lunes, 30 de mayo de 2011

EL ESPÍRITU, DADOR DE VIDA


Así como la Santa Humanidad del Hijo nos es cercana porque la podemos imaginar, pintar, esculpir como algo muy nuestro -es la carne original realizada- ¿cómo representar al Espíritu, todo tuyo, sin nada nuestro? Quizá por eso, Señor, estando siempre presente resulta el gran olvidado. Y es tu Amor y el del Hijo, juntos y en reciprocidad inagotable, dado, entregado a los hombres para que amen con el mismo amor con que vosotros os amáis y nos amáis. En esto se conoce la Nueva Humanidad hecha realidad como primicia en el Hijo. Esta es su Vida que la va creando en cada persona y comunidad hasta que todos y todo sea cuerpo, humanidad nueva, recapitulada en el Hijo.

Me sorprende, Señor, la unidad perfecta de tu plan y de tu obra, pero me sorprende hasta admirarme el inmenso Amor que nos tienes. Cuando Juan escribió de ti que eres Amor pienso que te estaba definiendo, pues es lo único que puede explicar todo en ti y en todas tus cosas. Por eso tu Espíritu no puede ser otra cosa, ni hay nada que explique su ser y su acción si no es lo que Juan rotundamente afirmó. De aquí, Señor, que todas las imágenes que solemos emplear para referirnos a Él se nos queden muy cortas si prescindimos de esto. Ni el viento huracanado, ni el fuego abrasador, ni el estallido de la tormenta... reflejan el ser o la acción o la presencia del Espíritu si se olvida que es tu Amor entregado por el Hijo. El Don esencial de la Pascua.

Puesto en nosotros nos funda en el Hijo. Todo el que le confiesa su único Señor, está fundado en Cristo pues es imposible hacer esta confesión si no es en el Espíritu, y, quien esta en su Espíritu, está en El. Toda la gran familia de los hijos, tu Iglesia, está fundada en Jesucristo, no tiene otros amos que la congreguen y a los que se deba. Solo a Él, su único Señor. Habitando en nosotros nos va transformando hasta lograr el aire de la Familia, el parecido contigo, Padre, y con tu Hijo, el amor definitorio de nuestro ser hijos tuyos. Es como una fuerza irresistible, como un tirón constante hasta el centro mismo, hacia las profundidades de nuestro ser donde somos más nosotros al ser más hijos tuyos. Como un imán poderoso que nos arrastra al interior de nuestra casa para mostrarnos al Huésped. En el centro mismo de nuestro ser y de nuestra historia estás Tú, Padre, y, en El y por El, nos haces cada día más hijos tuyos y más hermanos. El nos adentra en la profundidad de nuestra historia toda ella entretejida de relaciones, conscientes o inconscientes, contigo, Padre, por la acción salvadora de tu Hijo, en el Espíritu que nos congrega para, desde esas profundidades, dispersarnos. Es, Señor, como una fuerza que nos lanza a la gran movida de la fiesta. Nada se queda quieto. Es una relación que modifica esencialmente nuestro ser personal y comunitario hasta el punto de encontrarnos diferentes siendo los mismos; no destruye pero edifica de tal forma sobre esa relación que la hace abarcante de la totalidad que, sin ella, ni ser ni existir, ni naturaleza ni persona encuentra ya sentido. Tampoco deja tranquilas nuestras relaciones con los demás y con nuestro mundo, haciéndonos testigos de los que en nuestro interior hemos contemplado, de lo que nos está pasando, sin poderlo disimular. No es que nos empuje a hacer apostolado, es que nos hace apóstoles, testigos de tu Amor transformante casi por contagio.

Eres sorprendente, Señor, y tendríamos que estar siempre en constante acción de gracias. No sé si es divinización del hombre o humanización tuya o son las dos cosas a la vez. Pero, lo que si se, es que con nosotros haces maravillas. Todo lo que en los orígenes sucedió, sigue aconteciendo de persona en persona y de generación en generación porque el Amor dado nunca es pasividad, siempre es transformador, relación cambiante de personas y comunidades.

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