lunes, 14 de marzo de 2011

DEL MÁS ACÁ Y DEL MÁS ALLÁ (II.IV)

IV.- NUESTRA PLENITUD ES CRISTO

Esto no podemos olvidarlo ni ante los vivos ni ante los muertos porque por la fe creemos en Él y nos identificamos con Él. Solemos resumirlo en el concepto “gracia” porque es don que nos otorga Dios por tanto algo enteramente gratuito aunque exija la contribución de nuestra libertad. Gracia es una nueva existencia, la de los nacidos “de arriba”, no “de linaje humano, ni por impulso de la carne, ni por un deseo de un varón” sino que nacen de Dios (Jn. 1,13). La de los nacidos de arriba, del costado abierto de quien fue elevado en alto y atrajo a todos hacía Él (Jn. 8, 27-28) dándoles su Espíritu.

El Espíritu es el Amor en reciprocidad del Padre y del Hijo. Quien lo tiene posee Vida y si lo posee en plenitud –Cristo- posee la Vida plena porque la Vida la origina siempre el amor, es su consecuencia y su esplendor. Al “nacer de arriba” (Jn. 3,14), estar en gracia identificados con Cristo, nuestra Vida es Cristo (Col. 3, 3-4), Él es “el que vive”, el Viviente (Apc. 1, 17-18) y nosotros vivimos por Él, en su Espíritu para gloria –esplendor del Amor- del Padre. Al ser el Viviente, la muerte ya no tiene dominio sobre Él, ha sido glorificado, y al poseer en plenitud la Vida toda vida es participación y manifestación de su Vida. Él no tiene vida sino que es la Vida, vivida por el creyente en una identificación de tal naturaleza y calidad que la muerte biológica y física no puede destruir. El Amor, la Vida, el Espíritu, todo es lo mismo, es de tal calidad que es indestructible “nadie nos puede separar del amor de Cristo” (Rom. 8, 35-39).

A todo el proceso le llamamos teológicamente justificación, de pecadores somos hechos justos, de las tinieblas hemos pasado a la luz (Ef, 5, 7-14), del empecatamiento personal y colectivo hemos sido convertidos en justos, que es lo mismo que santos, porque la gracia de Cristo nos ha alcanzado por su gran misericordia, destruyendo nuestro pecado y haciéndonos hijo de Dios, miembros de Cristo y templos de su Espíritu. No son palabras bonitas sin más contenido, son expresión pobre de una realidad de tal calidad que nos desborda y nos hace presagiar lo que Dios tiene preparado para los que le aman (Is.64, 3; 1ªCor. 2,9; 1ª Pd. 1, 4-5). 

a.- La muerte física no destruye la filiación divina. Es de tal categoría la paternidad de Dios y la relación que crea en la filiación que nadie puede oponerse o destruir esa relación y esa paternidad. Dios es Padre y Creador antes que nada, quiere a sus hijos y desea que la relación que surge, y la referibilidad que crea del hombre para con Él, llegue a alcanzarla con su ayuda de forma plena. Nada ni nadie pueden impedirlo, Dios es fiel y se mantendrá siempre fiel, sólo una decisión libre pero errada del hombre puede privarle de lo que siempre le estará reclamando su condición de creatura e hijo de Dios. 

b.- La muerte física tampoco destruye nuestro ser cuerpo de Cristo. Esta corporeidad de Cristo no es física ni biológica, es de orden sobrenatural y por tanto no puede afectarle lo que no puede superar el orden físico. Pero el que no pertenezca a este orden no quiere decir que no sea real. Tan real cómo puede ser en su orden lo físico y lo biológico. Estos ordenes son reales dentro de las coordenadas de espacio y tiempo que con la muerte desaparecen, pero el orden sobrenatural no se desarrolla en esas dimensiones sino en esa “otra dimensión” (1) con la que necesariamente está conectada esta historia temporal pero que la trasciende. Diríamos que pertenece a esa otra historia que Dios va escribiendo en orden a la salvación de sus hijos, que compone todo el organismo sobrenatural que abarca no solo esta vida histórico – temporal sino la totalidad de la Vida de la que aquella es sólo una dimensión y una parte. El Cuerpo de Cristo se forma aquí y se plenifica allá. La muerte biológica no puede impedir que llegue a su plenitud. 

c.- Tampoco impide o destruye nuestra condición de templos del Espíritu. Porque ni el nacer de la carne y la sangre sino de Dios, ni nosotros lo poseemos como algo exigido por nuestra naturaleza, ni el ser templo es de naturaleza física o biológica para que pueda ser liquidado por la muerte. La categoría de templo es una metáfora exigida para expresar lo inexpresable, que el Amor infinito del Padre y del Hijo se nos ha dado (Rom. 5,5; 2ª Cor. 13,12) y está en nosotros como en su casa. Los templos siempre son casas de la divinidad, donde ésta se relaciona con los hombres, decir entonces “templos del Espíritu” es decir que inhabita en nosotros (Rom. 8,9). Pero el Espíritu es el Amor del Padre y del Hijo en reciprocidad. Dado a nosotros establece y nos introduce en su misma relación con el Padre y el Hijo quedándonos referidos a ellos habitualmente. Lo que tradicionalmente hemos llamado inhabitación y que el evangelista Juan pone en boca del mismo Jesús: “quien me ama guardará mi palabra y el Padre le amará y vendremos a él y en él haremos mansión” (Jm.14, 24). Es de tal naturaleza y de tal calidad la relación que establece  esa inhabitación que domina la existencia entera del creyente y todas las dimensiones de su ser. Ser templo es estar inhabitado y relacionado habitualmente por el Misterio trinitario, ámbito donde y desde donde actúa la divinidad, donde la acción transformadora de su Espíritu no sólo se manifiesta por el amor sino que va configurando e identificando progresivamente al creyente con Cristo en su existencia gloriosa. Todo esto está por encima de la muerte temporal, es inmortal porque es eterno.

(1) Idea y Título de la obra de J.L. Ruiz de la Peña publicada en Sal Terrae

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