domingo, 22 de mayo de 2011

EPÍLOGO


 Concluimos este escrito con una larga oración hecha sobre un cántico eucarístico en el que pedimos al Señor, que se hace Presencia en la Eucaristía, no se aleje de nosotros sino que se quede porque “está atardeciendo y el día va ya de caída” (Lc. 24, 29).
Quédate con nosotros
la tarde está cayendo
quédate
Todo este canto, Señor, es una súplica de la comunidad creyente que tiene conciencia de su desvalimiento si tu Hijo no está en ella presente. El “quédate con nosotros”, que se repite sin rutina ni aburrimiento, es una petición que nace de un convencimiento. Que tu Hijo, Dios mío, no se aleje, no pase de largo, ni esté sólo unos instantes. Le pedimos que se quede. Él nos lo había prometido “yo estaré con vosotros hasta el final”,”a quién me ama el Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada”. El creyente lo sabe, no sólo porque tu Palabra lo dice, sino porque en su débil historia lo ha palpado muchas veces: “con Él todo lo puedo”, “sin Él no podemos nada”.

Pero esta súplica, Señor, que nace de la conciencia de la realidad de nuestro existir, se hace más necesaria y más intensa cuando la noche está cayendo. Hay dolor, mucho dolor, Padre, en este mundo nuestro y en muchas vidas. Dolor que nace muchas veces de nuestra malicia, otras de nuestra ignorancia, otras de nuestras debilidades, otras de las limitaciones que nos imponen otras voluntades o la misma condición humana, otras... Mucho dolor, Señor, que se palpa o se presiente. Es la noche inevitable que cae sobre el hombre. Cuando Él no está presente no hay ni sol, ni luna, ni estrellas que alivien la oscuridad o lleguen a transformarla o incluso hasta hacerla bella. Él es el Día. Quizá, Señor, la edad, la experiencia personal y la de otros nos haga sentir de un modo particular y amenazante este caer de la noche que llena de atardeceres nuestra existencia. A esta experiencia del ir cayendo la noche, por la decadencia física, por la edad, la falta de salud, las pérdidas inevitables de facultades que antes nos ayudaron a servirte sirviendo desinteresadamente a los demás, se van sumando defectos y faltas a las que te vas acostumbrando, quizá hasta disculpando, pero que amenazan nuestro corazón haciéndolo desentendidamente frío.

Todo, además, se agranda, Señor, con la influencia que ejerce esta sociedad y, con los pseudovalores que va implantando nos va mostrando lo lejos que nos vamos situando de los valores que vivió e inculcó tu Hijo. Todo ello nos hace presentir la noche, Dios mío, de una forma aguda, como una auténtica amenaza de lo que hemos sido y somos gracias a tu entrañable misericordia.

Por eso la súplica del canto no es rutina. Es la necesidad de quien ve venir la noche y pide la luz, la única luz verdadera que puede, no sólo evitar que la noche sea obstáculo, sino vencerla con la claridad del Día. Desde todos los ocasos y atardeceres te lo pedimos Señor: quédate con nosotros, la tarde estar cayendo.
¿Cómo te encontraremos al declinar el día
si tu camino no es nuestro camino?
¡Qué horror, Señor, si al declinar el día vamos por otros caminos que no son el tuyo!. Miedo, Señor, si en el atardecer de la vida echamos la vista atrás y vemos que el día se nos ha ido andando caminos, elegidos conscientemente, que ni van ni vienen de ti, el único camino verdadero que plenifica al hombre. Miedo, Señor, si nuestros caminos no confluyen en el tuyo, única posibilidad de encontrarte. Produce horror, Dios mío, si en el ocaso que trae el atardecer descubrimos que nuestra vida se ha gastado en una fatiga inútil, si en medio de tantas zozobras, descubrimos que no estadas Tú.

Pero ante este miedo, y el horror que produce, se nos impone la confianza terca en tu misericordia entrañable, en tu amor sin límites. Aunque hayamos ido por otros caminos que no son el tuyo, no somos nosotros los que buscamos el encuentro. Eres Tú el que tomas siempre la iniciativa de encontrarte. Aún en los peores caminos de perdición, sabemos, Dios mío, que no nos abandonas nunca, que no nos dejas de tu mano. Ciertamente son caminos que no son los tuyos, son los nuestros, los que nosotros construimos y andamos, los que nos tienen por autores y centro. Pero, maravilla de tu amor inefable, te haces el encontradizo y hasta el compañero de viaje, para que nos demos cuenta de la vaciedad y el sinsentido de ir por unos caminos que no conducen a ninguna buena parte.

Gracias, Señor, por tu encuentro al declinar el día.
Detente con nosotros
la mesa está servida
caliente el pan
y envejecido el vino
Todo lo nuestro ha sido asumido. El pan y el vino de nuestra naturaleza y de nuestra historia están sobre la mesa. Cada historia individual está ahí, asumida en su debilidad, desde sus inicios primigenios hasta el atardecer de su ocaso en la mesa de la vida sacrificada y compartida. Lo que objetivamente se hizo por todos, ahora, por la fe y el sacramento, se va haciendo realidad en cada uno. Detente con nosotros, Señor, no pases de largo ante ninguno de nosotros, que lo que hiciste por todos no quede estéril en cada uno. No rechaces el pan caliente de nuestros temores ni de las amenazas que sentimos. No apartes el vino, envejecido por la edad y las limitaciones, por la debilidad y el pecado, porque son parte de nuestra historia débil. Si Tú no te detienes estamos perdidos.
¿Cómo sabremos que eres
un Hombre entre los hombres
si no compartes nuestra mesa humilde?
La pregunta nos pone, Señor, ante el Misterio. Tu Misterio, Dios nuestro, escondido en los siglos y manifestado en la plenitud del tiempo en la realidad de nuestra carne. Tu Hijo, Señor, ha compartido todo lo nuestro menos el pecado. Él es el signo y la realidad de tu presencia inefable, de tu encuentro, de tu amor indecible. Creer que ese Hombre, que comparte todo lo nuestro, es tu Hijo, el Hijo amado, dado a los hombres amados para hacerlos hijos tuyos, es la piedra de toque, la roca firme, donde se asienta la fe y le da su autenticidad. La dificultad es grande, Señor, porque tu Hijo se ha hecho hombre. El creyente lo sabe y no sólo no se asusta de su humanidad sino que entiende que, que si no comparte nuestra mesa humilde, nuestra historia débil, no sería un hombre entre los hombres, no habría posibilidad de encuentro, sino un dios que no nos ha amado suficientemente porque se ha echado atrás ante la totalidad de lo nuestro.

Él ha compartido, Señor, todo lo tuyo y todo lo nuestro. Lo tuyo, Dios nuestro, es el espléndido banquete de tu Reino, lo nuestro es la mesa humilde de la debilidad, las limitaciones, de los caminos torcidos y los ocasos. Y ha sido una de tus maravillas haber convertido el compartir nuestra mesa humilde en signo y presencia de tu Reino. Todo lo nuestro está sobre la mesa, nace de nuestra poquedad y nuestra nada pero, en esa mesa compartida, son transformadas por la acción redentora de tu Hijo. No podemos evitar darte gracias, Señor. Echamos la vista atrás y vemos nuestra vida, nuestra existencia histórica, inevitablemente unida a tu amor misericordioso manifestado en tu Hijo. Ni somos ni estamos en este mundo por la propia voluntad ni la de nuestros padres, es porque Tú nos has amado. Tú lo has querido y nos has querido. Aunque nuestra libertad no lo haya tenido en cuenta muchas veces no podemos negar ni su fundamento ni su destino. Nuestras limitaciones, errores, faltas y pecados están ahí como huida y negación de tu querer pero, por encima de ellos, estás Tú, con tu misericordia infinita que ha puesto el fundamento y el destino. Y, en el colmo del amor, esta pobre existencia nuestra, con todas sus limitaciones, ha sido asumida por tu Hijo y ha sido transformada en gracia, en la nueva existencia que Él nos ha traído. Todo ha sido asumido en su encarnación y todo ha sido transformado por su redención objetivamente. Su muerte y su resurrección se alzan en nuestra historia personal y colectiva, no sólo como un ejemplo a imitar, sino como un dinamismo transformador de toda limitación humana incluida la muerte. Por eso te damos rendidamente gracias, Señor. Nuestra mesa humilde ha sido compartida. Lo que es limitación y carencia ha sido transformado en abundancia y plenitud. Toda nuestra existencia ha sido traspasada por esa muerte y esa resurrección. Su dinamismo no tiene límites porque tu amor, Padre, no los tiene.

Nos admira. Señor, este amor sin límites que no se detiene ante el pecado y su consecuencia la muerte. Produce asombro ver como, hasta por ellos, en una existencia humana condicionada por estas terribles limitaciones, Tú vas derramando gracia. Y es un consuelo, Padre, ver no sólo que nos haces mucho bien individualmente, a cada persona, sino que lo has derrochado en otros y en nuestro mundo a través de tanta poquedad y tanta limitación como hay en nosotros. La mesa está servida porque siempre tenemos esta poquedad y esta limitación que Tú, por la acción redentora de tu Hijo transformas en encuentro de gracia y cauce de salvación. Gracias, Señor, por tu mesa donde, con tu Hijo y por Él, el pan caliente y el vino envejecido encuentran salvación y plenitud.
Repártenos tu cuerpo
y el gozo irá alejando
la oscuridad que pesa sobre el hombre.
Nosotros ponemos lo nuestro, Señor, todo lo nuestro, lo que te tiene por padre y lo que no te lo reconoce. Tú pones lo tuyo, que perdona, transforma y plenifica. Esto ya ha sucedido en el tiempo de nuestra historia necesitada, débil. Y está eternamente presente ante tus ojos llenos de misericordia. El cuerpo -con la carne débil asumida - se rompió por todos nosotros y la sangre se derramó mostrando la Alianza Nueva en el perdón de los pecados. Objetivamente tu Hijo tiene un cuerpo y una sangre, es carne y sangre humana, partida y derramada para ser participada. Todos estamos en ese cuerpo y esa sangre porque la asunción y el derramamiento se hicieron objetivamente por todos sin exclusiones. Sólo está subjetivamente excluido quién libremente quiere excluirse. Por eso los creyentes pedimos, Señor, que nos reparta su cuerpo. Que lo que objetivamente se ha hecho sea una realidad en cada sujeto humano, también subjetivamente. Es como un grito de libertad que ansía la realización, aquí y ahora de lo que en el colmo del amor anticipaste por todos, dejándonos libres para aceptarlo cada uno. Nuestra libertad grita, Señor, porque quiere la plenitud que le niegan las limitaciones de los atardeceres y que solo puede encontrar en la abundancia que gratuitamente Tú nos ofreces a cada uno en quien es y esta la Vida sin limite alguno. El grito se concentra en el repartir su cuerpo, porque en esa Humanidad santa está todo lo que nos viene de Ti y también lo mejor de lo nuestro, pues todo ha sido en ella asumido y transformado. Repartir su cuerpo es participar y entrar en comunión, es asumir y compartir, hacerse carne y sangre de esa Humanidad que se partió por nosotros, haciéndose víctima, precisamente para que pudiéramos participarla. Desde entonces comer y beber la carne y la sangre de la víctima es el signo eficaz de la plenitud de la vida -vida eterna ­dada a participar a todos los que quieren libremente escuchar, aceptar y seguir a quien es el origen y la meta de nuestra existencia. Señor, no dejes de repartirnos el Pan de Vida, Jesucristo Señor nuestro. Es en Él, muerto y resucitado, donde se hace realidad tú Reino, donde, compartido, encontramos la Vida Eterna.

Esta realidad, Dios nuestro, produce un gozo indescriptible, que abarca totalidades y aleja toda la oscuridad que conlleva cualquier limitación. No nos ofreces, Señor, parches y remiendos para ir tirando. Ofreces lo definitivo, la vida eterna y, además, la otorgas. Decir esto, en medio del atardecer que hace caer la oscuridad de la noche sobre nuestra vida, parece irreal, como una sublimación ante lo irremediable. Pero no es así. Es impresionante contemplar, Señor, lo bien que has hecho las cosas, aunque produce una pena indecible cuando se nos mete la rutina, las prisas, el olvido de esta realidad admirable. Nos pasa, Señor, que estas realidades las situamos exclusivamente en un más allá que nuestra imaginación se ha fabricado, como si el más acá no tuviera nada que ver con él o como si nuestro tiempo, y en él nuestra historia, no tuviera para ti ningún valor. Como si tu amor aquí no lo ejercieras y, muchas veces, como si tu voluntad sólo se manifestara en las desgracias y limitaciones, como si aquí no fueras Padre nuestro que quiere y da lo mejor que tiene a sus hijos. Sin embargo, es aquí, en medio de la debilidad donde estás dando permanentemente vida, donde lo significado se hace realidad...

Es desde aquí desde podemos entender algo del Misterio de la Eucaristía. El sacramento que hace posible partir y repartir su cuerpo y producir en todos y cada uno estas realidades. La vida eterna ya está aquí, porque tu Hijo no nos ha abandonado, se hace Presencia. Por la fe y el sacramento se hace presente. No nos va a quitar las limitaciones que sentimos, pero si va a alejar de ellas la oscuridad que viene siempre del pecado. No puede quitarlas porque dejaríamos de ser hombres y nuestro camino dejarla de ser el suyo, no podríamos poner sobre la mesa el pan caliente y el vino envejecido. Somos hombres limitados y débiles, ésta es nuestra mesa humilde, que Él comparte y transforma quitando de nosotros lo único que Él no tiene ni puede compartir, el pecado. Así nuestra mesa sigue siendo humilde pero compartida y nuestro camino el suyo.
Vimos romper el día
sobre tu hermoso rostro
y al sol abrirse paso por tu frente.
El día rompió cuando tu Hijo resucitó. Romper lleva consigo violencia y su resurrección no se hizo sin ella porque violento es el poder de la pasión y violenta la oscuridad de la muerte. Y la Vida no sólo tuvo que superarlas sino vencerlas. Él es el Día que vence la oscuridad de la noche. Desde entonces, todo lo asumido encuentra finalidad y sentido. No hay limitación -incluida la máxima que es la muerte- que no pueda ser superada y vencida en quien es la Vida y por quien quiere que tengamos vida y la tengamos abundante. No hay desde entonces, atardeceres sin sentido y no hay noche definitiva. Con Él el creyente participa de la claridad del Día. Él ha compartido todo lo nuestro puesto sobre la mesa humilde y Él lo ha liberado del sin-sentido del pecado que es quien puede hacer la limitación definitiva metiéndonos en una noche sin límite. Y lo hemos visto, Señor, por la fe que nos has dado, la resurrección se ha hecho también experiencia. Muchas veces, por tu misericordia infinita, nos has levantado de la oscuridad del sepulcro, de la noche del pecado. Muchas veces, con tu Hijo y por Él, hemos vencido limitaciones y defectos que nos asfixiaban. ¡Cuantas veces, Dios nuestro, el Día se ha impuesto a la noche! Y lo ha hecho haciéndonos grata esta violencia, seduciéndonos al mostrar su hermoso rostro, dándonos con su claridad el gozo indescriptible de lo que esperando nos aguarda. Al ver al sol abrirse paso por su frente hemos visto, Señor, que lo que parece llevar la voz cantante -la prepotencia del mal manifestada en nuestras limitaciones y pecados- en realidad es vacío y sinsentido pues no tienen poder para edificar al hombre y su mundo; lo que parece tener la última palabra -la muerte- no tiene ni siquiera palabra, pues esta la tienes Tú y en tu Hijo nos la has dicho definitivamente. El sol se ha abierto paso por su frente, dándonos el nuevo y definitivo Día y, con Él, la esperanza firme de la superación de todo límite y la confianza ciega en ti, Señor, que hacer en todos y cada uno tales maravillas. De aquí la súplica:
Que el viento de la noche
no apague el fuego vivo
que nos dejó tu paso en la mañana.
¡Que todos lleguemos, Señor, a la mañana, que veamos romper el día, que el sol se abra paso por su frente en la mesa humilde compartida! ¡Que a quienes nos has hecho ver estas realidades, y tratamos de vivirlas, el viento de la noche no nos apague nunca el fuego vivo que nos dejó su paso en la mañana!. Nos has mimado, Señor, con una ternura sin límites, haciéndonos conocer y ayudándonos a vivir su paso permanente en la mañana. En ella está la conciencia de vivir en ti con nuestras fidelidades y limitaciones, la superación de tantas oscuridades que nos amenazaban, el gozo inenarrable que nos ha producido siempre el reconocimiento de nuestra identidad y de nuestra gratuita pertenencia. Mucho hay, Señor, acumulado en ese mañana y en el fuego vivo que nos trae y nos abrasa. El viento de la noche ya no apaga el fuego, con Él y en Él lo atiza y lo mantiene. Todo ha cambiado cuando tu Hijo se ha sentado y compartido la mesa humilde. Hasta lo más limitado para el hombre ha sido convertido en medio de tu gracia
Arroja en nuestras manos,
tendidas en tu busca
 las ascuas encendidas del Espíritu.
Sabes, Señor, de nuestra debilidad, conoces nuestra necesidad, no ignoras nuestra inconstancia y nuestras limitaciones, aunque sinceramente tendamos nuestras manos en tu busca. Y has hecho otra de tus maravillas porque lo que no podemos con nuestras propias fuerzas, si podemos conseguirlo por las ascuas encendidas del Espíritu. Ese es tu gran regalo convertido en el único medio para superar las dificultades que obstaculizan tu empeño y dificultan que nuestras manos se tiendan en tu busca. Tú pones en ellas las ascuas encendidas del Espíritu. Es Él quien enciende el fuego vivo que nos dejó su paso en la mañana, el paso de tu Hijo, hasta tal punto que vivir en el Espíritu pasa a ser la vida auténtica del creyente. Ya no debe vivir para si sino para aquel que por nosotros murió y resucitó. Nosotros estamos referidos a Él y es su Espíritu quien ha creado esa referencia y se ha convertido en el agente de nuestra incorporación a Cristo. Es el fuego que purifica y transforma, con sus ascuas encendidas abrasa por dentro y quema por fuera toda la escoria que se produce cuando el referente somos nosotros mismos o los falsos dioses que edificamos según las conveniencias de nuestra necesidad. Es su acción la que nos permite la transformación radical de pasar de ser nosotros mismos a ser en Cristo, que la débil naturaleza humana sea su templo y que los nacidos de la carne y de la sangre renazcamos, en tu Hijo, a la nueva existencia, la de ser hijos tuyos. Es una maravilla de las tuyas, Señor. Ser en Cristo, vivir en el Espíritu, existir en la filiación que ha creado tu amor gratuito, son ascuas encendidas que derramadas en las manos tendidas de quien te busca, son fuego vivo que nunca se extinguirá por voluntad tuya. Esta es, Señor, la auténtica grandeza de la vida cristiana que provoca sentimientos de adoración porque, contemplando nuestra historia, aún en los momentos de mayores fidelidades, no sólo no nos sentimos merecedores de ello sino que nos desborda de tal manera que sólo calma la admiración misma y una profunda acción de gracias. Y, aún así, sentimos que no son nuestras pues solo pueden explicarse por la acción gratuita de tu Espíritu. Y, desde aquí, la súplica
Limpia en lo más hondo del corazón del hombre
Tu imagen empañada por la culpa
Porque es tu Espíritu, Señor, quien puede meterse en lo más hondo de nosotros. Allí donde somos más radicalmente personas, más distintos unos de otros y más nuestros que nada y que nadie. Es eso, en su profundidad, lo que está afectado por la culpa original y las personales. En tu proyecto original no fue así, nos hiciste a imagen y semejanza tuya. Fueron las libertades primeras erradas y las últimas quienes han velado la imagen, que no es una forma exterior de aparecer sino que está en lo hondo, en nuestro propio ser personal. Por eso sólo quien puede llegar a esa profundidad puede limpiarla con la única existencia humana personal que ha respondido plenamente a tu proyecto. Es en Cristo, con Él y por Él, donde la imagen aparece en todo su esplendor y es su Espíritu quien hace en nosotros esa profunda limpieza. De tal modo que la imagen que somos, empañada por la culpa, es sustituida por la imagen límpia que es Cristo, el Hombre verdadero, que está fuera de toda culpa. Las ascuas encendidas del Espíritu son como un crisol que purifica toda la ganga adherida que no permitía ver al hombre en su verdadera identidad, ni contemplar el brillo de su auténtica grandeza.

Ante toda esta maravilla no podemos hacer otra cosa que cantarte suplicando:
Quédate con nosotros, Señor
la tarde está cayendo
y va declinando el día

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