lunes, 23 de mayo de 2011

PECADO VACÍO QUE DAÑA


Si me impone, Señor, el pecado por ser negación expresa de tu historia de amor y fidelidad hacia mi pobre persona, como desintegración de mi humanidad integral, existencia errónea querida por quien se cree señor suficiente de su propia y personal historia, me horroriza, Señor, cuando lo contemplo a la luz de la gratuita mediación de tu Hijo.

Toda su existencia entre nosotros fue, Señor, la expresión palpable de tu ternura indecible. Tan humano, tan verdaderamente hombre, tan integralmente de nuestra condición, que solamente conociéndole hemos sabido los humanos lo que es ser hombre. Existir, ser y vivir en Ti para los demás, hasta el colmo de responder ante Ti por todos y por cada uno, hasta el extremo de entregarse en la cruz a la prepotencia de lo aparente, de la vaciedad y el sin-sentido, muestra esta faceta terrible del no ser hecho violencia, interés, egoísmo, mentira o injusticia. Son carencias donde Tú no estás, Señor, pero tienen la fuerza de arrastrar al Hijo hasta el dolor agolpado, el sufrimiento indecible, la muerte crucificada.

Por eso me horroriza, Señor, porque veo que no se trata simplemente de carencias indiferentes, de que yo no quiera vivir plenamente mí existencia humana condenándome al vacío de un vivir sin sentido. No. Mi existir injusto o egoísta, mentiroso o violento, desunido o interesado… no es algo inofensivo o trivial. Como un pasar simplemente de las realidades que niegan. No. Todo ello es poder, es fuerza desatada que clava al Justo, al Veraz, a la Vida. Que se aúpa en la muerte y en lo que a ella conduce: la crucifixión del Hijo. Nos lo dijo claramente: o conmigo o contra mí; aquí no se puede ser pasota o indiferente. No existir integralmente, no vivir una existencia cristiana consecuente, esto es pecado, Señor. Y el pecado engendra y da muerte. Ellos son su precio. Esto me produce horror.

Cierto que enzarzado en mis primeros tiempos en pecados entendidos como actos o cosas, no medí ni la profundidad, ni la fuerza, ni las consecuencias de vivir mi existencia como vaciedad y sin-sentido. Era como si pudiendo lo más me quedara en lo menos. Como si me ofrecieras un banquete suculento y yo sólo quisiera probar algunas cosas de las muchas servidas en la mesa. Como si pudiera pasar de algo o de todo lo que Tú, Señor, me ofreces. Ahora no. Gracias a la revelación del Hijo puedo ver que no hay nada indiferente, que no da igual esto que aquello, que mi libertad personal no puede realizarse en su rechazo y su muerte, que mi forma de existir, de ser y vivir, ni te son inofensivas ni indiferentes, porque están asociadas aquella muerte. Y esto, sin dejar de ser carencia y vacío de lo mejor, de lo que debía ser es descaradamente ratero. Como es vacío un socavón o un pozo pero que quien cae en él se estrella.

Y me resulta monstruoso, Señor, el empeño humano de ir robando terreno, de ir haciendo huecos fatales, de que cada uno no se empeñe en querer ser tierra buena y quiera ser socavón donde el Justo muere. Qué pena, Señor, cundo veo la engañosa indiferencia en que tantos se han instalado, el escepticismo con que se te mira a Ti o a tus cosas, la incredulidad hecha carne en quien niega tu amor inefable o te rechaza como Absoluto del hombre. Pena profunda, Señor, porque veo claramente que ante el Hijo entregado es imposible pasar indiferentes.

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