domingo, 22 de mayo de 2011

2.VIII.- Las plegarias

 
Hay varias admitidas, que están en el misal para ser utilizadas según días y conveniencias pastorales, incluso para niños, aunque, dicho sea con verdad, la mayoría no se utilizan salvo excepcionalmente. La que se repite incansablemente es la segunda, quizá por ser la más breve. Todas ellas, aunque con notables diferencias, suelen tener un esquema común del que nos interesa resaltar varias partes.

1.- Suelen comenzar con un prólogo grandioso que llamamos prefacio. Aunque la plegaria es propia del sacerdote, el diálogo introductorio del prefacio está indicando que él no está solo, que toda la asamblea le acompaña, hay una unidad de toda la comunidad celebrante. La palabra prefacio puede confundir y de hecho, antes de la reforma del Vaticano II era considerado como una introducción (pre-facio) a la plegaria propiamente dicha que comenzaba después del Santo. Hoy no lo entendemos así, es una auténtica acción de gracias a la que se invita a toda la asamblea que “levantado el corazón a Dios”, da gracias a su Señor por los dones de la creación y la salvación. Es como un estallido, una explosión de alegría, de reconocimiento y de agradecimiento por el don que Dios nos otorga en Cristo.

Concluido con el Santo muestra la unión con toda la creación, con los ángeles y con los santos en un canto de alabanza que reconoce y muestra su gloria en todo lo creado, en los cielos y en la tierra y proclama bendito al que viene en su nombre. Todo se une en una exaltación y en un reconocimiento de la gloria del Señor que proclama toda la creación.

2.- Otra cosa a resaltar en la plegaria es la acción del Espíritu Santo. En la Plegaria primera, que reproduce el canon llamado romano y que es la que se decía en latín antes de la reforma, el Espíritu Santo no aparecía, no se le nombraba. Son las plegarias más modernas -que curiosamente algunas reproducen textos de plegarias antiquísimas, así la segunda es la de Hipólito de Roma del año 215, la más antigua conocida - las que han recuperado la invocación al Espíritu Santo -epiclesis, que significa literalmente invocación. Unas lo hacen invocándolo antes de las palabras de la institución: “por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu” o “te suplicamos que santifiques por el mismo espíritu estos dones que hemos separado para ti”, se le invoca sobre las ofrendas. Algunas lo hacen también en una segunda invocación no ya sobre las ofrendas, sino sobre los que participan del Cuerpo y la sangre de Cristo para que “llenos de su Espíritu Santo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”.

¿Por qué esta insistencia ahora cuando estuvo olvidada durante siglos que sólo se rezaba el canon romano? No cabe duda que es por una vuelta a las fuentes, con una toma de conciencia mayor en el occidente cristiano de la Persona y la actuación del Espíritu en todo lo que supone la historia de la salvación, la vida cristiana y la misión de la Iglesia. Teo­ló­gicamente, debemos reconocer que la acción del Padre en el hombre y el universo mundo se desarrolla a través de dos mediaciones increadas. Una la del Hijo por su encarnación redentora. Otra a través del Espíritu, no independiente de la anterior sino inter relacionadas, en virtud de la cual se lleva adelante la misión del Hijo, interiorizándola en sus seguidores hasta su plena identificación con Él, haciendo que esta humanidad nuestra sea humanidad de Cristo. El Espíritu ha estado presente desde los orígenes donde “el aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas”(Gen. 1, 2), se posesionaba de los elegidos por Dios y que “habló por los profetas”. Está presente no sólo en la creación sino también en la encarnación pues “por obra del Espíritu Santo se encamó de Maria la Virgen”, toda la vida de Jesús está orientada y plenificada por el Espíritu. Al ser la Eucaristía una manifestación de la encarnación y una Presencia de quién es poseído plenamente por Él, es como la energía que produce el cambio admirable de la transubstanciación, energía que es plena en el Resucitado. La Memoria se realiza no por obra del sacerdote que celebra, sino por obra del Espíritu que llena la Humanidad de Cristo, la presencializa y produce la identificación-comunión con sus fieles. No hay Eucaristía sin la acción del Espíritu Santo, como no hubo creación, encarnación y redención sin ella.

No solamente debemos agradecer que las nuevas plegarias siguiendo la tradición más antigua de la Iglesia - hayan puesto de manifiesto y creado esta toma de conciencia mayor sobre el papel principal del Espíritu en la Eucaristía y sus frutos, sino que deben dar pie a una vivencia intensa de su presencia y acción en la liturgia de la misa. El Concilio nos recuerda: “En la Stmª Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo”(PO.5b) porque “El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable unión de los fieles y tan estrechamente une a todos en Cristo, que es el principio de la unidad de la Iglesia”(UR.2b).

3.- Las palabras de la institución. En las misas anteriores a la reforma se decían con enorme solemnidad, una dicción escrupulosa e incluso se realzaba en las misas más solemnes tocando la marcha real. Parecía que esta parte de la Misa era como una parte y la más importante, aislada del resto de la celebración, que eran un antes o un después de ella y donde la comunión no tenía, en la mentalidad de muchos asistentes, gran importancia. Gracias a las nuevas plegarias, a los cambios introducidos en la liturgia -entre ellos el uso de la lengua corriente - las palabras de la institución se insertan en un todo en el que ellas forman parte de un relato para hacer la Memoria. Hasta tal punto forman un todo con la totalidad de la plegaria que hoy son muchos los autores que sostienen que es toda la Plegaria la que tiene poder consecratorio. Lo importante no es cuando se efectúa sino la realidad de que hay una consagración del pan y del vino que produce un cambio admirable -transubstanciación- como hemos explicado en otra parte. Lo que si nos interesa resaltar es que cuando hablamos de Memoria, de presencialización del sacrificio de Cristo al que se une el sacrificio de la Iglesia pudiera parecerle a algunos que nos referimos a algo terrible que nos produce tristeza. Esto no es así porque todo Cristo, con toda su historia, ha sido glorificada, lo que hace que las palabras de la institución se refieran al Cristo verdaderamente existente, por tanto en su estado glorioso. Lo cual quiere decir, entre otras cosas, que lo que hizo en su historia terrena y logró para nosotros es algo que se realizó y, aunque esté presente en la eternidad de Dios, para nosotros se perpetúa incruentamente. Por eso “anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!”, aclamamos tras la consagra­ción. Es decir, la Memoria es festiva, ya ha logrado lo que buscaba y nosotros lo celebramos con agradecimiento. Comemos y bebemos carne y sangre de una victima resucitada, lo que hace que en su situación actual tanto una como otra estén glorificadas. Nuestra celebración presencializa a Cristo glorioso a quién mostramos con ella nuestra acción de gracias –eucaristía- porque, gracias a Él somos salvados y, por este sacramento admirable, entramos en comunión con Él.

4.- En las intercesiones que se siguen queremos fijarnos en una de la que están muy pendientes sobre todos los que tienen “encargada” una misa. Nos referimos a la de los difuntos. Suscita muchos problemas: que si queremos una misa muy solemne, que si queremos que se nombre al difunto, que la misa sea solamente por él... También se percibe un giro hacia atrás en muchas parroquias que han convertido las misas diarias, y a veces también las dominicales, en puras celebraciones funerarias. En ellas da la impresión de que lo principal en la liturgia es el recuerdo y la petición de y para los muertos. Habíamos desterrado esto en los años del inmediato postconcílio, se dio prioridad en la celebración a las ferias, a la lectura continuada, a todo lo que hacia sentirse asamblea... Quizá se haya vuelto a la liturgia funeraria porque es la muerte quién convoca hoy a más gente en nuestros templos con funeral, misas de nueve días, de mes y de año, a nada que una parroquia tenga mucha población ocupan todas las misas con conmemoraciones de difuntos.

Los fieles tienen todo el derecho del mundo para encomendar sus difuntos en la celebración de la comunidad a la que pertenecen, que esta los arrope con su intercesión. Siempre ha reconocido la Iglesia el valor de los sufragios. Pero debe preocupamos la imagen de Dios que transmitimos y la de la Iglesia en los modos en que llevamos a cabo esta piadosa costumbre que tenemos.

La imagen de Dios que ofrecemos no es la del Padre bueno, lleno de ternura, que siente la muerte de sus hijos y le pone remedio. Más bien aparece la imagen del amo todopoderoso, convertido en juez implacable y que sienta la mano en el último momento, a quien hay que aplacar con misas y sufragios para que se ablande y sea benévolo. No se tiene en cuenta que si hacemos sufragios por los difuntos es para celebrar sacramentalmente que ese fiel cristiano que ha muerto ha participado en la muerte de Jesús y, lo mismo que Él resucitó, celebramos que su resurrección le alcance. Todos los sufragios están presentes en esa muerte y esa resurrección para gloria de Dios y la de todos sus hijos fallecidos que Él les da a participar. No se pierde nada de lo que hacemos por ellos y es en Cristo, con Él y por Él donde encuentran su verdadero sentido.

La imagen que ofrecemos de la Iglesia es también horrible frecuentemente. Da la impresión de que cada uno va a lo suyo .Como si la salvación no fuera, además de personal, comunitaria, como si no fuéramos comunión con todos los de abajo y los de arriba. También aparece como una cuestión de dinero acá y allá. Algunos no se cansan de encargar misas, pagar estipendios, misas ordinarias y misas gregorianas... como si la salvación de los difuntos dependiera no del amor de Dios sino de los estipendios que se pagan. Es todo un negocio el que hay montado y al que no se le pone remedio: cuanto cuesta, qué le damos, que debemos pagarle... Se olvida que la Iglesia es sacramento de salvación para todos, por eso se preocupa de los vivos y de los difuntos, pide por todos, celebra por todos, por eso en todas las eucaristías pedimos a Dios que no mire nuestros pecados sino la fe de su Iglesia. En ella está toda la obra redentora de Jesús y toda la acción santificadora de su Espíritu, que se han hecho para el perdón de los pecados y la salvación de todos. No aparece esta realidad en todo el montaje que hacemos a propósito de los difuntos y el negocio sagrado en que lo hemos convertido. Que encomendemos a un difunto particular, como a un vivo particular, no excluye a todos y cada uno de los que viven y mueren. Hijos de Dios y miembros de su Iglesia que necesitamos de Él para encontrarlo, para responderle y para adentrarnos en lo definitivo donde se vive su amor inefable sin límites. Donde nos necesitamos unos a otros en esta comunión que formamos establecida por Él y que responde a ser creados así y ser redimidos de la rotura que de ella hacemos por el pecado y el olvido de los demás. Da pena cuando pensando y hablando de los que mueren decimos “mis difuntos” y no “nuestros difuntos”, como si no lo fueran de todos, como si no hubieran sido creados en solidaridad con todos y redimidos en la comunión que formamos y que en la Eucaristía se representa, se celebra y se vive.

5.- La Plegaria concluye con una doxología. Esta palabra está compuesta de dos: doxa, que significa alabanza o gloria y logos, que significa palabra o sabiduría, por tanto, en castellano sig­ni­­ficaría “palabra de alabanza” literalmente... Toda la Plegaria lo es, pero se coloca al final como resumen y exaltación de todo lo que es la Plegaria, con las palabras de la institución incluidas. Así como comienza -prefacio- con una exultante acción de gracias por todo lo creado y redimido, así se concluye con esta alabanza al Dios trinitario. Toda alabanza al único Dios se tributa y manifiesta a través de Jesucristo: “para nosotros no hay más que un Dios Padre, de quién procede el universo y a quién estamos destinados nosotros, y un solo Señor, Jesús Mesías, por quién existe el universo y por quién existimos nosotros”(1ªCor. 8, 6). Esta palabra de alabanza se hace en la unidad del Espíritu Santo. No sólo hacia el interior de Dios pues “es el vinculo de la Trinidad” según san Epifanio (Adv haereses, 62, 4), quién conoce la intimidad de Dios: “porque el Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios... la manera de ser de Dios nadie la conoce si no es el Espíritu de Dios”(1ª Cor. 2, 10-11). Pero lo es también hacia fuera, es toda la creación –hombre, mundo, historia... - la que es unida por la acción del Espíritu Santo. Es toda la realidad cósmica la que es unida en la alabanza, reconociendo “todo el honor y toda gloria” a Dios Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.

Las palabras se unen a un gesto del que preside, la elevación de la hostia consagrada y del cáliz. Es toda la creación, con toda la asamblea, la que se eleva hacia Dios hecha Eucaristía en una ofrenda realizada por Jesucristo, con Él y en Él. Es la misma ofrenda que hizo de su vida y que hoy sigue perpetuando junto al Padre en su estado glorioso, unido a quienes se identifican en su vida y en la Eucaristía con Él: “En Él ha habido únicamente un sí, es decir, en su persona se ha pronunciado el sí a todas las promesas de Dios, y por eso a través de Él respondemos nosotros a la doxología con el Amén de Dios” (2ªCor. 1, 20). Lo pronuncia toda la asamblea y culmina la Plegaria. Este Amén se refiere a Jesucristo, “esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz” (Apoc.3, 14). Unida a Él toda la asamblea desea que así sea todo lo que en la Plegaria se ha dicho, pedido y realizado, todo lo que, unido por el Espíritu, se ha hecho ofrenda al Padre Dios por Jesucristo, que le sea reconocido todo el honor y toda la gloria.

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