sábado, 28 de mayo de 2011

RESURRECCIÓN


Al principio, Señor, no me llamaba tanto la atención pero, después que he ido ahondando en el Misterio de tu Hijo muerto y resucitado y su vivencia en una liturgia renovada, me supone hasta cierto escándalo la vivencia popular de la semana santa, con su cortejo de procesiones agolpándose en torno al Viernes santo, y la vivencia popular de la Vigilia Pascual y la resurrección. Como si la muerte fuera fin en sí misma y tuviera la última palabra sobre El y sobre todos nosotros.

¿Es porque en masa nos sentimos culpables y queremos compensarlo sacando a pasear el dolor por nuestras calles? ¿Es porque tanto sufrimiento junto, con prisas y a golpes, hemos creído representarlo fácilmente en imágenes que fomentan la compasión y el sentimiento que nos exculpen? Nada tengo, Señor, contra las tallas sublimes del Hijo o de la Madre. Pero que casi toda la masa de creyentes sinceros se hallan detenido en esos cuerpos doloridos y en esos rostros llorosos o sangrantes, sin acudir al sepulcro vacío y contemplar la Luz radiante, me parece, Señor, que es dejar manco el Misterio y muy a medias la fe de los creyentes. Como si el desenlace de la Vida fuera la muerte.

Necesaria fue la culpa y necesaria fue aquella muerte. Pero más necesaria era la Gracia y la Vida que liberaban aquella muerte. En el duelo entre ambas la victoria fue de la Vida sobre la muerte. La muerte era nuestra, nuestra obra que, en el colmo de tu amor solidario, fue asumida en el Hijo. La Resurrección es tuya, enteramente tuya, tu obra, tu afirmación de Jesús, tu respuesta a los poderes de este mundo, nuestros poderes, mostrándoles su vaciedad e impotencia Por ella recuperas al Hijo, con su doctrina y su historia que, desde entonces, son para nosotros significantes. Nada de lo dicho y lo hecho por El tendría sentido si se hubiera detenido ante la muerte. Pero, nada de ello significaría algo para nosotros, ni la muerte misma, si no hubieras aplastado en El con el acoso agobiante de la Vida. Desde ti, Señor, Jesús es significante para los hombres por la Resurrección no por la necesaria muerte. Pudo resucitar porque murió, pero la muerte no tuvo en El la última palabra, ésta es siempre tuya, Señor, y, porque dijiste la última palabra, la definitiva, Jesús el crucificado está vivo, es el Viviente, el liquidador de la muerte, el sacrificador del sacrificio.

Tuviste prisa, Señor, y lo que costó tanto y en tanto tiempo, Tú lo destrozaste en un momento. El instante mismo en que la eternidad acribilló el tiempo. No hay un superlativo suficiente que lo exprese, ni vale el gran día, ni el día de los días, ni simplemente el día. Tuvieron que decir el tercer día, el día tuyo, el definitivo. El instante mismo de tu prisa, Dios soberano, que consumía la sucesión del tiempo, que abrasó el espacio haciendo saltar la losa. ¡Qué instante el de tu prisa! Ni luceros ni estrellas pudieron ser testigos, ni la noche misma. No hubo astro capaz de alumbrar la Luz, son menos que una vela encima de un monte pretendiendo iluminar al sol. ¡Qué momento el de tu prisa! Nada pudo contenerte, tenías las manos libres y lo hiciste. Si grande y admirable eres en tus obras, tuvo el hagiógrafo que decir siete días para que pudiéramos entender la plenitud de tu obra creadora, pero cuando ya no hay días sino eternidad quemando tiempo, es tu prisa que extiende sus brazos y hace añicos muertes y sepulcros. Tuvieron que decir el tercer día. Tu Día, el instante mismo en que tus manos quedaron sueltas para hacer tu obra, tu actuación definitiva. Te imagino, Señor, desde toda la eternidad acechando este momento. Y quiero imaginármelo pero no puedo. Todo el amor eterno soltado en un instante en aquella Humanidad querida sin trabas ni barreras. Todo el amor eterno del Padre hacia el Hijo en aquella carne santa asumida. Y todo fuego, Señor, y toda la luz, juntas y concentradas en un chispazo, se quedan cortos para entender el instante de tu prisa. El tercer día es tu Día, el tuyo, Señor.

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