sábado, 28 de mayo de 2011

CRUCIFIXIÓN


¿Cuántas veces recité, Señor, aquel soneto que comienza: No me mueve, mi Dios, para quererte… compungido ante tu Hijo crucificado? ¡Las veces que mi oración no fue otra que mirar ese rostro sereno y besar esos pies traspasados! Aún ahora, después de tanto correr, cambiar y moverme, muchas veces no tengo más oración que esa, sentarme en el banco del templo, cerca de la imagen grande y bien hecha del Crucificado y mirar y mirar aquella cara serena, aquel cuerpo majestuoso, que expresan dominio del acontecimiento, aquella Humanidad muerta que aplasta todas las muertes y sacrifica todos los sacrificios.

Tu amor, Señor, te lo hemos crucificado. Tanto amaste que entregaste todo, lo diste todo, porque Todo es la imagen perfecta de tu sustancia, la réplica exacta de tu ser hecho Hombre hasta las últimas consecuencias, amando hasta el extremo de dar la Vida dejando crucificarla. ¿Qué sentiste, Dios mío, cuando el Hijo recitó aquel salmo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Cómo es que, estando allí y llamándote Padre, ahora te decía Dios sintiéndose abandonado? Me ha costado siempre creer que Tú puedas abandonar a alguien. Sólo está abandonado quien te abandona, quien quiere estarlo. ¿Quiso tu Hijo, en el colmo del cumplimiento de tu querer, apurar hasta las heces el cáliz de la encarnación redentora, asumiendo también el abandono, fruto del pecado, al coger la condición humana hasta en lo más inhumano de ésta? Y, si asumió todo el pecado de los hombres, ¿no sentiría un infinito abandono? Aquí me estremezco, Señor, y me entran ganas hasta de llorar. No puedo imaginarme al más justo de los hombres, más puro, más veraz, más desinteresado, más pacífico, más cercano y amoroso -hasta el punto de que en El eran sustantivos pues El era la Verdad, el Amor, la Paz, la Justicia....- cargado con ese fardo inmundo, toda esa baba sucia que le inundaba y contradecía. No me puedo imaginar una contradicción tan enorme, unas heces tan terribles en el cáliz que está dispuesto a beber el más limpio de los hombres, el Hijo, tu Hijo, Señor.

Y debió ser así. No tiene explicación el salmo que pronunció su boca. Sintió un abandono infinito porque infinita era la inmundicia y el rechazo. Tú no le abandonaste pero El se sintió abandonado porque, no teniendo pecado, cargó con él. Se hizo pecado sin tenerlo, fue maldito siendo bendito. Esta situación contradictoria debió ser un infierno para quién era gloria. Porque en el infierno no estás Tú. Es rechazo de tu amor gratuito. Sentirse lleno de todo ese vacío inmenso, donde Tú no estás, siendo Hijo amado, donde habita la plenitud de la divinidad, debe ser tan infinita la contradicción, de tal profundidad la nausea, que la muerte física fue la visibilización del rechazo infinito, del abandono total tenía que morir porque la muerte es el precio del pecado y tenía que morir así, con una muerte atroz, porque espantoso fue el vacío, la negación que, asumida sin serla, le había llenado.

¡Lo que debiste sentir, Señor, en aquella cruz! Tú no te encarnaste y por eso no te apalearon, pero hay muchas maneras de hacerlo sin mover un palo. Que te mataran al Hijo de aquella manera, que asumiera la condición humana hasta el extremo de sentirse abandonado por ti, el Padre amado, esto es crucifixión, Señor. Que todo tu amor junto fuera simultáneamente contradicho por todo el odio junto de los humanos, no puede uno imaginárselo sin mirar a la cruz. Toda la muerte aupada frente a la Vida es una contradicción tan infinita, que ante ella sólo nos cabe hablar de Misterio, el Misterio de tu amor insondable. Es hasta fácil comprender el dolor del Hijo, pero adentrarse en el del Padre, el tuyo, Señor, ciertamente es incomprensible. Con todo lo que siento por ti, ante el Hijo tengo una cruz y un cuerpo colgado al que puedo mirar o besar y llorar, pero ante el tuyo, Señor, me falta razón y se me queda corto el sentimiento. Me quedo perplejo, intuyendo cosas sin acabar de entender. Sólo me invade la perplejidad y el asombro ante un amor tan inmenso.

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