lunes, 30 de mayo de 2011

PENTECOSTÉS


Cuando contemplo, Señor, la armonía de tu plan salvador, el amor desbordado en todos y cada uno, que crea y recrea incansable el bien de tus hijos, me quedo sobrecogido. No es temor, ni simple admiración de lo grandioso y bello. Es adoración. Una actitud interior, Dios mío, dimensión entrañable de mi propia persona, que no pide ni razona, que no busca ni desea, que se adentra extasiado en lo que le supera y desborda, para quedarse quieto, incondicionalmente rendido, ante ti Amor inagotable. ¡Qué bien lo has hecho, Señor! La obra del Hijo es tu obra. Llenó hasta los bordes el amor que le habías confiado. Pero tenía que introducirse en cada uno y en todos, todos teníamos que conocerlo y vivirlo en cada tiempo convertido en oportunidad de gracia. No imponiéndote sino propiciando nuestra libertad responsable en el asentimiento consciente y el coraje de la decisión. ¿Y quién mejor, Señor, que el Amor personal, el cariño común, para convertirse en Don introduciéndonos en tu inagotable Misterio?

Tuvieron que hablar de cincuenta días, pentecostés, para decirnos Plenitud. Tuvieron que pintarnos un cuadro completo: toda la Comunidad con María, la más cercana a la Humanidad santa del Hijo, reunida, congregada para la dispersión, en oración y el estallido formidable del trueno, las lenguas de fuego, las tomas de conciencia personales y colectiva, la superación de los miedos, el hablar con coraje de lo que habían visto y vívido y... todo, Señor. Todo se desbordó porque tu Amor estaba desbordado, dado, entregado a nuestro mundo, porque se habían acabado las trabas y la barreras. Si con las manos cogidas habías hecho maravillas ¿qué no harías con los brazos abiertos y las manos sueltas?

Sí, Señor, no encuentro otra palabra que plenitud. La Nueva Humanidad estaba en marcha haciendo nuevas todas las cosas. Hombres nuevos eran testigos de tu obra. Tenían otra forma de vivir que nacía de dentro, tenían otros valores, tenían otras palabras, tenían otros hechos... La Santa Humanidad había cogido por dentro a los que antes atrapo por fuera. El Don, el Amor entregado había comenzado a hacer de las suyas y nadie quedaría quieto. La zarabanda que armaste ya no habrá quién la detenga.

No creo, Dios mío, que fuera a los cincuenta días de la Resurrección porque tu prisa ya no tenía tiempo. Congregados los dispersos por la incomprensión de tu hora, contemplado el sepulcro vacío y sentido vivo el Crucificado en sus manifestaciones. Tomada conciencia de lo que eran y a qué se les destinaba, todo esto era ya obra de tu Espíritu que como en los orígenes, agitándose en el caos, hizo criaturas de la vaciedad de la nada; ahora comenzaba la Nueva Creación desde la nada del miedo y el escándalo de la Cruz. La tormenta estallo justo cuando entendieron la magnitud de tu Hora: el Crucificado vive y es el Señor. Se acabaron los miedos, las dudas y las reticencias. Ya se sabía quién era y a quién revelaba. Y si Tú, Padre, habías asumido su obra, era tuya, tu revelación, la manifestación gloriosa de tu amor eterno. Ya no había posibilidad de engaño, ni la vida ni la muerte del Hijo habían sido un fracaso. Al hacerlos tuyos el éxito estaba asegurado. Poner en juego todo su ser y su vivir, hasta el extremo de dar la vida por ti, no era pérdida sino la más extraordinaria ganancia.

Todo esto se agolpó en un instante concienciador e impulsivo en aquellos discípulos. Todo lo vivido, lo conocido, lo sentido, lo experimentado... todo fue luz reveladora de quién los tomaba de su mano Luz, tu Luz Señor, hecha Presencia y por dentro abrasando. No hubo cincuenta días, hubo la plenitud de tu Presencia, la experiencia de tu Amor eterno hecha prisa en un instante. Así veo la maravilla de Pentecostés y, después de esto, Señor, ya no me extraña nada de lo que aconteció en aquellos y por aquellos hombres.

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