domingo, 22 de mayo de 2011

2.IX.- La preparación para la comunión


Se entendería mal la celebración eucarística si se interpretara la comunión como una parte más de la Misa, a la que se puede acceder o a la que se puede renunciar. Así se comprendía en la práctica de quienes venia a “oír misa”. Hoy esta actitud nos resulta extraña, sería la misma que si viéramos que alguien, que es invitado a un banquete, no probara bocado. Es lógico preguntarse ¿la comunión es una parte distinta de la totalidad de la Eucaristía?, ¿todo lo que se hace antes en la liturgia de la Palabra, la Plegaria, etc., no es también comunión? Debemos respondernos que sí. Es comunión toda la Eucaristía. La razón está en que para hablar de comunión correctamente hay que hablar de participar y de compartir. La Eucaristía no es un acto individual ni es celebración de un individuo, aunque no haya asistencia de pueblo: “aunque no pueda haber asistencia de pueblo en ella, es ciertamente acto de Cristo y de la Iglesia”(PO. 1 3, c), la comunión supone siempre la comunidad eclesial. Una comunidad lo es cuando en ella hay participación y esto se tiene en toda la celebración. También cuando hay corresponsabilidad; un solo responsable no hace comunidad, que supone siempre seres libres unidos, que participan en un proyecto común, no súbditos sometidos a un jefe. Por esto es esencial en la comunión de la comunidad el compartir.

Su importancia radica en que, aunque toda la Eucaristía es comunión -porque en toda ella se da en máximo nivel la participación, la corresponsabilidad y el compartir - sin embargo en la comunión es donde se da su máximo nivel al asimilar y dejarse asimilar por el - Señor glorioso que por su Espíritu nos hace a todos uno.

Un inconveniente notable lo experimentamos hoy en lo relativo a las exigencias para acercarse a comulgar. En unos es debido a carecer de conciencia de pecado grave, debido al ambiente actual en el que ésta conciencia se ha perdido no se ve pecado en nada debido a la conciencia laxa que se ha instalado no sólo en la sociedad sino también en muchos fieles. De hecho se ponen en fila y comulgan sin preocuparse de si están o no en gracia (Dz. 893). Otros, sin embar­go, se privan de comulgar porque creen estar en pecado grave o tienen dudas sobre ello. Respecto de los primeros hay que advertir que la Eucaristía exige siempre una conciencia libre de todo pecado grave. A ella sólo se puede llegar mediante un proceso de conversión que donde se celebra con total garantía es en el sacramento de la penitencia. Por tanto es necesario insistir en la necesidad del estado de gracia para poder comulgar. Si lo que celebramos en ella es precisamente el acontecimiento cumbre de la redención del hombre, con la presencia del resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, y la comunión supone la unión con Él, seria una contradicción no rechazar el pecado -que supone la rotura de la unión con Él - y al mismo tiempo querer estar unido con Él, cuando ambos son incompatibles. Por tanto si se quiere la unión y la amistad con Cristo necesitamos convertimos de toda situación de pecado grave.

Otra cosa distinta es el cómo salir de esa situación. La forma ordinaria, ya lo hemos dicho, es por la penitencia que culmina en el sacramento. Pero puede darse el caso de personas que no pueden acceder al sacramento de la penitencia porque no han encontrado confesor, no es que quieran estar en pecado grave, es más, están verdaderamente arrepentidos de haberlo cometido. Están en Misa ¿comulgan o no?

Por un lado la Iglesia señala que la perfecta contrición justifica plenamente (Dz. 987): “Declara pues el santo concilio que esta contrición no sólo contiene en si el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja”. Esto antes de toda absolución sacramental aunque no sin relación a esta. La razón está en que la confesión y absolución están incluidas en el deseo y el propósito de una vida nueva. Así admite que los sacerdotes que, habiendo cometido pecado grave, sinceramente arrepentidos y no encontrando confesor puedan celebrar la Eucaristía (Dz. 880). A este respecto nos parecen esclarecedoras las palabras de Sto. Tomás de Aquino: “Todo aquel que tiene conciencia de pecado mortal pone obstáculo a su efecto, por no estar convenientemente dispuesto para recibirlo (...) por no poderse unir a Cristo (cosa que se hace en este sacramento) mientras tiene afecto a pecar mortalmente. De aquí que se diga: “si el alma tiene afecto a pecar, más se agrava que se limpia tomando la Eucaristía. Este sacramento pues no perdona la culpa a quién lo recibe con conciencia de pecado mortal”. Y añade: “Sin embargo puede perdonar el pecado de dos maneras: o recibirlo sólo en deseo, previo el arrepentimiento, pero sin tener conciencia ni afecto al pecado mortal, que en realidad se posee. En este caso, quizá el que comulga no está suficientemente contrito; más llegándose con devoción y reverencia consigue del sacramento la gracia de la caridad, que perfecciona la contrición y borrará el pecado” (III.q.79, a 3c). Pero es el concilio de Trento, al exponer la doctrina de la Iglesia sobre el sacrificio de la Misa quién nos dice : “y porque en este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo en el altar de la cruz (Hbr. 9, 27); enseña el santo concilio que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio(Canon 3) y que por él se cumple que, si con corazón verdadero y recta fe, con temor y reverencia, contritos y penitentes, nos acercamos a Dios, conseguimos misericordia y hallamos gracia en el auxilio oportuno (Hbr.4,16). Pues aplacado el Señor por la oblación de este sacrificio, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y pecados por grandes que sean”(Dz.940).

Los obispos de Extremadura lo han entendido así: “La Iglesia señala al mismo tiempo, que la perfecta contrición justifica plenamente antes de recibir la absolución sacramental aunque no sin relación con ésta. Por esto, cuando los cristianos en pecado grave tienen urgencia de comulgar y no tienen oportunidad de confesarse previamente, pueden acercarse a la comunión previo el acto de contrición perfecta y con la obligación de confesar los pecados graves en la próxima confesión. (No es suficiente el arrepentimiento de los pecados cuando se desprecia el sacramento de la penitencia”(Ver nota al pie).

Resumiendo todo lo anterior y respondiendo a la pregunta sobre si se puede acceder a comulgar sin haberse confesado antes debemos responder:

1º.- Quien comete pecado grave lo que tiene que hacer cuanto antes es arrepentirse de haberlo cometido y pedirle perdón a Dios. No podemos poner en duda que a quien está sinceramente arrepentido Dios le perdona antes de acudir a la confesión. En ese querer el perdón de Dios, está incluido el deseo -in voto- de hacer lo que Él ha establecido y es que lo hagamos mediante la Iglesia a la que también hemos ofendido con nuestros pecados y puede ayudarnos a discernir si nuestro arrepentimiento es sincero.

2º.- Si no hay confesor a mano -no por desidia ni menosprecio de la confesión - puede acercarse a comulgar porque su pecado ya está perdonado previo su arrepentimiento sincero, por la eficacia del sacrificio de la Misa que actualiza el sacrificio de Cristo que se hizo “para la remisión de los pecados”, incluso “los más graves” como dice Trento.

3º.- Debe aprovecharse el acto penitencial de la celebración que para eso está puesto al principio de la misma.

4º.- Impedirlo o imponer a los fieles de alguna forma su prohibición, es convertir a la Iglesia en obstáculo a la gracia -al amor de Dios- que ya posee quien se arrepiente y que se derrama y participa más plenamente por la comunión.

5º.- No obstante quedará siempre pendiente la manifestación a la Iglesia de los pecados graves pues a ella le confió el Señor la potestad de manifestar y ser vehículo del perdón de Dios, de juzgar nuestras disposiciones y hacer efectiva, mediante la reconciliación, la unión con Cristo que, por voluntad suya, se hace mediante la Iglesia.

Por ello, una vez acabada la Plegaria de acción de gracias, la celebración nos dispone para comulgar con un triple rito con sus añadidos (embolismo, añadidura complementaria): el Padre Nuestro, el rito de la paz y la fracción del pan. No hacemos un desarrollo de cada uno pues no es esta la finalidad de este escrito, pero sí queremos apuntar, como venimos haciendo algunas cosas que creemos importante recordar.

1.- Respecto del Padre Nuestro queremos fijarnos solamente en una de sus peticiones que no se entiende claramente por algunos fieles al rezarlo: el “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Hay mucha incomprensión de lo que con ella pedimos.

Una gran mayoría identifica esa voluntad de Dios con pruebas, sufrimientos, desgracias y hasta la misma muerte. Así es que hasta cierran los ojos al hacer esa petición, unos deseando que esa petición no se realice en ellos, otros aceptándola pero con sufrida resignación ante lo inevitable.

En segundo lugar es inevitable responder que no es voluntad de Dios ni el mal ni el causarlo, sea en la forma que sea, porque Dios está siempre frente a él. Ni se lo desea a nadie ni se lo manda, ni como prueba ni como castigo. Ante lo inevitable de padecer males, cuyo origen no está en su voluntad sino en la libertad humana y en nuestra finitud, limitación y contingencia, la acción de Dios está siempre en estar con nosotros frente al mal que sufrimos, apoyándonos, fortaleciéndonos y haciendo que nos ayude para nuestra vida total. El Padre hizo suyos los males que sobrevinieron a su Hijo en su pasión y muerte como los de toda su vida, pero no por decisión de su voluntad sino porque ésta fue la libre voluntad de Jesús que Él respetó haciéndola suya. Entonces aceptar como si viniese de Dios lo que nos hace sufrir tiene siempre una condición que nosotros “hayamos decidido dar la vida, entregarla”, como lo hizo Jesús, es entonces cuando Dios hace suya nuestra decisión haciéndola salvadora.

Entonces, en tercer lugar, tenemos que preguntarnos ¿qué es realmente lo que pedimos? La pregunta tiene una respuesta correcta si podemos conocer cual es su voluntad. Esta la ha manifestado desde los orígenes -creación­ hasta la consumación resurrección- manifestada rotundamente en Jesucristo. No hay otra explicación que su amor, que no es distinta, ni puede serlo, de lo que Él es: “amigos míos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se hizo visible entre nosotros el amor de Dios, en que envió a su Hijo único al mundo para que nos diera vida. ..Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para que expiase nuestros pecados “ (1ªJn.4, 7-l 0). Su voluntad es su amor para con nosotros y nuestro mundo. Lo que está fuera de su amor no es voluntad suya. Entonces lo que pedimos es que su amor se realice en nosotros y nuestro mundo como se realiza en el cielo, donde es plenamente vivido y, por tanto, consumado.

Por todo ello en toda invocación, como en toda oración, hay que abandonar el temor: “el amor que Dios mantiene entre nosotros ya lo conocemos y nos fiamos de él. Dios es amor: quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios con, él. Con esto queda realizado el amor, porque nuestra vida en este mundo imita lo que es Jesús... En el amor no existe temor, al contrario, el amor acabado echa fuera el temor... quien siente temor aún no está realizado en el amor” (1ª Jn. 4, 16-19).

El Padre Nuestro concluye con el “líbranos del mal” y, a continuación, un embolismo desarrolla esta petición que se encadena a ella pidiendo que el Señor “nos libre de todos los males”. Los griegos llamaban embolisma a la pieza ajustada al vestido, aquí se conserva como añadido literario que desarrolla un texto. Concluye con una doxología: “Tuyo es el reino...” Es palabra de alabanza a Dios que pronuncia toda la asamblea.

2º.- En el rito de la paz “los fieles imploran la paz y la unidad para la iglesia y toda la familia de los hombres, y se expresan su amor mutuo antes de participar en el pan único” (PGMR. 56. b). Comienza con una oración de petición en la que se intercala esta súplica que aparentemente nada tiene que ver con la paz que se pide a Jesucristo: “no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”. Hay toda una tradición que muestra que, cuando fallamos en el camino hacia Dios, hemos buscado ser acogidos por la Iglesia. Son multitud de anhelos juntos, acumulados en siglos de peregrinaje y de penitencias acogidos por la Iglesia, que se presenta ante Dios con este bagaje de anhelos y esperanzas de vernos limpios que el pecado había frustrado. En el nombre de Dios acoge como una madre a los hijos descarriados y se pone ante Dios con lo mejor que tiene, lo que responde a su verdadero ser, por lo que Jesús la instituyó: que fuera sacramento de salvación para todos los hombres (GS.45ª; AG. 1ª). Sin embargo son muchos los que menosprecian la mediación eclesial. Otros no se sienten Iglesia, no tienen conciencia de pertenencia o solo se identifican con ella parcialmente. En gran parte es debido a la ignorancia sobre su naturaleza y su misión.

Cuando decimos fe de la Iglesia estamos siempre apuntando hacia su auténtico ser, lo que ella es y lo que ella produce. Ella, antes que nada, es Misterio de Comunión: “Cristo, el único mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos” (LG. 8ª). Toda la Iglesia aparece como “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”(LG 4b). Pedirle al Señor que mire la fe de su Iglesia es, antes que nada, la comunión que en su Espíritu ha establecido entre nosotros como verdadero sacramento de salvación. No hay salvación si no estamos en comunión con Cristo y es imposible esa comunión con Él si no estamos en comunión con la Iglesia. Ella es comunión de los santos porque es comunión en el Santo. Cuando pedimos ser acogidos por ella y en ella lo que estamos pidiendo es que se establezca o restablezca la comunión. Por esto lo que en principio produce extrañeza en este lugar, que el Señor no mire nuestros pecados, tiene perfecta comprensión porque el pecado es el que rompe la comunión. Si mira la fe de la Iglesia es para restablecer esa comunión que la constituye. Romper la comunión es introducir la división, consiguientemente la unidad y la paz. No pueden existir una sin las otras. Sobre el pecado no está la mirada de Dios, ésta recae siempre sobre la fe de la Iglesia.

Respecto del rito en cuanto tal cuando se recuperó en la Misa y se generalizó en sus celebraciones había quienes se molestaban y se hacían los distraídos, otros se situaban entre conocidos para no dársela a quienes desconocían o con quienes estaban enfrentados. Otros, por el contrario creían que era de los momentos más importantes y daban besos y abrazos a todo el mundo e iban y venían de un lado para otro saludando a todos. Hoy todo esto se ha centrado mucho más, nadie se extraña de tener que darla y de recibirla de los más próximos sean conocidos o no. Pero señalamos algunos abusos.

Unas veces porque se acompaña con cantos excesivamente largos que prolongan innecesariamente la celebración, otras porque se utilizan cantos que ni profundizan el rito ni tienen nada que ver con él, que tiene significado propio y que por tanto no necesita de muchos añadidos, otras porque, al prolongarla mucho, quien preside no espera y sigue con la fracción del pan que, así hecha, pasa desapercibida para la asamblea, comiéndose un rito al otro que también tiene significado propio y más relevante, cosa que no tiene el rito de paz que es potestativo.

Sin embargo es significativo para quién va a comulgar. No se puede comulgar con Cristo si no estamos en paz con los hermanos, los de cerca y los de lejos. Dándola y recibiéndola significamos la comunión existente entre nosotros, esta comunión la tenemos en Cristo, por eso “Él es nuestra paz” (Efs. 2, 13-14). La tenemos con todos representados en los más cercanos, es un abrazo universal, donde no hay exclusiones de ningún tipo, en el cercano está el lejano y este no puede ser excusa para excluir a aquel. Prepararnos para comulgar sacramentalmente supone la comunión previa con Cristo, su vida y su muerte, manifestada en la aceptación de la fraternidad con los demás especialmente con quienes más la necesitan. Si no queremos identificarnos con Él, sus valores, sus líneas de fuerza, su entrega... sobra la comunión sacramental, consiguientemente el rito de la paz.

Por todo esto vemos que es un rito que tiene su propia hondura, que no debe caer en la rutina y la superficialidad, que no debe atropellarse con el rito siguiente, que no debe distraerse con cantos inapropiados que no revelan su verdadero sentido, que no debe convertirse en un holgorio de abrazos y saludos rutinarios donde no se descubre a quien representa de verdad el otro. Y los sacerdotes no debieran proseguir la celebración hasta que el rito, con sus cantos no concluya.

3.- La fracción del pan es el otro rito que nos prepara para la comunión. Así como el Padre Nuestro y la paz se suelen valorar, sin embargo la fracción del pan es un rito devaluado. Al ir, además, detrás del de la paz, y este prolongarse excesivamente tal y como lo hacemos, ésta pasa desapercibida. Como mucho se estima como un rito práctico para poder comulgar dada la magnitud de la forma inabarcable para una boca normal. Conviene recordar que “este rito no solo tiene una finalidad práctica, sino que significa además que nosotros, que somos muchos, en la comunión de un solo pan de vida, que es Cristo, nos hacemos un solo cuerpo (1ªCor. 10, 17)” (PGMR.56.c).

Parece no sólo curioso sino algo que debe hacer pensar que de las dos formas principales con que la iglesia primitiva, según atestigua el N. Testamento, se refería a lo que hoy llamamos misa, una era la fracción del pan y otra la eucaristía. Podemos preguntamos ¿por qué fijarse en este rito para expresar la totalidad de la misa cuando tenían otro nombre –eucaristía-­ para designarla?, ¿no seria que para aquellas primeras generaciones de cristianos, el rito significaba algo definitivo de la vida del Señor, revelador de su vida y su presencia entre nosotros? La catequesis de Lucas así parece confirmarlo al decirnos que fue al partir el pan cuando los discípulos de Emaús la re-conocieron... ¿Por qué al partir el pan? Eran muy conscientes de lo que Jesús había dicho de sí: yo soy el pan de vida. Comprendían que comer de este pan era identificarse con Él y su destino. No cabía otra posibilidad de tener vida que comer de ese pan y no refiriéndose a cualquier tipo de vida sino a la vida total o eterna. Para poder comerlo -participar de su vida y su destino -, y tener parte en la salvación que nos otorga, primero tenía que lograrla con su pasión y su muerte. Es decir, primero tenía que partirse. El Pan de vida se rompió en el sacrificio de sí. Así se mostró el amor hasta el colmo y se hizo posible poder participarlo Sin ese rompimiento no era posible, no se mostraría el amor hasta el final, ni era posible salvación alguna. Consiguientemente, no habría participación alguna posible.

Esto que ocurrió en el ser y la vida de nuestro Salvador, Él quiso que simbólica pero eficazmente se hiciera realidad en el sacramento de la Eucaristía. ¿Cómo re-conocer su Presencia sino mediante el rito de partir el Pan? Lo que permite re-conocer quién es el Pan de Vida y qué es lo que nos ha otorgado es esa fractura, ese rompimiento, porque ese es el signo eficaz de lo acontecido, que Jesús, el Hijo de Dios, se entregó a la muerte por nosotros para que tuviéramos vida. Por todo ello no es de extrañar que en la primitiva Iglesia la Fracción del Pan pasara a ser el nombre -junto con el de Eucaristía- de este sacramento. No fue sólo el rito práctico que permitía comulgar, era el signo mismo y su contenido lo que para ellos expresaba algo esencial: la vida misma de Jesús rota, entregada, por nosotros. Y así consta en las palabras de la institución: cogió pan, lo partió y lo dio.

Romper el pan, entonces, no es un rito más ni un relleno en la celebración, ni debe hacerse mientras se hacen o dicen o cantan otras cosas por muy dignas que sean, ni debe ser atropellado por ninguna invocación posterior -el agnus Dei- que deben esperar a concluirlo, ni debe hacerse con prisas y de cualquier manera. Tiene su sitio en la celebración, su significado propio y también su dignidad.

(NOTA) Exhortación cuaresmal nº 3. Febrero 1999

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