Tu perdón, Señor, trae para el creyente alegría, paz y compromiso. La experiencia de nuestra condición, en sus frutos y consecuencias, nuestros pecados personales y estructurales, nos trae siempre tristeza, porque no responde a lo que somos sino a los que hemos querido ser en un mal ejercicio de nuestra libertad, que nos ha esclavizado a lo penúltimo olvidándose de lo último que es su fundamento. A tu llamada a la conversión hemos respondido haciéndote oídos sordos, al apremio insistente de tu amor, que busca siempre comunión, nuestra respuesta ha sido el olvido, en el colmo del menosprecio, levantando un abismo -mysterium iniquitatis- que sólo el abismo insondable de tu amor misericordioso puede salvar, ante la donación gratuita de tu filiación no hemos querido ser hijos y coherederos sino esclavos y desheredados. Ante un ejercicio responsable de nuestra libertad, que nos conduce inexorablemente a servir a los demás, nos hemos replegado sobre nosotros mismos y nuestros intereses en un egoísmo que nos asfixia. Todo ello nos crea tristeza honda, tan profunda como es la contradicción con lo que Tú, Señor, quieres de nosotros y para lo que nos has capacitado.

Cuando, desde lo profundo de esta contradicción, experimentada y reconocida, con la ayuda de tu gracia, levantamos el corazón hacia ti y nos otorgas tu perdón, la alegría inunda nuestro ser, pues se ha restablecido la armonía entre lo que somos y lo que queremos ser: hijos y coherederos, libres para servir, desde nuestra religación más profunda contigo. Es inevitable para nosotros, que hemos conocido la revelación de tu Misterio insondable en tu Hijo, volver la mirada a Él y a lo que con El nos has otorgado. Padre de bondad infinita. El es la armonía y en El, con El y por El, tu perdón nos alcanza y somos renovados por dentro con espíritu firme y un corazón puro sustituye al envejecido por el pecado. El gozo de la salvación y su alegría regocija a los huesos quebrantados por la división de la culpa. Paz es el bien mesiánico que se establece en medio de tanta guerra. Orden, donde cada uno está en su sitio y cada cosa en su lugar, Tú Señor, en el tuyo, en el orden que establece tu amor misericordioso desde el principio, nosotros en el nuestro, el que tu amor nos otorgó en el plan armonioso de tu creación y encarnación redentora. El mundo, renovándose, conociendo la manifestación de tus hijos en el Hijo y transformándose por la acción creadora de tu Espíritu. Paz que es alegría, es justicia y es esperanza de los que creen. Desde ahí, Señor, nuestra libertad, liberada de cualquier atadura, se lanza hacia los demás -enseñaré a los malvados tus caminos y los pecadores volverán a ti para que, entrando en caminos de sinceridad y sensatez, participen del gozo de la salvación que el creyente ha experimentado en el reconocimiento de su culpa y de tu amor inocente. Señor mío, no dejes de abrir mis labios para que mi boca proclame siempre tu alabanza.

No hay comentarios: