lunes, 23 de mayo de 2011

CREACIÓN


La primera vez que pude contemplar el mar, siendo de tierra adentro, fue grandioso, Señor. Sentí una emoción indescriptible y unas ganas locas de zambullirme, buscar las olas que rompen, embarcarme en ellas, jugar y dejarme acariciar por su blanda espuma. Después, ya sosegado, me sentí pequeño, muy pequeño. Detrás de aquella grandeza estabas Tú. No sentí miedo sino pequeñez hasta el punto de creerme humilde. Esta misma sensación he sentido en las cordilleras y, sus verdes valles de altura. Recuerdo que una vez se me llenaron los ojos de lágrimas en lo alto de un monte y dije convencido: creo, Señor. Porque, de verdad sentí tu presencia. Tú estabas allí, no sabía cómo pues era un adolescente sin teologías, pero yo te sentía en aquella belleza impresionante que me hacía tan pequeño. Desde siempre me sedujo la belleza y, desde siempre también, soy incapaz de contemplarla si no es en relación contigo.

Luego vinieron las primeras explicaciones bíblicas. El caos, los seis días, el descanso... que yo admití sin crítica alguna. Luego la teología suscitando problemas e intentando soluciones. Te confieso que, en un principio, me resistía a la evidencia de una evolución. Yo te veía como un gran mago diciendo: ¡hágase! Y todo iba saliendo al conjuro de tu palabra. Me impresionaba tu poder soberano y la evolución como un atentado contra él. El poder es el ejercicio del dominio y, con tu palabra, dominabas la nada y el caos, hasta el punto de sacar criaturas de puñados de nada calentada por la eficacia de tu palabra. Tú eras poderoso y la evolución te quitaba grandeza.

Pero, cuando he mirado en profundidad y te he visto callado, porque diste la Palabra de un golpe y te la han crucificado y, en el silencio más elocuente, no moviste un dedo por remediarlo, he comprendido un poco más tu grandeza y tu poder. No está en la aparatosidad de lo grande sino en la profundidad de lo pequeño, no está en la brillantez de lo espectacular, ni en la contundencia de la imposición, ni en la eficacia de lo contundente. Está en lo profundo de la vida y de la historia, en el respeto exquisito a su mantenimiento, su evolución y sus leyes. Dicen los sociólogos que los largos plazos son estructurantes. Lo eterno, Señor, es el origen, el soporte y el fin que estructura toda la realidad sin mermarle autonomía ni abandonarla al caos. Y ahí estás Tú. Eres el Eterno, el poderoso, tan omnipotente que toda realidad está sostenida en cada instante por tu acción amorosa. Todo depende en cada instante de ser de ti de tu amor inagotable.

Así, toda la creación se me antoja un silencio tuyo que deja expresar, un ser que hace vivir a todo su propia vida, una eternidad relacionada en muchos tiempos y expresada en ellos abocándolos a un punto final, una quietud que produce infinitos movimientos de convergencia y dispersión, un Absoluto que tiene en si la perfección de todo lo relativo, un ser personal que ama la infinita variedad de su huella, una gracia que va sosteniendo y derramando vida y belleza en todas las variedades del existir. Tú sabes, Señor, que nunca recité sin emoción aquellos versos de Juan de la Cruz: mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura, y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de su hermosura...

Tú estás, Señor, en el origen. Aquella urdidumbre primigenia no fue ni eterna ni espontánea. Fue tu obra. Nacida de tu amor inmenso donde no cabe ni egoísmo ni vanidad. Fue comunicación libre y entrega en libertad. Todo fue naciendo en la pequeñez grandiosa de la vida y en sus maravillosas complejidades. Y sigue siéndolo, Señor, porque nada ni nadie, con su libertad y autonomía, te es ajeno ni es independiente de ti. Todo, en cada momento de su existir, depende absolutamente de ti.

No hay comentarios: