lunes, 14 de marzo de 2011

DEL MÁS ACÁ Y DEL MÁS ALLÁ (II.III)

III.- LO QUE PIENSAN LOS DISCÍPULOS Y LO QUE PIENSA JESÚS

Juan muestra un enfrentamiento claro entre lo que piensan sus discípulos y la comunidad de Betania –donde están las hermanas de Lázaro y los judíos que han ido a darles el pésame- y lo que piensa Jesús. Son muchas las contradicciones y de una actualidad asombrosa. 

1.- La enfermedad no es para muerte. 

Lo que pone expresamente en boca de Jesús: “esta enfermedad no es para muerte sino para honra de Dios, para que ella honre al Hijo de Dios” (Jn. 11,4). Lo dice no porque va a hacer una excepción milagrosa. Es como se suele entender el texto cuando lo leemos pero, si miramos con profundidad, veremos que no hay tal excepción ni tal milagro entendido vulgarmente. Es una forma de pensar que contradice el pensar de los discípulos y el de una gran mayoría entre nosotros. Creemos que la enfermedad, grave o leve, es una preparación para la muerte, está abocada a ella. Por eso cuando se produce, sobre todo si es grave, nos sobresalta, nos preocupa y nos entristece. La tememos porque la vemos relacionada directamente con la muerte. ¿Es esto verdad? Pues en parte sí y en parte no. Sí porque nuestra historia es limitada y tiene que llegar a su límite. Nuestra existencia histórica se va degradando con la enfermedad o los años hasta hacer imposible nuestra vivencia en el espacio y en el tiempo. Esta existencia espacio – temporal tiene un final por eso, en cierto sentido, la enfermedad o la vejez son para la muerte. Pero en otro sentido no lo es, porque estas son un enfrentamiento con la vida total de la persona, no sólo la biológica o física de la misma. La vida de la persona es mucho más que biología, física y química aunque haya necesitado este soporte para irse construyendo. Cuando acaba el soporte comienza el desarrollo de la plenitud de la vida  que se poseía y que abarca mucho más que lo puramente físico. Esa persona que enferma o envejece lleva consigo un cúmulo de relaciones que la han construido y desarrollado y que necesita la plenitud  que  la  complete  no  que  la  liquide.  Esa plenitud   consumadora manifestará la gloria de Dios que, comunicando la Vida con su Espíritu, fue edificando todo ese conjunto de relaciones que hicieron y desarrollaron la persona. Esa Vida es de tal calidad que no sólo no está abocada a la muerte biológica sino que está por encima de ella. Así la misma enfermedad o la vejez se convierten no en actitud resignada ante lo inevitable sino en camino de entrega de la persona, que hace de la muerte tránsito hacia la plenitud de la Vida y manifestación del amor de Dios que es su gloria. 

En el creyente –que es quien sale del ámbito del pecado que es la verdadera muerte (Rom. 5,12; 1ª Jn. 5,15-16: Jn. 1, 10-11)- Dios ha ido construyendo una relación de tal magnitud que, además de dominar sobre cualquiera otra, les ha dado su auténtico sentido a todas ellas. Esto que llamamos gracia es de tal calidad que nos hace hijos de Dios, miembros de Cristo y templos de su Espíritu, que convierten nuestra vida en una manifestación de su gloria. También nuestra muerte biológica porque nada de todo ello se pierde siendo la misma muerte el tránsito hacia quien las plenifica. 

Consiguientemente, Jesús está mostrando a sus discípulos que Dios es un Dios de vivos y no de muertos (Mt. 22,32), el Dios de la Vida no de la muerte y que la Vida que Él da es necesariamente eterna, no hay muerte capaz de aniquilarla (Jn. 6,40). 

2.- La muerte no es dormición 

La segunda contradicción que vemos entre lo que piensan los discípulos y lo que piensa Jesús es consecuencia de lo anterior. Frente a la definitividad de la muerte Jesús acomodándose al sentir de los discípulos, habla ciertamente de dormición. Pero en el sentido de que la muerte no es algo definitivo. Es tan contundente el estrago de la muerte física, que cuando contemplamos un cadáver pensamos como pensaban los discípulos, que lo sucedido a la persona era definitivo, su presencia quedaba reducida a recuerdo. Hasta que sucede esperamos que se salve de la muerte pero, cuando ésta se produce, ya no se espera otro destino que la desintegración y la descomposición. Es lo evidente. La fe israelita, que era la dominante en los discípulos y las comunidades de Juan, no esperaban ya otra cosa que una resurrección al final de la historia, confiada a la misericordia de Dios no como desenlace natural de la existencia humana. Algo así como puro milagro otorgado por un Dios leal que pondría remedio al fatal desenlace que aguardaba a cada uno de los humanos. Frente a esta concepción Jesús habla de dormición y así se lo entendieron las primeras comunidades cristianas en las que el hecho de vivir unidos a Cristo conduce a morir con Él en una unión tan indisoluble que la muerte no podía romper. Por eso ellos, con Jesús, utilizan la metáfora del sueño. Este produce un aletargamiento de la vida de la persona, una atenuación de sus funciones, diminución de la actividad consciente, etc. Pero no liquida la vida de la persona, hasta el punto de que, pasado el sueño, todo se recupera. La muerte entendida como sueño no liquida la vida. Jesús con la imagen del sueño se acomoda al modo de pensar de la creencia en una resurrección final que era la común. Desde la muerte hasta ésta habría, un estado intermedio en el que la muerte parece decir la última palabra, esa es para ellos la evidencia del cadáver, pero ese dominio tendría un final por pura misericordia divina que es quien tiene el poder de decir la última palabra, despertando del sueño. 

Pero cuando Cristo expone la auténtica fe cristiana ya no habla ni de dilaciones (Lc. 23,43), ni de dominios temporales, ni de dormiciones, sencillamente porque ya no hay tiempo y porque la actuación definitiva es de Dios que no necesita plazos en sus actuaciones. Esta se ha producido en Cristo y en Él, por Él y con Él nos alcanzará a todos nosotros. Por eso el apóstol dirá que los muertos viven en el Señor (Rom. 6,8; Apc. 14,13). Aquí se dejará lo que ya no va a servir a la Vida, la ha servido antes pero ésta ha llegado a tal plenitud que se escapa de lo que aquí fue su soporte. 

3.- El último día 

Todo lo dicho nos lleva a descubrir una tercera contradicción entre la creencia judía, dominante en los discípulos y seguidores de Betania, y lo que enseña Jesús, entre el “ya sé que resucitará en el último día y el “Yo soy la resurrección y la Vida, el que tiene fe en mí, aunque muera, vivirá y todo el que está vivo y tiene fe en mí, no morirá nunca” (Jn. 11, 25-26). Toda la cuestión está en cómo entiende el evangelista ese último día. Desde luego no se trata de una referencia cronológica de un final por venir al final del tiempo. Lo último expresa una plenitud contenida como definitiva. Es el día definitivo. Este ¿se producirá o se ha producido? Está claro que para el evangelista el día final se ha producido en la Pascua de Jesús, en su Hora. El es la resurrección y la vida no sólo porque en Él se consuma la creación del hombre, es Él el Hombre acabado, el que termina la obra creadora de Dios dando la vida. Pero la da porque la tiene (Jn. 1,4; 5,22) y la tiene en plenitud de tal forma que se identifica con Él mismo hasta el punto de que no tiene vida sino “que es la Vida” (Jn. 14,6). Creer en Él es aceptarle, seguirle e identificarse con Él, es decir, tener su Vida por eso “quien está vivo y tiene fe –adhesión, identificación- en Él no  morirá nunca” (Jn. 11,26) ¿Cómo va a morir si tiene la Vida? Y esto ¿cómo se produce? En Jesús porque tiene el Espíritu y lo tiene en plenitud porque es el Amor del Padre comunicado en reciprocidad al Hijo. Teniendo el Amor del Padre tiene el origen mismo de la Vida y su plenitud. Ésta procede siempre del Amor. Y, en nosotros, porque esto es lo que Él comunica a quienes a Él se adhieren y con Él se identifican. El es el don de la Pascua. Es lo que tiene y define al creyente. Cristo resucitó porque era la Vida que tenía por el Espíritu, y nosotros resucitaremos porque tenemos la Vida y el Espíritu del que ha resucitado (Rom. 8,11). Eso no podemos aplazarlo hasta un día cronológicamente final sino que es algo que ha sucedido en el día del encuentro con Jesucristo, está sucediendo conforme nos vamos identificando con Él y acontecerá plenamente cuando corporativamente el Señor se manifieste en su Parusía. 

4.- El llanto de Jesús 

Todo esto parece desmentirlo el hecho del llanto conmovido de Jesús, con el que parece que participa de las mismas ideas de quienes sienten la muerte de su amigo Lázaro. ¿Son idénticas las motivaciones? Ciertamente hay que decir que no. Por dos veces ante el llanto de los demás dice el evangelista que “se reprimió con una sacudida” y “reprimiéndose de nuevo” (Jn. 11, 34-38). Jesús no participa de la tragicidad que estos le confieren a la muerte y que tiene como fundamento la creencia de una esperanza que pobremente han dilatado hasta el final de los tiempos. Jesús llora serenamente. Sabe que la muerte biológica le separa físicamente del amigo. Ya no estará como estaba cuando le visitaba, hablaban, comían juntos, compartían inquietudes y proyectos, venía a su casa que era su refugio frente a la hostilidad que sentía en Jerusalén. Ese Lázaro ya no estaba y su relación con él ya no podía ser la misma, Por eso “se le saltaron las lágrimas” (Jn. 11, 35-36). Jesús era hombre, plenamente humano, compartía todo lo nuestro. Por eso siente dolor ante una ausencia, porque ya no tendrá el consuelo de la amistad físicamente presente. Esta presencia física no volverá con la resurrección, el amigo ha abandonado ya todo lo que la hacía posible y ese abandono es definitivo. Pero no se ha abandonado la amistad y todo lo verdaderamente humano y divino que produjo esa relación pero será vivida de otra manera, la que corresponde a alguien que vive definitivamente. Su corporeidad ya no será física, esta ha sido transformada por una corporeidad resucitada, gloriosa, donde se manifestará plenamente la persona sin las limitaciones de la materialidad en la que había vivido su historia espacio–temporal. Todo esto lo sabe Jesús, por esto, aunque se aflige por la ausencia, no comparte el carácter trágico que los demás dan a su muerte. Por eso no pide al Padre, sintiendo una tragedia, para que libre a Lázaro de la muerte sufrida sino, por el contrario, le da gracias por haberle escuchado ¿desde cuándo? Él sabe que siempre le escucha, es desde siempre. Cuando Lázaro y sus hermanas le conocieron, le aceptaron y le siguieron, ya Él introdujo en ellos la Vida dándoles su Espíritu. Vida que está por encima de la muerte y a quien ésta no toca. Por eso Pablo dirá de Cristo: “porque era hombre lo mataron (es decir, tiene que morir) pero como poseía el Espíritu fue devuelto a la vida” (Rom. 8, 1-17) que es lo que igualmente puede decirse de cada creyente. Lázaro vivía ya esta Vida que es Cristo con quien estaba identificado –era su amigo- por eso la queja de las hermanas “si hubieras estado aquí” era completamente injustificada porque hubiera muerto igualmente pero sin perder la Vida que, después de la muerte, vivirá en plenitud. 

5.- La mentalidad de los vivos y la tragicidad de la muerte 

Otra de las contradicciones entre la actitud de Jesús y la de la comunidad de Betania está en que ellos creen que Lázaro se ha acabado. Jesús, por el contrario, quiere mostrarles que está vivo. Porque creen que está muerto y bien muerto –lleva ya cuatro días enterrado y huele mal- lo han amortajado y lo han encerrado en un sepulcro tapando la entrada con una losa. De allí no puede salir y allí nadie puede entrar. La Vida está fuera, allí dentro quien domina es la muerte. Y ésta se alimenta del pasado, de lo que el muerto había sido, reduciéndolo a cadáver maloliente en descomposición. Esta era la mentalidad de los allegados. En su mentalidad habían apartado a Lázaro de la Vida encerrándolo y tapándolo en su mentalidad. Allí la Vida no entraba. La mentalidad de Jesús es diametralmente opuesta. Para Él el amigo estaba atrapado por la Vida que Él le comunicaba desde mucho antes de su muerte. Acontecida ésta no era otra cosa que un accidente biológico necesario para que pudiera disfrutarla plenamente. El accidente de la muerte no tenía más poder que el de apropiarse de lo que la Vida abandonaba –restos mortales- porque ya no le servían de soporte para su vivencia en plenitud. Por eso Jesús manda retirar la losa, las vendas y el sudario que son la consecuencia de una mentalidad errada que atribuye a la muerte un poder que no tiene. Hay que sacar a Lázaro de ese encierro en el que una mentalidad equivocada lo ha encerrado confiándolo a la muerte en un pudridero. 

Con ello el evangelista quiere mostrar que la Vida que Jesús nos da es de tal categoría que no hay sepulcros, ni losas, ni mortajas que puedan encerrarla y mucho menos destruirla. De tal calidad que no encuentra otro calificativo para denominarla que Vida Eterna. Y es tal la unión que produce entre Cristo y sus seguidores, tal la identificación con Él  que es irrompible. La muerte biológica no puede ni separarla ni destruirla (Rom. 8,38). 

6.- El futuro está en continuidad con el pasado 

Por todo ello, en nuestra mentalidad hay que desatar a los muertos y dejarlos andar. Para una mentalidad creyente no existe ruptura entre el pasado de un difunto y su futuro. Su muerte no lo encierra en un sepulcro sino que lo abre a la plenitud de lo que ya aquí vivía en arras. Es el paso necesario para la consumación de lo que ya se era y tenía. Es la mentalidad de los suyos la que los encierra en los dominios de la muerte pero no es esa la situación que les corresponde. Por eso esa mentalidad debe cambiar. Biológicamente es un muerto, realmente es un vivo. Tiene que romper esa mentalidad y entonces podrán descubrir que su ser querido en la muerte está vivo. El Lázaro de antes de la muerte vive en la Vida que es Cristo. Él, estando vivo tenía fe en Jesucristo y quien tiene esta fe no morirá nunca. Esto es lo que ellos no han descubierto, la calidad de la vida que se vive por la fe en Jesucristo. Su mentalidad encierra a los muertos biológicamente en los sepulcros, reduciéndolos a simples cadáveres. Lo que hace Jesús gritando “sal fuera” es romper esa mentalidad que lo ha reducido a la incomunicación de un pasado encerrado en un sepulcro, inmovilizado con vendas y aislado con una losa sobre el que la muerte ha dicho su última palabra. Hay que quitar todo eso que es propio de esa mentalidad –“desatadlo”- y reconocerle su camino hacia la plenitud “y dejadlo que se marche”. Su sitio es la casa del Padre que es la situación de los vivos porque es el sitio de la Vida gloriosa de Cristo resucitado con el que están identificados. 

El evangelista también a nosotros nos invita a romper esa mentalidad que es la dominante. Sólo hay que asistir a un duelo o hacer una visita a cualquier cementerio para mostrarlo o fijarnos en el vocabulario funerario que empleamos incluso en la liturgia. ¿No hemos encerrado a nuestros muertos en sepulcros y los hemos arrinconado en un pasado sin más presencia que el recuerdo? Desde la comunión de los santos que confesamos, plenitud de Vida que el Padre nos ofrece en Jesucristo y nos regala con su Espíritu, hay que seguir gritando con Pablo que los que mueren viven en el Señor (2ª Cor. 5, 7-9)
 

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