domingo, 22 de mayo de 2011

2.X.- Dichosos los invitados


Esta expresión, u otras equivalentes, nos la dice el sacerdote al presentar la sagrada forma antes de comulgar. Somos dichosos, aquí sobra toda rutina, somos felices, bienaventurados. Y no simplemente por lo que sintamos en ese momento, no es cuestión de sentimientos, sino porque somos convocados para algo muy grande, para lo que no hay expresiones suficientes, para algo que está sucediendo en la grandeza de lo sencillo, en la verdad del Misterio que no es espectacular. Porque ¿a qué nos invita el Señor?, ¿a qué nos convoca su Espíritu, que es quien nos mueve a la celebración? A unos por unas razones y a otros por otras, pero aquí estamos todos presentes porque Él nos ha movido. El mismo sacerdote nos dice a qué es la invitación: a la Cena del Señor. Y la Cena del Señor es la re-presentación sacramental del sacrificio de la cruz, resumen y polarización de la vida de Jesús, que se nos da a participar en este sencillo banquete sacrificial para que podamos entrar en comunión con Él, también de una forma sacramental. Lo que se hizo por todos nosotros, ahora es representado y participado por cada uno. El único sacrificio del Hijo ahora se representa en cada misa que se celebra. Por ser representación es una Memoria que actualiza, un volver a presentar lo que de una vez para siempre se hizo en el tiempo, actualizando sacramentalmente lo que Dios, en su eternidad tiene siempre presente. Y esto es grande, que podamos participar en el acontecimiento cumbre de nuestra redención, que nos permite la comunión con nuestro Redentor ya glorificado por su resurrección.

La forma sacramental de hacerlo es un banquete sencillo, pero un banquete sacrificial donde se come y se bebe sacramentalmente la carne y la sangre de una víctima entregada por amor para la salvación de los hombres. Al ser tan sencillo y bajo las especies de pan y de vino -lo más imprescindible en cualquier banquete- y poder repetirlo muchas veces, puede caer fácilmente en la rutina y hacer que lo más grande pueda convertirse en mera costumbre sin adentrarnos en el gran Misterio que celebramos. A esto pueden unirse determinadas innovaciones que algunos hacen. La intención suele ser buena -que haya más participación, que se revalorice la asamblea, que se ejerzan los distintos ministerios que confluyen en la celebración, que se comprenda mejor lo que se hace- pero a veces estas insistencias velan lo principal, sin lo que ésta pierde lo mejor de su realidad. Se olvida que somos dichosos y que somos invitados. Somos dichosos no porque se reconozca el valor de la asamblea, ni porque entendamos mejor, o se participe más... que son cosas necesarias. Somos dichosos porque somos introducidos, participamos y compartimos el Misterio de salvación que en la celebración eucarística nos alcanza. Además somos invitados. Nosotros no hemos hecho el sacrificio, ni hacemos el banquete. No debe un invitado sustituir al anfitrión que le invita. Tampoco debe cambiar lo que él haya establecido ni el sentido de lo que se quiere celebrar. No debe colocarse en el sitio del factor principal de la celebración y de lo que conmemora, ni colocar a ninguna otra persona o cosa o situación que distorsione gravemente la celebración porque todo ello ofendería al Celebrante principal. Nosotros somos invitados a la Cena del Señor, es su cena no la que cada uno quiera preparar. Cuando se respeta al Celebrante principal, y el sentido de la celebración, entonces hay dicha auténtica, hay participación verdadera, hay comunión con Él y con lo que hizo y hace. Verdaderamente entonces somos dichosos los invitados a la Cena del Señor.

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