lunes, 14 de marzo de 2011

DEL MÁS ACÁ Y DEL MÁS ALLÁ (III.IV)

IV.- LA PARUSÍA CONLLEVA UN JUICIO DE SALVACIÓN

Nos lo dice el credo, que su venida gloriosa –Parusía- será “para juzgar a vivos y muertos”. Lo que nos muestra que el juicio es parte de la Parusía y no algo independiente de ella. Ya lo ha sido en lo personal desde el encuentro con Cristo salvador en nuestra vida y en nuestra muerte. Ahora lo es corporativamente. Pero si la Parusía es la manifestación del amor de Dios realizado en Cristo, la instauración definitiva del Reino, el juicio no puede tener otro origen que el amor, siempre salvador, de Dios. Y no puede ser otra cosa que la manifestación plena del mismo. Por tanto no tiene nada que ver con los juicios humanos ni con las caricaturas tremendistas que el pasado nos ha legado y que todavía están en la mentalidad de muchas personas. 

Aquí, en esta cuestión, como en todo lo que afecta a la escatología cristiana, nos movemos siempre entre el “ya” y el “todavía no”. Y en ese marco, siempre dentro del amor que define a Dios mismo, podemos distinguir, para entendernos, varios pasos. 

1º.- EL ENCUENTRO. Es lo primero que ocurre entre Dios y nosotros y siempre por iniciativa salvadora. Puede ocurrir de una forma muy velada, puede ir acompañado de otras experiencias, puede acontecer en alguna experiencia trascendente o por el anuncio de múltiples formas. Entre los cristianos lo normal que es haya acontecido por la predicación -“fides ex auditu”, “la fe sigue al mensaje, y el mensaje es el anuncio del Mesías” (Rom. 8, 17; Is. 53, 1)- y ésta hace referencia a aquel en el que humanidad y divinidad se encuentran definitivamente. Su principal característica es que, al mostrar el amor que Dios nos tiene en Cristo, sea un encuentro salvador que me interpela y me mueve a tomar una decisión; debo optar por lo que o por el que se me anuncia. Cabe la indecisión, el rechazo o la adhesión. Hay otras experiencias y se me anuncian también otras palabras que no son las del Padre, que pueden nublar e incluso impedir la manifestación del Señor. Pero, ante el encuentro, es responsabilidad mía rechazarlo o aceptarlo. Su consecuencia es la fe en Cristo o la incredulidad (Jn. 8, 23-24). Es aquí, en ese momento decisivo de nuestra vida, donde ya se está dando en anticipo el encuentro final de la Parusía. Ahora velado pues no puede manifestarse plenamente porque me dejaría sin libertad, allí será cara a cara (1ª Cor. 13, 12). Allí vendrá con gloria Cristo –el amor del Padre- que es siempre benefactor y salvador del hombre. Dios no nos quiere mal. Desde que nos creó quiso y buscó siempre nuestra plenitud y felicidad y en la Parusía lo cumple definitivamente. Él es fiel (1ª Jn. 1,9), nosotros no, por eso desde el principio y a lo largo de nuestra existencia siempre buscó ese encuentro salvador. No es condenador de nadie pues Él no predestina al mal a nadie (Dz. 200; 816; 827). Aquí por la fe está tirando de nosotros hacia la plenitud de su amor, porque éste es el designio “del que me envió: que no pierda a ninguno de los que me ha entregado, sino que los resucite a todos el último día. Porque éste es el designio de mi Padre: que todo el que reconoce al Hijo y cree en Él tenga vida eterna y lo resucite yo el último día” (Jn. 6,37-40). 

2º.- EL DISCERNIMIENTO. El encuentro ya lleva consigo una diácrisis –discernimiento- entre lo que Dios me ofrece en Cristo y lo que me ofrece el mundo, entre lo que tengo, lo que soy, lo que puedo, lo que valgo, lo que se y Cristo salvador, entre ser señor de mi propia existencia y la nueva existencia que se me da como gracia en Cristo. Lo que se me pide es la totalidad, no partes ni limosnas, por quien puede hacerlo porque es el Único y no tiene que compartir con nadie. El encuentro me exige discernir quien ofrece y que me ofrece, que soy y tengo y que puedo ofrecer yo. Este discernimiento se hace en el encuentro de la fe donde soy interpelado y debo responder. Ya es juicio porque ya es oferta de salvación y tirón hacia lo definitivo que demanda una decisión. Este discernimiento se plenifica en el momento de la muerte donde la oferta de salvación que decidió mi vida y fue cuajando en una opción y decisión fundamental, ahora se reafirma definitivamente en la entrega total de mi vida y mi historia a quien quiere y puede salvarla. En la Parusía el discernimiento que ya estaba hecho ahora se ratifica y se une a la totalidad que manifiesta por quien ha optado y a quien ha elegido. Es un discernimiento y una opción corporativa: somos –la totalidad- tuyos, somos tu Cuerpo. 

3º.- LA CRISIS. El encuentro, con el discernimiento consecuente, aquí nos hace entrar en crisis. Las crisis no son ni buenas ni malas, son una mutación considerable del estado de quien la padece, en su salud, economía, etc., tendente a mejorar ese estado  o a empeorar. Entrar en crisis es entrar en situación de cambio. Ante la oferta de salvación que conlleva el encuentro de la fe y la opción que demanda el discernimiento, toda nuestra vida se trastoca. La salvación que se me ofrece en Cristo me pide que, sin dejar de ser yo, sea de Cristo. Es decir se produzca en mí una expropiación de mi existencia –que no sea dueño de ella- y una apropiación de la existencia de –ser en Cristo paulino- del único Señor y dueño de la historia, de la mía y la de todos. Esto acontece por el encuentro de la fe y se va desarrollando a lo largo de nuestra vida si somos fieles a la opción fundamental subsiguiente al encuentro. Así llegamos al final de nuestra historia individual donde, aunque nos hayamos mantenido fieles, vemos que también se han dado muchas otras opciones y actitudes que, aunque no hayan destruido la opción fundamental, si la han limitado y oscurecido. Por eso en el momento de nuestra muerte, ante la presencia impresionante del  Señor glorioso, la crisis se desata con toda su fuerza. Vemos la realidad de lo que hemos sido, la verdad de nuestras infidelidades y de nuestras fidelidades, los errores de nuestra libertad y de nuestros pecados y en un tremendo contraste la verdadera realidad del amor de Dios manifestado en Cristo, cuanto nos ha amado y hasta qué extremo. La crisis que se produce es enorme pero la presencia misericordiosa del Señor, y es tan impresionante su fuerza, que purifica de todo lo malo que ha habido en nosotros y liquida toda la escoria que llevaban adheridas nuestras fidelidades. Esto hace que la crisis no agrave sino que mejore hasta la plenitud el estado de vida que ya viví en mi existencia histórica –la vida de la gracia- en medio de mis pecados, errores y limitaciones. 

En la Parusía todo esto que se ha venido haciendo en todos de una forma personal ahora se manifiesta corporativamente. Cómo lo de cada uno afectaba a todos y como ahora aparece como Cuerpo de Cristo por Él purificado, su Iglesia “una Iglesia radiante, sin mancha ni arruga, ni nada parecido, una Iglesia santa e inmaculada” (Ef. 5, 26-27). Su cuerpo ha sido purificado y llevado a la plenitud de su ser glorioso. Ha sufrido esta crisis en todos y cada uno corporativamente. Ahora, ya purificada, su opción por Él lleva a la plenitud de su identidad e identificación con su Señor. 

4.- LA SENTENCIA. No hay juicio sin sentencia y ésta, en los juicios humanos, la da un juez. ¿Pero es esto lo que acontece al final de cada historia personal y en la colectiva? ¿Así será el juicio final? Creemos que no. Por influencia del derecho y la mentalidad forense que creó en el régimen de cristiandad, se comenzó a verlo así, como un proceso jurídico. Pero al principio, en la primitiva comunidad cristiana, no fue así. Testigo de ello  es el evangelio de Juan. En él ni el Padre da sentencia –“porque tampoco el Padre juzga a nadie” (Jn. 5, 22) –ni el Hijo tampoco aunque tenga esa potestad delegada del Padre _”yo no llevo a nadie a juicio” (Jn. 8, 13). “No envió Dios el Hijo al mundo para que de sentencia contra el mundo, sino para que el mundo se salve por Él (Jn. 3, 17)-. Cuando aquellos primeros cristianos aplicaban a Jesucristo el título de juez, lo hacían como expresión de la victoria de Cristo, de su triunfo sobre los poderes de este mundo, de la derrota del mal y originaba en ellos una confianza fundada en el amor no en el temor, “porque nuestra vida en este mundo imita lo que es Jesús, y así  miramos confiados el día del juicio. En el amor no existe el temor; al contrario, el amor acabado echa fuera el temor… quien siente temor aún no está realizado en el amor (1ª Jn. 4, 17-18). Este poder de dar sentencia lo ha entregado el Padre a el Hijo –“la sentencia la ha delegado toda en el Hijo” (Jn. 5, 22)- porque es ante el Hijo cuando hay que tomar la decisión de adherirse a Él o de rechazarlo. El Hijo tiene esa potestad pero ¿en qué consiste esa sentencia? El que se adhiere a Él posee vida definitiva y no está sujeto a juicio (Jn.  5,24), consiguientemente no está sujeto a sentencia (Jn. 3, 18).”El que se niega a prestársela ya tiene la sentencia, por su negativa a prestarle adhesión en su calidad de Hijo único de Dios” (Jn. 3,18) Pero esto no es querer de Dios, porque “no envió Dios el Hijo al mundo para que de sentencia contra el mundo, sino para el mundo se salve por Él” (Jn. 3, 17). Este es el querer de Dios que el mundo se salve no que reciba sentencia. Es decir, la sentencia no está en la voluntad del Padre ni la del Hijo, sino en la voluntad de quienes no le dan su adhesión y, consiguientemente, se niegan al amor de Dios. No es que Dios haga algo contra el hombre, es que el hombre no quiere el amor de Dios –que le otorga salvación- no adhiriéndose a Jesucristo. Esta es la sentencia: la negativa desesperada del hombre al amor. Esto no lo puede causar Dios, esto lo causa el hombre. Es más una auto-sentencia que sigue a un auto-juicio. Pero quienes se han adherido a Jesucristo, han conocido que Dios es amor y se ha hecho visible en Jesucristo a quien se han adherido y con quien viven identificados. Estos no sólo no reciben sentencia porque no son sometidos a juicio sino que ya han pasado de la muerte a la vida (Jn. 5, 24). La Parusía, como instauración definitiva del Reino que es, manifestará la grandeza de la justicia de Dios que no es distinta de la comunicación de su amor inefable y misericordioso que en el Hijo nos ha dado la posesión total y perfecta de la Vida interminable. “Allí no habrá ya nada maldito. En la ciudad estará el trono de Dios y del Cordero, y sus servidores le prestarán servicio, lo verán cara a cara y llevarán su nombre en la frente. Noche no habrá más ni necesitarán luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irradiará luz sobre ellos y serán reyes por los siglos de los siglos “(Apc. 22, 3-5)




FIN DE ESTA OBRA

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