sábado, 28 de mayo de 2011

LA LUZ RADIANTE


Me impresionó siempre, Señor, cuando teníamos que cantarla en el colegio, aquella antífona gregoriana que decía: et valde mane, una sabbatorum veniunt ad monumentum, orto iam sole ¡Aleluia!. No por la preocupación de las mujeres al acercarse al sepulcro, sí porque ya estaba fuera el Sol. Tampoco he podido, Dios mío, cantar o recitar el himno pascual sin emoción. Y me he preguntado muchas más veces por qué me emociona, Señor, y tanto que algunas veces se me ha quebrado la voz. Pero la verdad es que el simbolismo de la luz para significar la resurrección de tu Hijo es la oscuridad de la vida, frente a la tiniebla del pecado, siempre me ha parecido un acierto, desde que el Nuevo Testamento nos lo entregó como rica tradición a tu Iglesia.

Hay mucha oscuridad, Señor, en nuestras historias personales y colectivas. Tú lo sabes muy bien. Oscuridades que no vienen de ti, creador de la luz y el sol. Tinieblas de egoísmos enlazados y de perezas adormecedoras. No son tuyas. Cuantas veces he vivido esa experiencia en la naturaleza. Días de densa niebla en la ciudad o el valle, pero si he subido a la montaña o a un lugar alto, el espectáculo es grandioso. Toda la oscuridad de la niebla queda abajo. Arriba solo hay claridad radiante que hasta convierte el negro nubarrón en un mar encrespado de penachos blancos de nube y el sol, reflejándose en la inmensa y blanda superficie de algodón, te ciega. Es tanta la luz que nuestros ojos tienen que protegerse si quieren ver algo. Y, así, me parece verte en tu Hijo resucitado.

Su Resurrección nos ha aupado, Señor. Nos ha sacado del valle o la ciudad gris a la montaña y, desde allí, hemos visto como su luz y su calor está disipando la niebla y transformándola en un mar de claridades. Quién se embarca en el dinamismo de su Misterio conoce la hora de tu gloria. Así contemplo mi vida toda, con mis resistencias al embarque y con mi gozo inenarrable cuando lo he hecho en pequeñas o grandes cosas. Pero, sobre todo, cuando contemplo esta realidad en la opción cristiana que da sentido a mi vida toda. Toda ella, en su pequeñez de gris niebla, es llamada y hecha de resurrección en un proceso inacabable de vida eterna. Así lo veo también, Señor, en toda vida de esta historia humana aunque, a veces, no me deje ver la densa niebla. El está ahí, el primero, el primogénito, tirando de todos y de todo, sacrificando todas las cruces, descendiendo a todos los infiernos de desolación y de muerte, para iluminarlos y caldearlos, pasada la tensa noche, como Sol nacido de tus entrañas de misericordia que remedia y salva de la oscuridad en la que no has tenido parte. ¿Cómo no iba a ser tu Hora la Cruz? ¿Cómo no iba a marcar su muerte el tiempo puntual de tu gloria en la tierra como en el cielo? La máxima solidaridad pasó por la máxima pérdida, pero, establecida ésta, marcó el instante mismo de romper el tiempo. Ya no hay noches y días que, en su sucesión inacabable, marcan horas, semanas y meses. Si ya no hay noche sólo queda la claridad del Día. Este día inaugurado, con el Sol amanecido, es, Señor, tu Día, el día último, el definitivo. El está por encima de los valles profundos y las montañas, de las ciudades y los caminos. No los borra, Señor, ni los destruye pero con su luz los cambia y transforma, robándole terreno a las tinieblas todas que seguimos creando los mortales. La oscuridad es el vacío de la luz que fabricamos los hombres con nuestras nieblas, la luz es la liquidación de la oscuridad, su muerte. La luz y el día que en tu creación inició el tiempo, destruida su sucesión por la nueva Luz y el nuevo Día, ha introducido en ella la inacabable plenitud de lo eterno. La Luz Eterna brilla ya, Señor, en el acá de los días contados, en lo acabable de nuestro tiempo.

Y esta es nuestra dicha y nuestra pena, Señor. Enzarzarnos en la sucesión de lo que acaba o embarcarnos en lo inacabable de lo que no termina. Meternos en la niebla espesa que perece o salir de ella a la claridad del nuevo Día. Ser tiniebla oscura, que impide ver y que adormece o ser luz que la disipa. Gracias, Señor, por tu Luz, el Hijo Resucitado, por tu nuevo Día.

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