lunes, 23 de mayo de 2011

LA VIDA


¡Lo que nos cuesta, Señor, aceptarte como Señor de la vida! Parece que la vida es la rutina nuestra de cada día y la muerte, y lo que a ella conduce, la rutina tuya. Lo nuestro es vivir, gozando y disfrutando solos, es decir sin ti, como si Tú fueras el temible aguafiestas que, apareciendo, liquida el jolgorio. Como si la vida nuestra, la de cada día con sus complementos extraordinarios, corriera al margen de tu interés. Como si la risa no fuera cosa tuya y solo lo fuera el llanto. Hemos cargado tanto las tintas en el dolor humano que parece el signo de tu presencia. Y la verdad es que no lo pienso así.

Tú eres, Señor, amor, comunión, gozo infinito, dicha, felicidad. Tú no eres dolor, aislamiento, terror, desdicha. infelicidad. Si Tú te haces presente en ellos, no es para causarlos y, luego, anidar en ellos, es para llenar su vacío, para destruir su carencia. Si eres Señor de la muerte es porque la liquidas al ser Señor de la vida. Si te haces presente en el sacrificio es precisamente para sacrificarlo. Esto es lo que hemos visto en tu Hijo. No eres, Señor, de la misma manera, de la vida que de la muerte. Eres Señor de la muerte porque la arrinconas y aplastas con el acoso agobiante de la vida. La vences y la aniquilas.

Lo tuyo es ser Señor de la vida. Porque es lo que Tú eres y lo que te sale de dentro. Tú eres la Vida. Tú eres el Viviente, sin sombras ni amenazas de muerte. El feliz que ama infinitamente. Ya sé que es difícil, Señor, hacerme con la idea y, más aún, poder expresarla cuando la idea expresa una realidad que desborda la comprensión y el sentimiento. Pero es así, Señor. La dificultad me viene porque mi felicidad es muy pequeña y siempre con el temor de perderla, porque mi amor hacia ti, hacia los demás, hacia mi mundo, lleva tantas adherencias de interés y egoísmo que me lo impiden. Pero decir feliz, solo feliz y totalmente feliz, prolongando infinitamente, en intensidad y extensión, el momento más feliz que haya experimentado, me permite barruntar lo feliz que debes ser Tú. Amar inmensamente es algo que solo se puede intuir desde el pequeño amor de nuestra vida. Decir amor, todo amor, sólo amor, infinito amor, sin resquicios ni mermas, es lo mismo que decir gozo que abarca totalidad y absoluto. Así, desde mi pequeñez, te imagino y te anhelo. Me das ganas de vivir la totalidad de mi pequeña existencia. Me inspiras deseos de absoluto que me permitan transcender todo lo relativo que me rodea. Me lanzas a llenar carencias propias y ajenas en la fuente gozosa de tu realidad inmensa. No sé, Dios mío, si disparato, pero te siento tan grande, tan vivo, tan comunicativo y, al mismo tiempo, tan inasible, tan indomesticable, y tan siempre mayor de cómo cada vez te imagino, que eres inagotable. Con razón para hablar de ti hay que hablar del Misterio.

No porque seas desconocido o no te podamos amar, sino porque siempre se te podrá conocer y amar más. Realmente la vida inagotable.

Por eso hay vida porque tu vida, Señor, amó. Y la sigues creando y amando con solicitud y ternura. Y donde hay vida allí estás Tú. No eres el huésped inesperado de la fiesta de la vida, eres la presencia misma de la vida que la creas y las sostienes, que la cuidas y la conduces a tu Plenitud. No eres el invitado al que se acepta a regañadientes, porque siempre que hay vida eres Tú quién ofreces la fiesta y el banquete. No eres el aguafiestas en ninguna manifestación de vida. Nace de ti y a ti va con todos los invitados que se han dejado seducir por la alegría de vivir el festín de la vida que Tú brindas al hombre y al mundo. En la vida estás Tú. En ella eres Presencia.

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