lunes, 30 de mayo de 2011

EL DÍA DEL SEÑOR


Me daba miedo, Señor, mucho miedo, cuando en ejercicios espirituales o charlas de misión o cuaresmales me hablaban de tu día, del último día. Era el día de la ira y ésta siempre sobrecoge si la esperamos de alguien, pero aquel día no era el de la ira de cualquiera, era el día de tu ira que si en cualquiera es sobrecogedora en ti tenía que ser impresionante. Por descontado, Señor, que no entendía qué era tu ira y tampoco que era día, tu día, el último, el definitivo. Y con aquellos miedos adolescentes he caminado un trecho largo de mi vida temiendo siempre tu ira y, también, el día aquel -dies illa- en que ésta apareciera. También he inculcado temores, recogiendo tremendismo de la misma Escritura en sus temibles descripciones. Te veía como juez severo que aplica inexorable la ley premiando a los buenos y castigando a los malos, que destruye en un instante mundo y cosas que tu amor hizo -quando coeli movendi sunt et terra- y sentía miedo y lo hice sentir a muchos.

Luego, Señor, fui comprendiendo de otra manera a los demás y a mí mismo, no con blandura, si con mas misericordia Esta evolución no obedecía a querer disculparme ni disculparlos en nuestros fallos y errores, nacía de una comprensión mejor de tu Palabra que, despojada de parcialidad, me mostraba de ti un rostro diferente Tú eres Juez, Padre. Y no siento temor alguno al decirlo. Tú has hecho un juicio que no es de condenación sino de salvación. Has abierto un proceso al hombre y al mundo que le juzga. El culmen de ese proceso es tu Hijo en su muerte y resurrección. El día de Yahveh es el día del Señor. El es el juez de vivos y muertos porque El es la manifestación de tu paternidad entrañable. El juez y el Padre son uno. Ni hay instancias superiores, es la definitiva, ni estamos abandonados a otra justicia que no sea la tuya, la del Padre en el Hijo. Y esa justicia tuya, que es el Hijo, es también toda nuestra, en todo como nosotros. Nuestro miedo vendría de lo único nuestro que no es suyo, el pecado. Pero, precisamente aquí, es donde la Justicia, tu Justicia Padre, ha hecho de las suyas pues, sin tener pecado, se hizo pecado cargando con los nuestros, para salvarnos a todos de ellos. De tal manera has hecho las cosas, Señor, que hasta nos sorprendemos porque a esa Justicia, a la tuya, no estábamos acostumbrados los hombres. Desde que El asumió el pecado y muriendo le dio muerte, tu juicio está hecho. Queda que cada humano lo acoja. Ahí está nuestra gratitud y nuestra responsabilidad, dejarse salvar y trabajar incansablemente para que tu amor, que nos salvó en el Hijo juzgando nuestro pecado, sea acogido por todos y, lo que sucedió en aquel tiempo, hoy siga siendo salvador del hombre.

Por esto, Señor, veo como temible la resistencia del hombre, el negarse a abandonar su pecado para que tu juicio le alcance. Siento miedo, Padre, no de ti ni de tu día que siempre es salvador, sino de mí de mis días de negativas y traición en los que irresponsable y desagradecidamente puedo frustrar tu amor en mí, negándome a tu Justicia, a tu juicio salvador sobre mí pecado. Esto me estremece, Dios mío. Que yo pueda burlar tu amor, no tomándome en serio un juicio que tanto costó. Que no aprecie una Justicia tan cara y, al mismo tiempo tan salvadora. Esto sí que me da miedo, Señor. Y hoy lo temo más porque me parece que me he ido al otro extremo. De creerte un Dios, juez severo, vengador e implacable, creo que hemos pasado a verte como un padre irresponsable, al que le diera igual que los hijos se porten bien que mal, que tomen en serio el amor que nos tienes o que pasemos de él como si no valiera nada. No te temo, Señor, te lo digo muchas veces y creo, además que te gustará oírlo. Pero me temo a mí, porque tu amor es serio, Señor, y yo puedo jugar con él con enorme ligereza.

Por todo esto, Dios mío, veo tu día, el definitivo, como lo último, el acabamiento y la manifestación de tu historia de amor, hacia el interior de tu eternidad inagotable y hacia fuera, en el espacio y el tiempo de los hombres, convertidos en gracia y salvación. Acabará una historia y comenzará la inacabable. Decir tu día, Señor, es lo mismo que decir la llegada gozosa de la plenitud que anhelábamos y no poseíamos.

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