lunes, 21 de marzo de 2011

1.V.- La Eucaristía banquete de comunión


(Ver nota al pie)
"El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y degustación del banquete celestial" (GS, 38b).

En el Antiguo Testamento las comidas, como en todas partes, intensifican las relaciones de familiaridad entre los que la comparten y, desde luego, con el que invita. No se va a ellas simplemente a comer, a disfrutar de una buena mesa, sino a relacionarse y hacer más humana esa relación, Pero, además, en el A. Testamento también se convierten en vehiculo de familiaridad e intimidad con Dios, mucho más cuando se revisten de un carácter sagrado al ser consumida en un lugar designado por Dios: ”vosotros iréis a visitar la morada del Señor, el lugar que el Señor vuestro Dios se elija en una de tus tribus, para poner allí su nombre. Allí ofreceréis vuestros holocaustos y sacrificios: los diezmos y ofertas, votos y ofrendas voluntarias y los primogénitos de vuestras reses y ovejas . Allí comeréis tu y tu familia, en la presencia del Señor, vuestro Dios, y festejaréis todas las empresas que el Señor, tu Dios, haya bendecido" (Dt. 12, 5-7). La comida va unida al sacrificio, estos se ofrecen en el santuario que Dios elige y, en el mismo lugar que ha sido consagrado por Dios, se celebraba también la comida. Lo mismo que en un nivel puramente humano la comida sirve para fomentar la familiaridad e incluso restañar su pérdida si ha existido, así la comida sagrada restablece, instaura o intensifica una mayor y profunda comunión de vida con Dios. Es más el A. Testamento presenta la felicidad total que Dios nos ofrece a los hombres como un banquete, un festín que elimina todo sufrimiento y produce la alegría definitiva: "en aquel día, preparará el Señor de los ejércitos para todos los pueblos en este monte un festín de manjares suculentos" (Is. 25, 6), enteramente gratuito (Is. 55,1-3). La Alianza, que comenzó con una comida con Moisés y los ancianos de Israel (Ex. 24, 11) terminará con este espléndido banquete que Dios prepara de balde para quienes han sido fieles a ella.

En el Nuevo Testamento se nos presenta a Jesús como una persona con costumbres más normales que las que tenía Juan el Bautista. Frecuentaba comidas que aquel no frecuentaba e incluso lo hacía con personas de toda condición, hasta el punto de que provoca que le tachen de comilón y borracho: “Porque vino Juan, que ni comía ni bebía y dijeron que tenía un demonio dentro. Viene este Hombre que come y bebe, y dicen: ¡vaya un comilón y un borracho, amigo de recaudadores y descreídos!" (Mt. 11, 18-19). En estas comidas expresaba su solidaridad y su cercanía a las personas pero de un modo especial a sus seguidores. No era solamente comer con ellos o pasar un rato agradable con quienes se encontraba a gusto o lo buscaban, sino que aprovechaba para instruirlos y anunciarles el Reino, no sólo con sus seguidores sino también con los que le invitaban, de hecho algunos buscaban esa instrucción (Mt. 5,27; 7,36; Lc. 14, 1; Jn, 2, 2). Podemos decir que sus comidas formaban parte de la manifestación de su amor y realización de su misión. Pero si queremos buscar una comida por excelencia, buscada y querida por Él, para mostrar a sus seguidores su cercanía, hay que recurrir siempre a la que instituye en la última Cena.

1.- El signo sensible de comer y beber

Él lo había dicho, que quién quisiera tener vida eterna debía comer su carne y beber su sangre (Jn. 6, 53-57), aunque esto escandalizó a algunos discípulos (Jn. 6, 60). Por eso cuando escoge el pan y el vino como los signos sensibles de la presencia de su cuerpo y de su sangre, manifiesta claramente que su intención era instituir una comida para comunicar a los suyos el fruto de su sacrificio (1ª Cor. 11, 23-34) y así penetrar en la vida humana bus­cando su transformación. Comer y beber se convierten en esta sencilla comida de pan y vino en vehículo de participación del cuerpo y la sangre de Cristo y, así, hace "que pasemos a ser aquello que recibimos" (LG.26ª).

¿Por qué eligió una comida?. Supuesto lo que se produce en cualquier comida -más unión, mayor relación, comunicación de intimidad, etc.- si Jesús quiso crear una comunidad de seguidores, para que ésta fuera "su" comunidad debía compartir con ella su vida. Es lo que hace en su sacrificio. Pero éste quedaba fuera de ellos y en él ellos no participaban. El modo de interiorizarlo, con todas sus consecuencias y frutos, era mediante la Eucaristía, es decir, comiendo su carne y bebiendo su sangre: ”quién come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día, porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. Quién come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él. A mi me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo gracias al Padre; pues también quien me co­me vivirá gracias a mí “(Jn. 6, 54-58). Comer y beber se hacían vehículo de penetración de su vida en la vida de los que componían su comunidad.

Esta penetración produce una asimilación, como ocurre con cualquier alimento. Este penetra en nuestro interior y es asimilado con lo que se transforma en sustancia propia de quién lo asimila. El simbolismo de la comida, buscado expresamente por el Señor, expresa como ningún otro la realidad de lo que acontece en la Eucaristía. Lo que se nos da a comer y beber es el cuerpo y la sangre ya gloriosos del Señor resucitado. Es una comida que resume en si la ofrenda, la entrega y la inmolación de Jesús en estado glorioso, dados a su comunidad en este sencillo banquete. Con ella se significa y se realiza la identificación y la comunión de aquel a quien sigue su comunidad y es su centro. Pero hay aquí una reciprocidad. Nosotros asimilamos al Señor, es decir, nos identificamos y nos hacemos uno con Él -comulgamos- pero, al mismo tiempo, somos asimilados por Él. En esa comunión que se produce mediante la comida, es el mismo Señor quién nos asimila, pues al darnos su vida y esta ser asimilada, vivimos con su vida - Él "es la Vida" (Jn. 14, 6)- con lo que la reciprocidad de la asimilación nos conduce a la unidad: "No te pido sólo por estos, te pido también por los que van a creer en mi mediante su mensaje; que sean todos uno, como tu Padre estás conmigo y yo contigo; que también ellos estén con nosotros para que el mundo crea que tú me enviaste"(Jn. 17, 2-22).

2.- Su fundamento está en la encarnación

"Es mi Padre quién os da el verdadero pan del cielo y va dando vida al mun­do" (Jn. 6, 32-33). Ese pan es, Jesucristo: "yo soy el pan vivo bajado del cielo" (Jn. 6,51). Estas palabras son el eco y la continuación de lo que el mismo evangelista dice en su prólogo: “y la Palabra se hizo Hombre" (Jn. 1, 14). La Eucaristía es la encarnación en marcha. Ella supone un cambio admirable, pero este cambio ya se ha producido por la encarnación de la Palabra. Efectivamente, ella ha supuesto el cambio más admirable que se ha producido en la humanidad en todos los tiempos. En una naturaleza humana singular ha sido asumida la creación entera, todo el universo, el mundo y su historia. Todo ha sido afectado por ella, transformado y orientado en el querer de Dios. Diríamos que toda la creación es terminada por este cambio admirable al cumplirse su finalidad en el amor de Dios que se da hasta la muerte. Ha sido un descenso que provoca un ascenso, todos resucitaremos porque en Cristo la carne y la sangre han sido glorificadas. Por su Espíritu todos "nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; tal es el influjo del Espíritu del Señor" (2ª Cor. 3,18).

En la Eucaristía se va realizando la encarnación mediante la asimilación de la carne y la sangre del Señor glorificado que nos transforma en Él mismo. Es su persona quién se da para provocar en sus seguidores la identificación con Él. Mediante el trueque admirable que se produce en la transustanciación eucarística nos hace carne y sangre suyas. Es su propia persona divina la que se da a través de la carne y la sangre, porque sólo mediante ellas es comida y bebida. Es encarnación porque es una profunda penetración de su vida en nosotros. Cada vez que comulgamos, retumba en nuestros oídos que "la Palabra se hizo Hombre y acampó entre nosotros" (Jn. 1, 14). Es todo nuestro interior el que contempla su gloria "porque de su plenitud todos nosotros recibimos ante todo un amor que responde a su amor” (Jn. 1, 16). La Eucaristía es su realización.

3.- La comida que Dios ofrece para comer su Pan

No ha sido Moisés, ni los judíos, ni siquiera los apóstoles o la Iglesia primitiva quienes se han inventado la Eucaristía: "Pues sí, os lo aseguro: nunca os dio Moisés el pan del cielo; no, es mi Padre quién os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios, es el que baja del cielo y va dando vida al mundo" (Jn. 6, 32 -33). Es la comida del Padre, la suya la que Él ofrece, no es de nadie más. La Iglesia, en su nombre, pone la mesa pero la comida y bebida la pone Dios. Ese pan que baja del cielo ¿es una metáfora para poder expresar de algún modo lo que es inexpresable? No. Ese pan tiene nombre, es Jesús "yo soy el pan de la vida"(Jn. 6, 35). Que va dando permanentemente vida al mundo. Él es un Hombre que es el Hijo de Dios. Porque es un hombre se le puede asimilar mediante una identificación con Él. Porque es el Hijo de Dios encarnado la vida que comunica, mediante esa identificación, es necesariamente eterna. El Padre no se ha quedado corto en el banquete que nos ofrece. Su pan es su Hijo, que hace a quién lo come hijo suyo; pone en él no un sustento pasajero sino de tal calidad que está por encima de la muerte misma. El que come esta comida que Él nos ofrece se identifica -por asimilación - con la Vida misma que es de por si eterna:"quien come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él; como a mi me envió el Padre que vive y así yo vivo por el Padre, también aquel que me come vivirá por mí” (Jn. 6, 37). Es decir, al dar vida que baja del cielo lo que da es la Vida misma que el Padre da permanentemente a los hombres. Esta Vida transforma al hombre y le hace trascender su vida perecedera. Lo que se le comunica es la Vida misma de Dios. Al comer, por esta transformación que produce, nos hace humanidad de Cristo -cuerpo suyo - cosa que san Agustín expresaba así: "si sois el cuerpo de Cristo y sus miembros, es el sacramento de lo que sois lo que ha sido colocado en la mesa del Señor; es el sacramento de lo que sois lo que recibís. Es a lo que sois a lo que respondéis amén. Esa respuesta es vuestra firma. Oyes, efectivamente: Cuerpo de Cristo. Respondes: amén. Se miembro del Cuerpo de Cristo para que tu amén sea verdadero" (Sermón 272. PL. 38,1247).

La palabra con la que expresamos a donde llegamos por esa asimilación-iden­tificación es comunión. Se da una unión estrecha entre lo que nos viene de Dios en esa comida -que es Jesús mismo en toda su realidad- y sus comensales que somos sus seguidores fieles. Pero no es sólo una "común unión” -de cum unione- sino una "común tarea"-de cum munere-, es decir, no sólo produce e intensifica nuestro "ser en Cristo" sino que nos une en su misión: dar la vida amando - sirviendo a los hombres hasta entregarla. El banquete que el Padre nos ofrece es un banquete sacrificial, lo que se come y se bebe es carne y sangre de una víctima. Así la Memoria que se actualiza no deja las cosas como están sino que nos lanza a subvertir los seudo valores de éste mundo que fueron los que provocaron su muerte y seguirán provocando la de sus seguidores. Por esto la Memoria es siempre subversiva y lleva aparejada, no sólo el disfrute gozoso de lo que comemos y bebemos, sino también el irrenunciable sacrificio que la Memoria perpetúa en todos sus seguidores, de tener que dar la vida.

NOTA.- Para este capítulo seguimos a Lucien Deiss en su obra "La Eucaristía" editada por E. Paulinas.

1 comentario:

victor adolfo dijo...
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